Cuantos nos hemos dedicado en un período de nuestras vidas a la escritura de libros de viaje tenemos un patrono terrenal (y no sé si celestial también) llamado Aymeric Picaud, el canónigo de Poitou (Francia) que hará casi un millar de años siguió como tantos otros europeos el camino de redención hasta Santiago de Compostela. Hombre culto en un tiempo de iletrados, Picaud nos legó el Liber peregrinationis (Libro de la peregrinación), más tarde incluido por un copista anónimo en el Liber Sancti Jacobi (Libro de Santiago, h. 1140), que un ladrón sustrajo del museo de la catedral compostelana en julio de 2011 (fue recuperado por la policía española un año después).

Considerada la primera guía de viajes de la historia, pues fue específicamente concebida para conducir al conchero hasta Compostela, las páginas del Liber peregrinationis describen las regiones a transitar por los peregrinos —con los peligros inherentes a las mismas, donde los había— y dan cuenta de los lugares sagrados que todo penitente devoto debía visitar en su travesía, así como de los establecimientos dispuestos para cuidarle a lo largo de la ruta (albergues y hospitales). E incluso se adentran en el terreno de la etnografía, al describir las costumbres —con frecuencia bárbaras— de los pueblos que habitaban en el siglo XI los territorios atravesados por el camino jacobeo.

A lomos de peregrino

Entre estos pueblos —y al parecer era uno de los más salvajes— figuraban los vascos, cuyo territorio estaba en las inmediaciones del «Port de Cize, (…) con la ciudad de Bayona en la costa, hacia el norte». Es decir, para Picaud el territorio «vasco» coincidía con lo que hoy se denomina Iparralde (en vascuence) o País Vasco francés. Continúa Picaud:

«Es esta una región de lengua bárbara, poblada de bosques, montañosa, falta de pan y vino y de todo género de alimentos excepto el alivio que representan las manzanas, la sidra y la leche. Las gentes de esta tierra son feroces como es feroz, montaraz y bárbara la misma tierra que habitan. Sus rostros feroces, así como la propia ferocidad de su bárbaro idioma, ponen terror en el alma de quien los contempla.»

No por repetir hasta la saciedad un adjetivo se convence mejor al lector u oyente de cuanto uno quiere difundir, pero parece cierto que los vascos del siglo XI eran dados «no solo a asaltarlos [a los peregrinos], sino a montarlos como asnos y matarlos». Feroz diversión que tal vez estuviera relacionada con la supervivencia del paganismo en el antiguo «Saltus vasconum» (las montañas vascas, así denominada por los romanos).

Un cúmulo de defectos

Afortunadamente, los vascos franceses han perdido hoy esa violentas costumbres. Pero la situación se ensombrecía más aún, si cabe, al cruzar a tierra de los «navarros», como denominó Picaud a las gentes igualmente bárbaras de más allá del paso pirenaico de Valcarlos. Seguimos leyendo en el Liber peregrinationis:

«Pasado este valle, viene la tierra de los navarros, rica en pan, vino, leche y ganados. Navarros y vascos tienen características semejantes en las comidas, el vestido y la lengua, pero los vascos son de rostro más blanco que los navarros. Los navarros se visten con ropas negras y cortas hasta las rodillas como los escoceses y usan un tipo de calzado que llaman abarcas, hechas de cuero con el pelo sin curtir, atadas al pie con correas y que sólo envuelven las plantas de los pies, dejando al descubierto el resto. Gastan, en cambio, unos mantos negros de lana que les llegan hasta los codos, con orla, parecidos a un capote, y a los que llaman sayas. Como se ve, visten mal, lo mismo que comen y beben también mal, pues en casa de un navarro se tiene la costumbre de comer toda la familia, lo mismo el criado que el amo, la sirvienta que la señora, mezclando todos los platos en una sola cazuela, y nada de cucharas, sino con las propias manos, y beben todos del mismo jarro. Y oyéndoles hablar, te recuerdan los ladridos de los perros, por lo bárbaro de su lengua. A Dios le llaman urcia [urtzi o eguzki, el Sol en el moderno vascuence]; a la Madre de Dios, Andrea Maria; al pan, orgui; al vino, ardum [¿latinización del vascuence «ardo»?]; a la carne, aragui [haragi]; al pescado, araign [arrain]; a la casa, echea [etxea]; al dueño de la casa, iaona [jaun]; a la señora, andrea; a la iglesia, elicera [eliza]; al sacerdote, belaterra, que significa bella tierra [???]; al trigo, gari; al agua, uric [ura]; al rey, ereguia [erregea]; y a Santiago, iaona domne iacue [jaun Jakue donea]».

De este modo, Picaud dio fe de que los navarros hablaban lo que hoy conocemos como euskera (vascuence), o su milenario precedente.

