Esmenda Doralisa. 84 años. Lima, Perú. Labios debidamente pintados, cabello tinturado —ni una cana a la vista—, cejas perfectas. Perfil elaborado a partir de la entrevista hecha a su nieta, Paola Martínez, en Barcelona, a mayo del 2017.

Cuenta mi abuela que cuando era niña, o adolescente, vio una mosca. Vio que la mosca se paró sobre una caca de perro, y que luego voló hacia el patio de la casa. Vio cómo esa misma mosca, entre toda la ropa tendida, escogió precisamente su calzón para posar sus patas sucias. Quedó traumada, y desde entonces piensa que en cualquiera de sus calzones pudo haberse posado algún insecto, mientras ella no veía. Como solución, porque era un asunto que la perturbaba profundamente, inventó el mecanismo de la plancha. Supuso que de la misma forma en la que las bacterias y los bichos son eliminados cuando tú pones algo a hervir, asimismo el calor de la plancha desinfectaría los calzones al pasarla, humeante, sobre ellos.

«Pues ella hace eso. Ella piensa que cuando nosotras planchamos la ropa interior, si se para una mosca ya no te va a pasar nada en tus partes íntimas. Es decir, no vas a tener ninguna infección, ¡por lo menos ninguna producida por las patas de una mosca!».

Igual ella siempre ha sido muy cuidadosa con la ropa.

«Tiene 84 años y sigue lavando su ropa a mano. Lo que no lava a mano son las sábanas, las toallas, esas cosas que son más pesadas, pero todo lo demás sí, porque dice que la lavadora le gasta su ropa. Y yo no me veo con ese ánimo: yo, a mis treinta y pocos años. ¡Yo no sé cómo ella hace! Otra cosa muy chistosa es que, cuando está lavando, veo sus sostenedores y a todos les pone… ¿Sabes en la parte del medio del sostenedor?...Ella es costurera, de siempre, de toda la vida. A todos les pone un adorno allí, puede ser una flor de tela, un lacito, algo que vaya de acuerdo con el color del sostenedor, porque le da rabia que no encuentra sostenedores bonitos para su tamaño, porque tiene muchos pechos; los encuentra muy simples. Y yo le digo: ¿pero usted para qué lo quiere?, ¿a quién se lo va a enseñar? Pero ella dice que le gusta, que la hace sentir bien estar con su flor en el pecho».

Es allí, en medio, donde esconde las llaves de su habitación. Vive sola, con mi primo, de poco más de veinte años, pero aun así ella conserva su costumbre. Cuando sale, cierra con llave y la esconde entre sus pechos, sin importar el roce, el óxido, la sudoración; lo mismo con las llaves de su armario. Lo deja todo protegido, a salvo del polvo y los fisgones. De niñas, su cuarto prohibido, lleno de joyas y accesorios, ejercía sobre nosotras una gran fascinación. La mirábamos arreglarse, aprendíamos, la admirábamos. Un poco de perfume para ti, otro tanto para mí. Y maquillarnos, mirarnos en su tocador, nos hacía sentir más grandes, más bellas. ¿A cuál, de todas nosotras, dejaría su herencia...?

Pero ya no le queda nada de oro ni de plata. Ya lo regaló, lo vendió, lo que sea. Lo que tiene es bisutería, «pero ella dice que se le estropea si no la cuida bien. Entonces la tiene siempre bien guardada. La envuelve en un montón de papeles, dentro de una cajonera, de esas cajoneras antiguas, y las dos de arriba tienen llave también. Claro, allí guarda todas sus cosas, que no le gusta que le cojan, porque allí van mis hermanas, que son niñas todavía, y le cogen a veces, por ponerse, por mirarse y tal. Y lo esconde, sí. No hay nada que no lo esconda».

De joven no escondía tanto como ahora.

«Ahora lo hace más. Yo creo que es por la edad. Cuando nos hacemos mayores tenemos más manías, y a ella se le ha dado por cuidar todo; le gusta que todo lo que tiene parezca nuevo».

En cambio, lo que sí veía cuando era niña era que se la pasaba siempre renegando, porque quería que todo fuera a su manera.

