Entre los siglos XI y XVI, el Camino de Santiago conoció una verdadera Edad de Oro que supuso el trasiego por las aldeas, villas, ciudades, refugios y hospitales engarzados en la ruta jacobea de cientos de miles de peregrinos de la más diversa procedencia geográfica. Así, por ejemplo, el monje Roberto de Lieja guio la gran peregrinación de flamencos del año 1056. Y en los siguientes años se postraron ante la tumba del apóstol distintas personalidades políticas y religiosas de la época: el rey de Noruega Sigurd I (redomado pirata que asoló las costas mediterráneas de Baleares y Sicilia); el duque de Aquitania, Guillermo VII; el obispo de Winchester, Enrique; el monje armenio Simeón; Enrique el León, duque de Sajonia; el conde Raimundo de Borgoña; san Teobaldo de Mondoví y santa Paulina; Rodrigo Díaz de Vivar (el Cid Campeador)...

Calixto II, papa de Roma, instituyó en 1122 el Año Santo Compostelano, que desde entonces se celebra cuando la festividad del apóstol, 25 de julio, coincide con un domingo. Ocurre en intervalos seis, cinco, seis y once años, por este orden.

La condesa Matilde, viuda del emperador de Alemania Enrique II (1125); Guillermo X, duque de Aquitania, que murió ante el sepulcro de Santiago el Viernes Santo de 1137; el ya conocido clérigo Aymeric de Picaud, autor del Codex Calixtinus y precursor de las modernas guías de viaje (1139); Luis VII el Joven, rey de Francia (1154); y santo Domingo de Guzmán —en fecha desconocida— figuraron entre la gran marea de peregrinos que fueron a honrar al apóstol en el siglo XII.

En el año 1211, el rey de León Alfonso VII asistía a la consagración de la nueva seo compostelana. La cual, en la misma centuria recibió a gentes tan destacadas como el arzobispo de Burdeos Guillermo II, san Francisco de Asís, la princesa Ingrid de Suecia, el rey de Aragón Jaime I el Conquistador (peregrinó para agradecer su victoria sobre los sarracenos de las islas Baleares), el arzobispo de Nínive (que por séquito traía a todos los obispos de Armenia), el rey Eduardo I de Inglaterra, el duque de borgoña Hugo IV, el monarca del reino cristiano de Jerusalén Juan de Brienne y el beato mallorquín Raimundo Lulio (en su catalán natal, Ramon Llull).

Durante los tres siglos posteriores, la anterior lista se enriqueció con nombres no menos ilustres: santa Isabel de Portugal (1326), Alfonso XI de Castilla (peregrinó dos veces, en 1332 y 1345, a caballo hasta el Monte do Gozo y después a pie hasta la catedral compostelana), santa Brígida de Suecia (1340), el pintor flamenco Jan Van Eyck (1430), los Reyes Católicos (1488), Felipe II (1554) y don Juan de Austria (en 1572 ofrendó al apóstol el gallardete que su nave capitana había lucido en la batalla de Lepanto).

En 1643, el rey de España Felipe IV instituyó la Ofrenda Nacional a Santiago, que se viene celebrando ininterrumpidamente desde entonces.

El ocaso de las peregrinaciones

La prédica de la reforma luterana —que confiaba la salvación a la fe, en detrimento de los méritos contraídos por las obras piadosas— y las guerras de religión que ensangrentaron Europa durante los siglos XVI y XVII contribuyeron al declive de las procesiones jacobeas. Y con el triunfo de la doctrina protestante en vastas regiones del centro del continente, digamos que el apóstol perdió clientela.

Llegado el Siglo de las Luces, menor debió de ser la influencia negativa de la Ilustración, que al fin y al cabo quedó limitada —en cuanto a su predicamento ideológico— a reducidas capas de la población europea. De cualquier modo, en el siglo XVIII las peregrinaciones habían desaparecido como fenómeno sociológico, y se limitaban a acciones individuales de unos cuantos devotos. Idéntica tónica se registró hasta bien mediada la centuria posterior. Valga un ejemplo: en el Año Santo de 1867, peregrinaron a Compostela no más de medio centenar de fieles.

