Iniciada el 28 de julio de 1914 y concluida el 11 de noviembre de 1918, hoy hace un siglo estaba en desarrollo la Primera Guerra Mundial, desplazadas las principales acciones hacia el este, ya en los meses cercanos de la toma del poder en el Imperio Ruso por parte de las fuerzas bolcheviques lideradas por Lenin. Aunque su escenario era Europa, se había convertido en mundial desde que EE.UU. y Japón se sumaron al conflicto, en apoyo a la coalición -la célebre Triple Entente- conformada al principio por el Reino Unido, Francia y el Imperio ruso; sus adversarios eran los miembros de la Triple Alianza, es decir, el Imperio alemán y el Austro-Húngaro más Italia, que después cambió de bando.

Aunque de causas múltiples, cabe recordar que su detonante fue el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa Sofía Choek, exactamente un mes antes, el 28 de junio de 1914, en Sarajevo, capital de Bosnia-Herzegovina, por entonces provincia del imperio Austro-Húngaro. El crimen lo perpetró Gavrilo Princip, un nacionalista bosnio de origen serbio, partidario de quienes deseaban la adhesión al Reino de Serbia tanto de esta provincia, como de otros territorios habitados por los denominados eslavos del sur. En realidad, los conflictos entre las naciones involucradas estaban latentes desde hacía mucho antes, y la acción de Princip fue la chispa que encendió la hoguera. Ese fue el motivo, largamente esperado por las autoridades austro-húngaras, para abalanzarse sobre la pequeña pero apetecida Serbia.

Si el impacto de la onda expansiva del magnicidio y la subsecuente invasión se sintieron con inusitada fuerza en toda Europa, cabe imaginar con cuánta intensidad se percibió a tan solo 250 km de Sarajevo. Ahí, en un villorrio de apenas 32 casas llamado Mrčevo, no muy lejos de la costa adriática y en el territorio de la actual Croacia, la bucólica cotidianidad rural llegó a su fin, al igual que en otros pueblitos vecinos.

Para entonces, cerca de cumplir 22 años de edad, vivía ahí un muchacho llamado Pasko Hilje Vuleša; enjuto de carnes pero vigoroso, medía 1,71 m de estatura. Huérfano de madre desde cinco años antes, era el segundo de una prole que completaban el hermano mayor Niko, que había emigrado hacia California en 1910 -al parecer, estimulado por coterráneos ya establecidos allá-, así como tres hermanas (Jele, Kate y Marela) y dos hermanos (Ivo y Luko), la mayor de 19 años y el menor de nueve años; otros tres (el primer Luko, Ane y Pero) habían muerto en su infancia. Solidarios, todos colaboraban en las faenas diarias de atender los animales domésticos, que mantenían en un establo contiguo a la casa, así como los pequeños predios con hortalizas, vides y olivos que acrecentaban el escaso verdor natural de ese entorno, tan calcáreo y árido.

Sin embargo, Pasko dedicaba la mayor parte de su tiempo a ayudar a su padre Niko en la construcción de casas, así como en otras obras de albañilería, tanto en Mrčevo como en pueblos cercanos, como Kliševo, Gromača, Ljubač, Mravinjac, Majkovi y Orašac. Como una muestra de su habilidad de artesano, el dintel de la puerta de la pequeña iglesia de su pueblo está adornado con una estilizada, bella e impecable roseta, de unos 60 cm de diámetro. Brotada de su ordenada mente y su diestra mano, revela la proverbial actitud perfeccionista con que emprendía y culminaba sus trabajos. Data de 1913, el año previo a la conflagración.

Ahora bien, por insignificante que fuera Mrčevo, no se libraría del conflicto bélico. Las noticias eran ominosas, y pronto empezaría la conscripción. Así que, un infausto día, ignoro si mediante un telegrama o el tétrico llamado de algún emisario militar a la puerta de su casa, le fue notificado que debía ir a la guerra.

Con sus grandes manos, ya maltratadas de dar mazazos para cincelar las piedras, que adhería entre sí con argamasa para levantar paredes, tras ser reclutado escribió unos versos que solía canturrear a Kate, su primera novia. Tan marcados quedaron en la tradición oral de la familia, que la noche de bienvenida en mi primer viaje a Mrčevo, en 2001, la prima hermana Tereza los recitó durante la cena, como si hubieran sido escritos ayer, y no hacía 87 años. Decían así:

U Seminu kad sam ispod Laka
Tad sam gledao puno ðevojaka
Ta mašina, nesretna i jaka
Pa je puno odvela momaka
Rastavila sve od ðevojaka

En la traducción al español, que hice después de que mi prima segunda Ana los convirtiera al inglés -cabe indicar que Semin y Laka son cerros contiguos, ubicados en las montañas en cuyas estribaciones se encuentra Mrčevo-, dichas rimas significan lo siguiente:

En Semin, cuando estaba bajo el Laka,
yo veía a tantas muchachas.
Esa arma, miserable y poderosa,
se llevó a muchos muchachos
y los separó de sus muchachas

Y un día, después de ser sometido al adiestramiento militar pertinente -tenía una puntería certera, de tanto tirar con la carabina las piezas de cacería que en la primavera y el verano enriquecían la pobre dieta familiar- él debió partir, ahora sí, lejos de su gente y de su amada Kate, con otros jóvenes coterráneos. Se enrumbaban hacia la incertidumbre y el dolor.