«¡Ah! Una cosa muy chistosa. Tendría yo unos diez años y me hizo una faja con una tela muy rara, para que se me empezara a formar mi cuerpo, cintura y tal. Quería que fuera así todos los días a la escuela, y yo no quería ir a la escuela con eso, porque en mi país la blusa que se usaba para el uniforme era blanca, y la faja se me transparentaba. Yo no quería saber nada de eso, y además me ajustaba, me envolvía como si yo fuera una momia, en la parte del abdomen y tal (…) Y ella me decía: es que pronto te va a llegar el desarrollo y tienes que empezar a tener cintura. ¡Odiaba tanto la faja! Porque era una cosa que no me podía sentar. Claro, iba a la escuela, quería jugar, quería hacer cosas a la hora de la pausa y no podía porque llevaba faja. Entonces yo iba al baño y me la quitaba, y la guardaba en la mochila, o así, pero el problema es que luego yo no me la podía poner sola, y alguna vez ella me había pillado, porque me revisaba si traía la faja. Me decía: ¿llevas la faja? Y yo le respondía: no, es que me la he quitado porque me estaba picando. No, es que te la tienes que poner —insistía—. Luego me vas a agradecer. Si no lo estuviera haciendo, después me dirías, cuando seas mayor: ¡Qué mala la Mamita, que no me hizo tener cintura!».

Sí, todos los nietos le decimos Mamita.

«Bueno, porque su nombre es muy raro. Ella es Esmenda Doralisa. ¡Quién va a decirle eso! Mamita Mela, le decimos. La queremos mucho, todos, porque ella es muy buena. No es de las típicas abuelas que te hacen cariños, que te abrazan, te dan un beso y así. Ella demuestra su afecto de otra forma, ¿sabes? Viendo lo que tú puedes necesitar, ella te lo hace, te lo compra».

¡Siempre está pendiente! Pregunta con qué color de pantalón vas a combinar tal camisa, o si los zapatos que llevas están bien embetunados —le gusta que estén como un espejo—.

«Se fija mucho en los detalles. Nadie se va a dar cuenta, más que ella, de que el zapato no está brillante, pero trata de ayudar. A mi madre, cuando la ve que tiene pocas camisas, así, para variar, le compra».

Nosotros le decimos: «Mamita, es que usted ve todo, y ella responde: ¡Pa’ eso me han hecho estas cosas —sus lentes—, para mirar. ¡Yo quiero mirar!».

Debe ser por eso que «a ella, cuando voy, le gusta que le enseñe fotos de cómo son las ciudades. Ella dice: Ay, si yo estuviera por allá estaría siempre paseando, estaría mirando cómo se viste la gente, hubiera ido a aprender, porque a mí me gusta mirar. Y siempre es de las personas que tú le dices: vamos a tal sitio, y dice: ¡Vamos! Ella siempre viene, siempre (…). A ver, sí que es cierto que se cansa más que antes, pero para la edad que tiene va para todos lados: va, viene, cocina, hace, vuelve a venir. ¡En dos minutos está lista!», aunque a veces está en una habitación y se le olvidan los lentes en la otra, «y entonces te pide que le pintes las cejas, porque ya no ve sin los lentes».

Quizá también sea por eso que no me pide que me devuelva, para que yo vea todo lo que ella no pudo ver. Sí me echa de menos, obviamente, pero está muy acostumbrada; tenemos mucha familia fuera.

«Ella dice: ¿y pa’ qué vas a volver? No, no, no, mejor que estés por allá. ¡Paséate bien! Tú no te preocupes de nada, todavía no tengas hijos; tú paséate todo lo que puedas pasearte».

Ella es así, medio aventurera, medio liberada. Bueno, «depende de con quién habla, porque si habla con una que está soltera siempre le dice: ¡Ah, tienes que aprovechar! Si uno se te lanza pero no te gusta tanto, tú prueba, igual después te gusta. Tú ve a bailar, ve a gozar».

