Actualmente, la igualdad parece seguir siendo una meta que alcanzar, especialmente según el país en el que situemos la línea de salida. El hecho de tener que alcanzar este derecho presupone un pasado en el que durante siglos la mujer se vio mermada de la valoración merecida.

Erradicar los malos tratos sigue siendo una asignatura pendiente en las sociedades más avanzadas del mundo, no digamos ya en las menos. Raro es el día en el que los informativos no muestran una tristemente común realidad.

Este mal parece poseer unas largas raíces históricas, que se hunden en la tierra de todo el planeta embebida de la costumbre de los siglos. Su erradicación parece enfrentarse al peso de la tradición y afortunadas son aquellas nacidas en una de las minoritarias poblaciones asentadas en el mundo que gozan de igualdad, o que al menos la tienen en su vocabulario. Pero, ¿y si esto no fuera del todo así?

Quizá la respuesta nos sorprenda. Si nos remontamos a la era vikinga, entendida de forma general, allá por los siglos VIII-XI, e investigamos cómo vivían sus féminas, nos encontramos con que aquellas pertenecientes a la clase media-alta gozaban de cierto estatus.

La categoría social se transmitía por vía materna, no paterna. Los hijos de esclavas eran esclavos, los hijos de mujeres libres eran libres. Incluso los propios hombres podían subir de categoría social a través de un buen casamiento, al cual ambos, tanto él como ella, debían aportar una dote. Las gold-diggers o cazafortunas podían ser aquí de género masculino.

Hacer daño a una mujer era considerado una vergüenza terrible, y la violación era una de las pocas razones por las que se aplicaba la pena de muerte.

Lo más curioso para estos tiempos es que ellas podían pedir el divorcio en caso de impotencia, infertilidad, malos tratos o mala gestión económica. Entonces, podían pedir de vuelta no solo su dote, sino reclamar también la de su marido, si se consideraba que la culpa de la separación era del hombre. Los divorcios más sonados de Hollywood tenían ya sin saberlo un lejano antecedente en el Norte de Europa. La legendaria fama de ferocidad de la que gozan los vikingos poco podía hacer ante sus señoras si no ejercían de buenos maridos.

Para hacer honor a la verdad, así como todas las europeas no tenemos los mismos derechos (bienaventuradas aquellas nacidas en los países escandinavos y sus bajas de maternidad), no todas las vikingas corrieron la misma suerte. Aquellas instaladas más al Este, en las zonas eslavas, sufrieron una vida menos libre, más parecida a la visión cristiana, donde tenían un papel mucho más sumiso y recatado.

Si hoy en día posamos nuestra mirada en países no occidentales e investigamos los modos de vida de sociedades alejadas del progreso, ajenas al avance del tiempo, cuyo enclave parece ser el de un documental de National Geographic, de nuevo podemos llevarnos una sorpresa.

En la mismísima China, ese país donde hasta no hace mucho (y quizá todavía) tener una hija era un problema, a las orillas del lago Lugu encontramos a los Mosuo, una sociedad fundamentalmente agrícola o ganadera, de unos 30.000 habitantes. Se trata de una sociedad matrilineal, aquellas donde la herencia se transmite por el lado materno, es decir, las casas son propiedad de las mujeres y son heredadas de madres a hijas.

En sus casas, a los 13 años se les asigna una habitación donde ellas pueden recibir a sus amantes. Los ancianos y los niños duermen en la sala principal de la casa. El resto de los hombres no tienen un espacio fijo para dormir; lo hacen con sus amantes, y regresan por la mañana al hogar de sus madres. Cuando se acaba la pasión, con que ella decida no volver a abrir la ventana o deje una prenda del hombre en la puerta, se da por finalizada la relación. Sin dramas, sin un “no es por ti, es por mi” ni más explicaciones.

Incluso si encuentran a su alma gemela y la relación se prolonga durante toda la vida, el modus operandi es el mismo. Los hijos nacidos de estas relaciones siempre pertenecerán a la madre, sin que el padre tenga ningún derecho. Desde luego, las Mosu han llevado el “que te aguante tu madre” al nivel de costumbre. Y de paso, nos dan una lección de cómo evitar que la rutina doméstica mate una relación: eliminándola.

Si proseguimos nuestro viaje oriental hacia Indonesia, en la provincia de Sumatra Occidental, nos topamos con los Minangkabau, otro ejemplo de sociedad matrilineal, donde también las mujeres heredan las tierras, granjas y casas. Son los maridos los que se mudan al hogar de sus esposas, al que deben aportar su trabajo e ingresos. La antropóloga Peggy Reeves Sanday, quien ha vivido durante años entre los Minangkabau, señala que “mientras que Occidente glorifica la dominación masculina y la competencia, los Minangkabau glorifican a su mítica Reina Madre y la cooperación”. Allí los malos tratos son rápidamente erradicados: en cuanto un hombre levanta la mano a su mujer o hijos, es automáticamente expulsado de la casa, no olvidemos, propiedad de la mujer. Otra gran lección de cómo evitar este tipo de violencia.

En la propia África, en el archipiélago de Bolama-Bijagós, situado a lo largo de la costa de Guinea Bissau, viven los Bijagós, donde las mujeres son las que escogen a sus parejas y deciden cuándo se separan. Y con sus parejas podemos hablar de varias para una sola mujer, pues existe la poligamia femenina, así como la masculina. Al igual que las anteriores, son las propietarias de las casas que, por cierto, ellas mismas construyen.

La visión occidental del amor no enhebra sus relaciones, que se basan en la pasión. Cuando esta se acaba, se acabó la relación. La fidelidad, no es un requisito para sustentar la unión. Es más, son las mujeres las que se encargan de cortejar a los hombres, a quien invitan para ello a una comida (aquí, una versión “bijagoense” de Sexo en Nueva York debería estar protagonizada por hombres). Entre los 20-30 años, el hombre se adorna con pendientes, turbantes, telas de colores y otros atuendos para llamar la atención de las mujeres. Todo un paraíso para la más acérrima feminista occidental.

Dice Peggy Reevers Sanday que las sociedades donde la mujer goza de poder y prestigio suelen estar ubicadas en ricos entornos naturales, donde se sacraliza a la naturaleza, predominan los valores cooperativos, igualitarios y pacíficos, y el papel de la madre es central. Son sociedades con mujeres autónomas económicamente y cuyo parentesco suele ser matrilineal.

Quizá nos baste con mirar a algunas de las sociedades supuestamente más retrasadas para encontrar la solución de las sociedades más avanzadas.