Iba obligado a defender los intereses de dos potencias imperiales que, en realidad, le eran muy ajenas, como sucede en casi todas las guerras; él tenía más que claro que lo forzaban a defender una causa con la que no se identificaba, pero lo hacía bajo amenaza de prisión y severos castigos. De hecho, apenas dos semanas después de concluida la guerra, los croatas se sumarían a los eslovenos y los bosnios para, junto a Serbia -que ya contenía a Macedonia- conformar el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos. Es decir, seis entidades político-administrativas (Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina y Montenegro) unidas bajo el nombre de Yugoeslavia, totalmente independientes de los dos imperios derrotados en la guerra.

En realidad, conocemos muy poco, casi nada, de la vida de Pasko a partir de entonces. Ignoramos las fechas de su partida y su regreso, así como su periplo exacto. Se sabe que en un tiempo fue enviado al Tirol, al norte de Italia, y en otro momento estuvo en las bocas del Cátaro -golfo de Kotor-, en el límite entre Croacia y Montenegro, lo que hace suponer que le correspondió actuar en una región muy amplia. Cuentan mis hermanos -soy el menor, y no atestigüé eso- que aborrecía la remolacha, pues les tocó consumirla todos los días por seis meses, y que, sedientos, a veces debían beber el agua acumulada donde los caballos horadaban el suelo con sus cascos.

Pero, sobre todo, debió enfrentarse al grave dilema de matar o morir, y en luchas cuerpo a cuerpo no le quedó más recurso que la bayoneta calada para salir con vida. Contaba él que, en tan absurda guerra, algunos compañeros deseaban que los hirieran para que, después de recuperarse en los hospitales de campaña, los eximieran de volver a las trincheras. Por fortuna, a diferencia de los casi 18 millones de personas que murieron -tanto militares como civiles-, Pasko salió ileso aunque, de seguro, con el ánimo muy maltrecho.

Retornó a su amado Mrčevo a hacer lo que siempre había hecho: trabajar. Desconozco si, cansada de esperar, Kate había tomado otros rumbos afectivos. Pero su vida sentimental se llenaría con la presencia de Mare Dupčić, una linda muchacha de su edad que vivía muy cerca de su casa, con quien se casaría a inicios de 1920. Tristemente, la felicidad duró muy poco pues, al dar a luz, Mare moriría ese mismo año, al igual que la primogénita Kate poco después.

No debe ser nada sencillo cargar en el alma con el dolor de ver morir o sufrir a tantos camaradas, en una guerra tan devastadora y, tras de eso, ver desplomarse la ilusión de construir una familia, segada por la muerte de su esposa e hija. Y, para peores, con el tiempo recrudecerían las intestinas e interminables guerras balcánicas, que nada bueno hacían presagiar.

Fue entonces cuando, ya atraído por Niko desde California, el anuncio de un nuevo reclutamiento lo indujo a abandonar su patria. Con un primo y un amigo -quienes tiempo después se arrepentirían-, de manera clandestina cruzó el mar Adriático y recaló en Italia, para tratar de llegar a EE.UU., pero le fue imposible conseguir una visa. Entonces alguien le recomendó que se estableciera en Argentina, donde había muchos croatas -aunque no conocía a ninguno allá-, y que años después intentara conseguir la ansiada visa a EE.UU.

No obstante, cuando el barco en que viajaba atracó en Puerto Limón, en la costa caribeña de Costa Rica, el 24 de abril de 1924, le comentaron que a inicios de marzo había habido un fuerte terremoto -el de San Casimiro- en el Valle Central. Al instante, captó que, ante un futuro totalmente incierto, y escaso de ahorros, lo más sensato era desembarcar.

Instalado en San José, y después en Naranjo, volvió a hacer lo que siempre había hecho: trabajar. En San José, con el apoyo del catalán Gerardo Rovira empezó a laborar en la construcción del suntuoso Club Unión. Después Rovira lo llevó al rural y cafetalero Naranjo -en la provincia de Alajuela-, para edificar la nueva iglesia, pues la anterior había sido destruida por el terremoto de 1924. Tal era la calidad de sus trabajos, que su jefe le encomendaría algunas tareas de maestro de obras, como lo hizo años después en el precioso Castillo del Moro, en la capital.