Santiago, extraviado y retrovado

Retrocedamos hasta el año 1589. En esa fecha, el corsario inglés Francis Drake se plantó con su flota frente a la ensenada de A Coruña, ciudad a la que puso cerco. Ante el inminente asalto de los corsarios de Su Graciosa Majestad la reina Isabel I, el obispo de Compostela, don Juan Sanclemente, y el Cabildo de la catedral acordaron ocultar los restos del apóstol (Dios no debía estar muy seguro sobre si apoyar en el combate a sus hijos católicos o a sus hijos anglicanos, cristianos también). Los santos despojos fueron desenterrados y vueltos a inhumar algo así como tres metros más atrás de su túmulo, en el subsuelo del ábside.

Pasado el peligro (los británicos no lograron vencer la resistencia de la guarnición y el pueblo coruñeses), un velo de olvido se cernió sobre las reliquias del apóstol.

El cuerpo del Hijo del Trueno permaneció en paradero desconocido hasta el año 1879, cuando los trabajos de búsqueda ordenados por el arzobispo moseñor Payá hallaron un pequeño osario, que fue confiado al criterio científico de un equipo médico de la Universidad de Santiago. Los forenses distinguieron tres esqueletos completos y diferentes en aquella mezcolanza de huesos —la leyenda se cumplía: el apóstol junto con sus dos discípulos, Teodoro y Atanasio— y uno de ellos coincidía con la osamenta del discípulo de Jesús, por carecer del hueso de la mejilla que el arzobispo Gelmírez había regalado a la catedral de Pistoia (en la Toscana, Italia) en el siglo XI.

Pues bien, el redescubrimiento del cuerpo del Hijo del Trueno recibió también la pertinente sanción papal —como la había recibido el hallazgo original, en el lejano siglo IX— mediante la bula Deus Omnipotens (1884) del pontífice León XIII. Tal escrito tuvo la virtud de promover un nuevo movimiento masivo de peregrinos.

Las peregrinaciones, hoy

A nadie se le oculta que el sentimiento religioso ha experimentado un serio retroceso en la segunda mitad del siglo XX, si bien no tan profundo como algunos esperaban hace solo unas pocas décadas.

En la nueva tesitura, un sector importante de las nuevas generaciones ha redescubierto el Camino de Santiago desde una óptica más cultural que religiosa. La ruta jacobea se convirtió así en importante opción turística, dados sus valores históricos, monumentales, paisajísticos y etnográficos (en 1987, el Consejo de Europa la declaró Primer Itinerario Cultural Europeo). No obstante, todavía son muchos los peregrinos que por mor de su fe cristiana arrostran las penalidades del invierno para estar presentes en el momento de la apertura de la Puerta Santa, o que se desplazan en otras fechas del año para abrazar al "Señor Santiago" y testimoniarle así su devoción. Por no hablar del medio millón de jóvenes católicos llegados del mundo en el año 1989, con motivo de la peregrinación del papa Juan Pablo II a Compostela (el pontífice polaco ha sido el primer obispo de Roma que hizo acto de presencia ante la tumba del apóstol).

De modo que la larga y dura caminata hasta la tumba jacobea puede ser entendida como una larga excursión deportiva y cultural o como una obra piadosa. Ambas opciones son perfectamente válidas, siempre que unos y otros respeten la conciencia de sus compañeros de viaje y procuren la preservación de los bienes —paisajísticos, artísticos y de atención al peregrino— prolijamente dispensados a lo largo del Camino.

Literatura jacobea

No hay causa sin propaganda, y en estas lides la Iglesia católica siempre ha ganado matrícula de honor. No bastaba con tener las reliquias completas (!) de un apóstol, había que forjarle una reputación milagrosa. Varios agiógrafos pergeñaron a grandes trazos la leyenda del hijo de Zebedeo. Nuño Alfonso y Pedro Gundesíndez, con la ayuda de los monjes franceses Hugo y Girard, novelaron —porque de una fábula piadosa se trata— la Historia Compostelana, escrita en los albores del siglo XII.

No obstante, mención especial por su contribución a la causa jacobea acreditan el franciscano italiano Jacobo da Voragine (1230-1293) y su Leyenda áurea, la más extensa colección de vidas de santos que jamás se haya escrito. Sobre los hechos del apóstol Santiago, da Voragine no ahorra detalles. Tras predicar en España, donde chocó contra el cerril paganismo de sus habitantes, el hijo de Zebedeo regresó a su Judea natal; allí convirtió a los magos Hermógenes y Fileto. Después usó los poderes con que Cristo le había investido para curar a un paralítico, portento que supuso la conversión de Josías, escriba fariseo. Celoso de su poder de convicción y tal como ocurriera con el maestro Jesús, el sumo sacerdote Abiathan denunció a Santiago ante Herodes Agripa, rey de Judea, quien ordenó la ejecución del apóstol. Degollado este, su cadáver fue abandonado fuera de la ciudad de Jerusalén, donde lo recogieron sus discípulos Teodoro y Atanasio. Los escaparon de Judea, embarcándose en un bajel enviado por la Providencia, sin piloto alguno, pero la mano de Dios rigió las corrientes marinas y los condujo sin contratiempo hasta Galicia. Como vemos, la historia coincide punto por punto con la leyenda jacobea antes mencionada. ¿Qué fue primero, la gallina o el huevo?

