Una noche llegue al Hospital Pedro López, en el Estado de México, para acompañar a una persona que se quedo internada.

Atravesé sin poner atención la reja de la entrada y algunos pasillos, después de unas horas por fin pude poner atención a mi alrededor, me di cuenta que el hospital era algo extraño. Eran las 2 de la mañana y yo estaba esperando afuera del quirófano, en medio de un jardín cuadrado, con una fuente en el centro, grandes y frondosos árboles, y alrededor una construcción antigua, llena de arcos muy altos que contrastaban con las pequeñas puertas de madera vieja ubicadas en algunas paredes.

Decidí caminar para llegar al pasillo por donde había entrado, que era más bien como una calle larga, por donde entraba uno caminando, pero también las ambulancias y autos. Cuando llegué ahí, de un lado se veía la entrada principal, y del otro diferentes construcciones pequeñas que dejaban ver que correspondían a diferentes tiempos, pero no lograba ver el final de la construcción, ninguna pared ni ninguna reja o malla que delimitara el final del hospital, seguí caminando pero no lograba ver nada, sólo árboles enormes y pasto, finalmente tuve miedo de seguir adelante y perderme porque de verdad que no había nada, ni luz, ni paredes, nada, así que regresé al jardín en donde estaba, pensé en que era similar a una hacienda, a un pueblito de provincia o a una casa antigua.

Al siguiente día pude ver bien el espacio, era enorme, no logré nunca ver el final de la construcción, solo un terreno interminable lleno de árboles altos y diversas plantas, conforme pasaron las horas y los primeros días, empecé a recorrer el "hospital", encontrándome con una peluquería, un kinder, una tiendita, casas pequeñitas de un solo piso, una iglesia y un billar, cosa que se me hizo rarísimo, no lograba entender en dónde acababa el hospital y empezaba "el pueblo", no comprendía porque no habían paredes o rejas que definieran bien la zona que correspondía al hospital.

Y cuando estaba dentro del hospital, estaba todo aún más raro, las ventanas estaban muy altas y enrejadas, de hecho casi todo estaba enrejado. La zona donde estaban las enfermeras parecía una enorme cocina, con el techo muy alto y un espacio exageradamente grande. Las diferentes áreas del hospital, como trabajo social, oficinas, farmacia, etc., estaban separadas en diferentes casitas pequeñitas, casitas que eran como un cuadrado mediano en donde cabían dentro otros cuatro cuadrados pequeños, que eran sus pequeñitas habitaciones.

También puse atención a las dinámicas de la gente, habían varias personas muy viejitas deambulando siempre por ahí. En las mañanas, salían algunos muy temprano con huacales (cajas sencillas hechas con pedazos de madera), llenas de flores de calabaza, flores que aquí en México se comen y son muy ricas. Dichas flores eran muy frescas, y vistosas, yo supuse que eran para venderlas.

Algunas personas estaban en sillas de ruedas, todos de edad avanzada, deambulando por todos lados, como esperando algo pero sin prisa.

Como estuve varios días, durante gran parte de cada día, empecé a recorrer todos los lugares y a ir a comprar comida a la tiendita. Ahí, además de productos empacados, la viejita que la atendía, preparaba tortas para comer en el lugar. Sus clientes eran los mismos médicos y enfermeras del lugar así que decidí comer ahí un día, pedí mi torta y me senté a esperar mientras veía como la preparaba. Casi quede en shock cuando vi que la viejita usaba sus manos para voltear la carne que se estaba cociendo en un sartén con aceite hirviendo, volteé a ver a los médicos para ver si tenían alguna reacción ante la inminente quemadura de la señora... pero nadie hacia nada, la viejita no se quemaba, y los doctores seguían en su plática amena. Me comí mi torta perpleja de que a la señora no se le habían quemado las manos.

Otro día llegue al hospital y había un viejito en una entrada de una casita del hospital, junto a unas pocas escaleras, estaba sentado en su silla de ruedas con un grueso abrigo, gorra y lentes obscuros, a pleno rayo del fuertísimo sol de medio día. Yo no le puse mucha atención pero empecé a enojarme suponiendo que estaba ahí esperando a ser atendido y nadie se apuraba a atenderlo o al menos a ayudar a subir la silla y meterlo al hospital, para que no le diera el sol, entonces iba yo decidida a reclamarle a las enfermeras esa falta de consideración con los adultos mayores que estaban esperando durante largas horas no sé qué.

Es así como por fin le pregunté a una enfermera que ya había visto en días anteriores, por qué estaba el hospital tan raro, y por qué no atendían a la bola de viejitos en sillas de ruedas que todos los días andaban por ahí.

"Este fue el primer leprosario en México, y los señores que me dices no están esperando nada, aquí viven, y el sol no les afecta por que tienen lepra", me dijo.

Todo empezó a cobrar sentido, yo no estaba en un hospital, estaba en un leprosario, en donde también se daba servicio de hospital público, pero su labor principal era dar atención y un lugar donde vivir a los leprosos. La lepra es una enfermedad infecciosa crónica, no se sabe desde cuándo existe ya que se menciona desde la antigüedad. Es una enfermedad que ha sido estigmatizada, considerada como un castigo divino, y que en sus peores variantes deforma de manera atroz el cuerpo de quién la padece. En la actualidad se ha logrado crear una vacuna y encontrar una cura, que administrada a tiempo, evita los estragos físicos que llegan incluso a causar una discapacidad al destruir cartílagos, extremidades y ojos.

La enfermera me contó sórdidos detalles e historias de los internos, me contó la historia de la viejita que metió las manos al aceite, ella fue llevada ahí por sus padres cuando sólo tenía 6 años de edad, la dejaron ahí, solita... no se conocía más remedio que el destierro. Fue algo horrible, los padres de la niña eran ricos, dueños de grandes haciendas que había cerca, pero nada pudo comprar una cura, y se vieron en la necesidad, como tantos otros, de abandonar ahí a su niña, para no contagiarse ni ver los estragos de la enfermedad en su pequeña hija.

Ellos, los leprosos, tuvieron que aprender a vivir a fuerza ahí, abandonados por su familia, por sus seres queridos, por sus sueños, por su vida cotidiana, y aprender a edificar su vida en medio de las 34 hectáreas que conforman el leprosario, en donde la pared que los separa del resto del pueblo se llama estigma. Entendí por que no habían paredes, no se necesitan cuando el miedo y el rechazo imperan en los de afuera, y el dolor y la soledad arraigan al aislamiento a los de adentro.

No todo fue desgraciado, uno aprende a transitar el infierno, por eso había adentro iglesia, billar, peluquería, etc. Se construyeron su vida dentro del espacio sin paredes, se casaron, tuvieron hijos, encontraron nuevos trabajos como cultivar verduras (flores de calabaza entre otras cosas), reían y lloraban al igual que todos, pero sabiéndose solos y despreciados, es ahí cuando cobra sentido el concepto de que la felicidad es una decisión independiente de las circunstancias. Y el desafío fue aprender a perder, porque aún cuando ya no te queda nada material, ni nadie amado, a ellos les tocó ir perdiendo "su vida en pedacitos".