Pero si estás ya con pareja, te dice que «tienes que estar siempre bien arreglada porque si no va a venir otra y te va a quitar el marido, que tienes que atenderlo bien. Ella se enfada mucho con las chicas que están todo el día en la calle, pintadas y tal, pero que en la casa no hacen nada», aunque tampoco es de las que piensa que si uno ya se casó tiene que aguantar, sino que está de acuerdo con que se separe. Tiene sus contradicciones, como todas las abuelas.

Lo mejor es que «ella no ha sufrido ni se ha acongojado por ninguno» de sus tres maridos. Y eso que ha enviudado de los tres, pero se ha sabido reponer. Del primero, hacía ya muchos años que se había casado con otra mujer, así que yo no me acuerdo ni siquiera si fue o no al velorio.

«Del tercero, que fue el segundo que se murió, de él sí que lo llevó un poco peor, porque había pasado casi toda la vida a su lado, pero aparte del día del entierro nunca la vi llorar ni nada. Tampoco es de las que guardó luto, vestirse de negro y tal. Creo que estuvo así como un mes y nada más. Y después, el último que se murió fue el padre de mi madre, y ni siquiera fue al velorio ni al entierro ni nada. Mi abuela dijo: Yo pa’ qué voy a ir, si este tenía un montón de mujeres. ¡Ni que yo fuera una vieja cojuda! Es muy orgullosa, porque él la engañó y nunca la ayudó en nada; no fue un buen padre. Entonces para ella se murió ese marido pero fue como si se hubiera muerto una mosca», una de esas moscas grandes y feas de las que tanto huía.

Es que «ella es súper práctica. Nosotras —la nueva generación, las que crecimos con telenovelas— somos más sentimentales, pero ella no se hace ningún problema de nada», quizá porque tuvo una infancia más difícil. A los tres años quedó huérfana de madre y se quedó sola con el papá, y con su hermanita de dos años.

Mi abuela cuenta que su padre tenía que trabajar todo el día, porque era sastre —fue él quien le enseñó a coser, quien le heredaría, a través de este oficio, el arte de sobrevivir; y así sería como ella habría de ganarse la vida: cosiendo, primero por necesidad y luego por gusto—. Ella cuenta que su padre tenía que dejarla en casa de unas tías, y que las tías eran malas, que la hacían limpiar y tal, y que no le daban de comer.

«Me acuerdo que ella siempre decía que sufrió mucho su niñez, porque al ser huérfana de madre no tenía quién la cuidara. Me imagino que por eso se hizo una mujer dura».

Pero es cierto eso que dicen, que uno con los años se va enterneciendo, aniñando, empequeñeciendo. Ella siempre ha sido pequeña de estatura, pero cada vez que voy la veo aún más bajita. Ya está muy mayor y, como tiene tanto pecho, sufre mucho de dolores de espalda.

Este año yo la he visto, yo he ido en febrero, y quizá esa es una de las cosas que peor llevo de estar lejos, el ver «que ella envejece tanto de una vez a la otra que voy. Lo que me sorprende es que físicamente yo la veo mucho más acabada, pero su espíritu no cambia. Sigue siendo la misma persona que yo tengo en mi recuerdo antes de irme, de mucho antes, de cuando era niña (…). Lo que hace gracia en ella es que, a sus ochenta y pico de años, sigue teniendo el mismo espíritu de cuidarse, de pintarse, de salir siempre. Le gusta, por ejemplo, combinar el color de su bolso con el color de sus zapatos. Entonces no le gusta que alguien salga, yo qué sé, con el zapato rojo y el bolso negro. Para ella: zapato rojo, bolso rojo. Zapato negro, bolso negro. Sí, antes era así, y ella se ha quedado con eso. Yo le explico: Mamita, ahora también se usa llevar combinaciones. Tú no te fíes de lo de ahora —me dice—. Fíate de mí, que los antiguos sabemos por qué hacemos las cosas».

Lo que cambia es lo de afuera, no el espíritu. Ni el olor. Sigue oliendo a ella, a boleros, a años de costura, a cremas de abuela y a ese aroma —aceitoso, terroso, vegetal, indescriptible— de los labiales de antes. Nunca sale a la calle sin haberse pintado los labios, ni siquiera para sacar la basura. ¡Es muy vanidosa!