En resumidas cuentas: se trata de un relato ciertamente ingenuo para nuestra mentalidad positivista del siglo XXI, pero cuán convincente si contemplado desde la mentalidad del siglo IX, tan necesitada de providencialismos. Y es que hay un mito para cada época.

Las órdenes religiosas

En el siglo XI, Alfonso VI de Castilla (1040-1109) promovió el establecimiento en sus dominios —y muy especialmente en las comarcas por donde pasaba la ruta jacobea— de los monjes negros de la abadía de Cluny, así llamados por el color de su hábito. Eran estrictos seguidores de la regla de San Benito de Nursia, que dedicaba el mismo número de horas al trabajo y al estudio de los textos sagrados y dogmáticos («ora et labora», reza y trabaja).

Con el favor real, los monjes de Cluny (Francia) introdujeron en Castilla y León la liturgia latina, que vino a sustituir al rito mozárabe hispano (también llamada liturgia isidoriana, por haber sido su compendiador san Isidoro de Sevilla; hoy se oficia en ciertas ocasiones solemnes, a título testimonial, en Toledo y Salamanca). También se les debe la proliferación del arte románico a todo lo largo del camino, donde construyeron grandes iglesias de peregrinación, dotadas de girola (pasillo que rodea el presbiterio) y triforio (galerías superiores laterales) que permitían la fluida circulación de los fieles por el interior eclesial.

Entre la segunda mitad del siglo XII y los albores de la posterior centuria, una nueva orden benedictina reformada, los monjes del Císter tomaron el relevo de los religiosos cluniacenses (como los anteriores, eran de origen francés). Esta vez fueron Alfonso VII (1105-1157) y Alfonso VIII (1155-1214) los monarcas castellanos —castellanoleonés, en el caso del primero— que secundaron su establecimiento en España. La regla cisterciense pretendía el retorno a la pobreza absoluta que había distinguido a los primeros benedictinos. El trabajo físico y la oración llenaban las horas del monje. Los monasterios se fundaban en tierras incultas, que los propios religiosos convirtieron en feraces explotaciones agrícolas, contribuyendo así al desarrollo económico de las regiones donde moraban. Y en sus sobrios cenobios quedó plasmada la mística espiritualidad del primer arte gótico.

Cuestión de imagen

La iconografía de Santiago el Mayor varió de modo sustancial a lo largo de los siglos, a tenor de los hechos sucesivamente asociados al mayor de los hijos de Zebedeo. Las representaciones más antiguas se inclinaron por su papel original, el de apóstol de Cristo, y como tal aparece, cubierto por larga túnica y Evangelio en mano, en las magníficas labras de Saint-Sernin de Toulouse (Francia) y del Pórtico de la Gloria de la catedral compostelana (siglo XII).

A partir del siglo XII, tallistas y pintores optaron por identificar al apóstol con los propios peregrinos, y a modo de talismán lo ataviaron con los distintivos más usuales del penitente: sombrero de ala ancha con veneras (conchas) incrustadas, zurrón, calabaza y bordón (bastón). Así se le ve en la catedral vieja de Salamanca (siglo XII), en el retablo de la catedral de Solsona (siglo XIII) y en pinturas originales de Andrea Sansovino (siglos XV-XVI), Guido Reni (siglo XVI-XVII) y Rembrandt (siglo XVII).

La tercera versión iconográfica del Hijo del Trueno es la de Santiago Matamoros, ligada a los esfuerzos militares de la Reconquista, realizados al grito de «Santiago y cierra España». Santiago aparece como caballero cristiano que acomete a los moros en obras de la Alta Edad Media como las custodiadas en la iglesia de Santiago de Betanzos (A Coruña, siglo XV) y la capilla de Santiago de la catedral de Toledo (siglo XIV), y en lienzos de Francisco Ribalta (siglos XVI-XVII), Lucas Jordán (siglo XVII), Giambattista Tiépolo (siglo XVIII) y, mucho más recientemente, Salvador Dalí (1904-1989).