A continuación, el buen canónigo se explaya en la caracterización del navarro con (des)calificativos muy contundentes. Según dice, el navarro estaba «colmado de maldades». Y lo explica a continuación:

«[...] de color negro [un dato que supongo importante, desde la mentalidad de Picaud, para recalcar tanto denuesto, aunque en la actualidad pueda parecernos repulsivo por su connotación racista], de aspecto innoble, malvados, perversos, pérfidos, desleales, lujuriosos, borrachos, agresivos, feroces y salvajes, desalmados y réprobos, impíos y rudos, crueles y pendencieros, desprovistos de cualquier virtud y enseñados a todos los vicios e iniquidades, parejos en maldad a los Getas [antiguo pueblo indoeuropeo originario de Asia central que se distinguió por su crueldad] y a los sarracenos y enemigos frontales de nuestra nación gala. Por una miserable moneda, un navarro o un vasco liquida, como pueda, a un francés».

Con respecto a la última apreciación, ha de tenerse en cuenta que la Francia de la que hablaba Picaud eran los territorios de la mitad norte de la actual República francesa, los de mayor implantación germana tras la caída del Imperio romano en el siglo V de nuestra era. De ahí que el canónigo excluyera a los vascos nordpirenaicos de la nación francesa.

Salaces, pero valientes

Pero, ¿quiénes eran exactamente esos navarros? ¿Los habitantes de la actual Comunidad Foral de Navarra? Pues no exactamente. Como tantas fuentes históricas apuntan, los «navarros» citados por Picaud eran todos aquellos que hoy podríamos agrupar como vascos meridionales (navarros, guipuzcoanos, alaveses y vizcaínos); los habitantes de Hegoalde (en vascuence, el país del sur). Picaud lo refiere sin abandonar su tono de alarma ante el desafuero de las costumbres locales:

«En alguna de sus comarcas, en Vizcaya o Álava por ejemplo, los navarros, mientras se calientan, se enseñan sus partes, el hombre a la mujer y la mujer al hombre. Además, los navarros fornican incestuosamente al ganado. Y cuentan también que el navarro coloca en las ancas de su mula o de su yegua una protección, para que no las pueda acceder más que él [eso sí que son celos…]. Además, da lujuriosos besos a la vulva de su mujer y de su mula. Por todo ello, las personas con formación no pueden por menos de reprobar a los navarros.»

¿Valía la pena continuar zahiriendo a los navarros de antaño? Por lo menos, Picaud admitió que eran «valientes en el campo de batalla, esforzados en el asalto, cumplidores en el pago de los diezmos, perseverantes en sus ofrendas al altar. El navarro, cada vez que va a la iglesia, ofrece a Dios pan, vino, trigo, o cualquier otra ofrenda. Dondequiera que vaya un navarro o un vasco se cuelga del cuello un cuerno como un cazador, y acostumbra a llevar dos o tres jabalinas, que ellos llaman auconas. Y cuando entra o vuelve a casa silva como un milano. Y cuando emboscado para asaltar una presa, quiere llamar sigilosamente a sus compañeros, canta como el búho o aúlla como un lobo». Gente versátil, sin duda.

Algunos hombres buenos

La pésima impresión que aquellos montañeses causaron a Picaud no se diluyó en las tierras de la actual Castilla, a cuyas gentes —«los españoles», en palabras del canónigo— tachó de «hombres malos y viciosos». Aunque sí comunicó la generosidad de la tierra mesetaria, «llena de tesoros, abunda en oro y plata, rica en paños y vigorosos caballos, abundante en pan, vino, carne, pescado, leche y miel».

Más allá de León, franqueados los puertos de Irago y Cebrero, Picaud hallaría por fin a gentes que le merecieran elogio: los gallegos, a la sazón custodios de los restos del apóstol. Aquellos «se acomodan más perfectamente que las demás poblaciones españolas de atrasadas costumbres, a nuestro pueblo galo [¿pecaba el canónigo de xenófobo y chauvinista?], si no fuera porque son muy iracundos y litigiosos», es decir, peleones, un rasgo que no encaja con el concepto popular vigente en nuestros días referente a la gente galaica, considerada como tranquila y recatada.

Sobre Galicia, fin de trayecto, Picaud destacó la abundancia de bosques (los había echado expresamente en falta a su paso por la ya desforestada y labrantía Castilla), la frescura amable de sus ríos, la hospitalidad de sus prados y los magníficos frutos de sus valles (sobre todo, la manzana), además de sus minas de oro y plata. No era tierra generosa en trigo ni vino, pero crecía el centeno y se bebía sidra, excelente complemento para sus carnes y pescados «de mar», cuya calidad reconoció sin ambages nuestro cicerone francés, a quien también encantaron la leche y miel gallegas. Sin duda alguna, estas recomendaciones gastronómicas son el único consejo del canónigo que cabe considerar en nuestros días, sin menosprecio de su aportación a la literatura de viajes.