Para 1929 la iglesia estaba inaugurada y Pasko casado, pues se había enamorado de Carmen Quirós Rodríguez, una bella muchacha de apenas 19 años, que vivía a un costado de la iglesia. Para entonces ya se había ganado el cariño de la gente y, aunque tuvo pocos amigos íntimos, fue invariable en sus afectos. Hombre de gran temple y profundos valores, así como sin vicios -salvo el de fumar, que después abandonaría-, se entregó por completo a su amada familia, compuesta por seis varones y cinco mujeres, quienes llenamos su vida de alegrías y satisfacciones.

Aunque no le gustaba hablar de la guerra, años después seguiría muy de cerca los sucesos diarios de la Segunda Guerra Mundial. Cuentan mis hermanos que, concluido el conflicto, un día recibió una carta de su familia. Se alejó, la leyó a solas, y lloró de manera desconsolada, él, que de recio nunca lloraba. Contenía noticias desgarradoras, con un tremendo saldo de dolor y angustia. De varias maneras, esa guerra marcó a su patria y su familia. Lo más grave fue el fusilamiento de su cuñado Ivo Ivankovic, que dejó viuda a su hermana Marela, con cinco hijos pequeños.

Pero las penas no cedían. Habían transcurrido apenas cinco años, cuando a inicios de 1948, la paz de nuestro país empezó a perderse. Se cernieron densos nubarrones en el horizonte, y ya el 12 de marzo los primeros disparos y muertes -no muy lejos de Naranjo- anunciaron que había estallado una guerra civil, que en algunas familias dejó heridas tan hondas, que aún no cicatrizan.

Conocedor de las miserias que provocan las guerras, y enterado de que en la familia de mi madre había miembros de los bandos políticos en pugna, expresó su neutralidad de una manera muy sui géneris. Pidió que compraran tela azul, blanca y roja, trazó en un papel la bandera de su patria, le solicitó a mi madre que cortara las respectivas franjas y las cosiera, y que en medio pegara una gran estrella roja. En un artículo de hace unos años, intitulado La bandera que nunca ondeó, escribí que él visualizaba que con esa especie de ínsula yugoeslava en medio de la provincia de Alajuela pondría a salvo a su familia. Pero pronto lo disuadieron de que ninguno de los contendientes tenía la más leve idea de dónde era esa bandera, ni del significado de su acto. Era abril de 1948 y, por fortuna -tras unos 40 días de enfrentamientos armados-, el fin del conflicto estaba cerca, todo lo cual lo hizo abortar de tan particular idea antibélica.

Reconquistada la paz, vendrían mejores días, al punto de que el 1° de diciembre el líder vencedor en la guerra, juicioso y prudente, se despojaba del aparato militar, que podía garantizarle su permanencia en el poder. Se trataba de José Figueres Ferrer, empresario agrícola de padres catalanes, quien abolió el ejército para siempre. Y, aunque en 1955 hubo un resurgimiento de las acciones bélicas, esto no duró mucho tiempo. De ahí en adelante todo sería paz.

En Naranjo, Pasko se dedicó a la construcción de varios edificios, y sobre todo de escuelas. Pero, después, ante la ausencia de trabajo, y convencido de que sus hijos debíamos emprender estudios universitarios, en 1956 decidió que la familia se trasladara a la capital, donde él laboraría en innumerables construcciones. Nunca lo vimos descansar, ni tomar vacaciones. Por el contrario, incluso dedicaba algunos fines de semana a elaborar imágenes para tumbas, por encargo; a la entrada del cementerio de Naranjo hay una efigie del Corazón de Jesús hecha por él, y varias tumbas están adornadas con imágenes religiosas. Tristemente, nunca volvió a su tierra, pues lo poco que ahorraba lo destinaba al bienestar de su familia, al anhelo de construir su propia casa -que no pudo concretar- y al preciado sueño de ver a sus hijos convertidos en profesionales.

Ese fue mi padre, quien falleció en 1967, a los 75 años, víctima de un cáncer pulmonar. Audaz, determinado, valiente y de carácter enérgico, era reservado en sus juicios. Responsable y exigente en todo. Humilde y frugal en sus hábitos. Poco expresivo, así como parco de abrazos y besos, era amoroso en el cuido de su esposa e hijos, a la vez que riguroso en nuestra formación.

En fin, un hombre que en su travesía vital soportó una guerra horriblemente cruenta y que, muy lejos de su amado terruño, halló un remanso de paz llamado Costa Rica, con el que se topó de manera providencial y fortuita gracias a un terremoto. Un ser humano bueno y ejemplar, cuya memoria y legado son una fuente permanente de enseñanzas, que orientan mis pasos cada día.