Con toda seguridad, en algún momento de tu vida has tenido que acudir a la ayuda de un diccionario para saber exactamente el significado de una palabra, o qué te quiso decir tu suegro cuando te llamó “gaznápiro” con sospechosa amabilidad, y en ese momento no supiste si te estaba adulando o insultando, de modo que dibujaste una bobalicona sonrisa en tu cara.

En mi caso, utilizo varios diccionarios en mi tarea diaria, pero desde hace tiempo vengo notando cierta desazón, un malestar cuyo origen no he podido desentrañar hasta que, por una impertinente avería de mi línea telefónica, tuve que recurrir a uno de mis viejos diccionarios en papel. Sinceramente, no recordaba cuándo fue la última vez que lo consulté.

Ciertamente contrariada, abrí el diccionario y comencé a deslizar mi vista por sus páginas; al principio, tanta información me abrumaba... pero pasados unos minutos me vi volando sobre aquellas páginas, navegando entre sus columnas esperando a que algunas de aquellas palabras saltaran pizpiretas a mi encuentro. Me detuve en primer lugar en el término “algarabía”. Bonita palabra, pensé, y continué mi inesperado viaje por sus páginas, donde me topé con “frenesí”, que siempre me ha parecido una palabra con mucho carácter, o con “manicorto”, que es una simpática forma de llamar “tacaño”. Tan pronto estaba en la “D” como en la “P”, quería emborracharme y llenar mi cabeza de los nuevos significados, sensaciones y sentimientos que esas viejas palabras encerraban. Tanto como su significado, despertaba mi curiosidad su etimología, muchas del latín y del griego, infinitas del árabe, y muchas otras de origen diverso y lejano.

El tiempo se me pasó como a San Virila, el abad del Monasterio de Leyre (Navarra) que salió a dar un paseo y el canto de un ruiseñor le mantuvo preso de sus cavilaciones sobre la eternidad nada menos que 300 años. “Cavilaciones” es también una preciosa palabra.

Ese lento discurrir por las columnas del diccionario fue como un delicioso paseo sin prisa, sin rumbo, en el que a cada paso me sorprendía una nueva palabra.

Comprendí que los diccionarios en papel tienen vida, y que todas aquellas palabras salieron a mi encuentro como si escaparan de una oscura mazmorra, como si hubieran estado encerradas allí durante siglos y ahora tuvieran que aprovechar esa ocasión, tal vez única, de embrujarme y seducirme para que mis manos volvieran a acariciar sus cubiertas y mis dedos cortejaran a todas esas deliciosas palabras, algunas de las cuales, orgullosas y en el momento preciso, saldrán de mis labios.