«Le gusta estar con su pelo pintado, y aún se echa colorete en las mejillas. Se pinta las cejas y le gusta ir con los labios del color de la moda. Si este año se pone de moda el rojo, ella quiere un lápiz labial rojo. Si el próximo año se usa el rosado, ella quiere rosado. Yo lo sé porque nos lo pide a mí y a mi prima. Ay, es que ahora está de moda este color aquí —nos dice—, para que cuando vengan me lo traigan. Ella pide, y nosotras le mandamos siempre. Le gusta cuando ve algo que sea moderno, de belleza. Pregunta: ¿y eso cómo es?, ¿Y yo me lo puedo poner?».

Fue así como descubrió, por ejemplo, las bandas de cera depilatoria, que se convirtieron en uno de sus encargos infaltables.

«Ella no es la típica abuela. Ella nunca te va a pedir algo para su casa. Siempre te va a pedir perfumes, joyas, o para maquillarse, cremas para su cara».

Una vez nos pidió que para su cumpleaños le regaláramos entradas para ir a ver a Marc Anthony, a su ‘flaco’, como lo llama ella. Hoy en día la gente va como sea a un concierto, pero «ella se fue como las antiguas. Se fue como si hubiera ido a la ópera o algo así. No sé, creería que iba a conquistar a Marc Anthony, no lo entiendo, porque se fue muy arreglada, ¡pero mucho! Y tampoco es que le hubiéramos comprado en primera fila, pero ella parecía que iba a la mejor de todas las entradas».

La acompañó mi tío, el menor, porque no la podíamos dejar ir sola, y luego él nos contó que ella no quiso quedarse a ver al siguiente cantante. «Y le preguntamos: ¿pero por qué no se quedó hasta el último? Yo solo quería ver a ese chico guapo —nos dijo—, yo no vine a ver a los demás».

Siempre le ha gustado mucho la música, el baile.

«Una vez, en Estados Unidos, fuimos a la playa y se nos perdió. La estábamos buscando cuando, de repente, nos giramos y vimos que estaba trepada en un palo, como en un poste de luz. Abuela, ¿dónde estaba? Tenía como 70 años, más o menos, pero ella se subió, no sé cómo, para ver un concierto que había del otro lado, un concierto de Willie Colón. Fuimos a decirle: pero Mamita, ¿por qué?, la estábamos buscando, estábamos muy preocupados. ¡Ah, yo no me voy a perder esto!, nos respondió. ¡Pero se ha podido caer! Ah, pues si me caía ya me moría feliz porque he estado mirando el concierto».

Lo curioso es que nosotras, sus nietas, tenemos algo suyo. Nos gusta salir, la vida, la coquetería. Todas mis primas y yo «tenemos las cosas de ella en ese aspecto, que nos gusta cuidarnos, nos pintamos, nos gusta vestirnos y tal. Aunque las de Estados Unidos no han crecido con ella, son iguales en ese sentido. Es como genético».

Y bueno, también nos transmitió sus manías, su instinto, ese raro olfato para saber diferenciar a las que ella llama las “personas correctas” de las que se quieren aprovechar. De generación en generación también pasó la historia de esa mosca primera que se posó en su calzón, así como la costumbre de planchar la ropa íntima, oficio que habría de convertirse en una tradición familiar. Mi abuela todavía lo hace, y todavía le dice a la gente que lo haga.

«Lo curioso es que ella no es de las obsesionadas por plancharlo todo, pero los calzones no deja de plancharlos nunca». Durante años, de hecho, yo también me dediqué a plancharlos con rigor, hasta que me dije: ¡pero qué estoy haciendo! Eso sí, me quedó la obsesión de nunca tender la ropa interior al revés; siempre la tiendo al derecho. Así, la parte que da para mi cuerpo queda protegida, hacia adentro. Sé que parece una tontería, pero tampoco me cuesta nada hacerlo. Es solo una medida preventiva, ¡por si las moscas!