Siendo bilingüe y con una afinidad particular por lenguas distantes entre sí, decidí emprender un viaje a un pueblo de Francia. Pau, ubicado en una región que pronunciada en francés me remite más bien a una región en Italia. Recorro casi 24 horas en bus para encontrar a una persona que admiro precisamente por transitar entre el inglés, el castellano, el francés y el chino –lenguas que me fascinan– y, sobre todo, por ser cuadrilingüe de una manera peculiar.

Yo también crecí bilingüe

Soy bilingüe mas no me educaron bilingüe, por lo que en mi entorno ser monolingüe era la norma y yo un tipo raro. Hasta ahora soy raro, por mi apariencia difícil de identificar como alemán o peruano. Así puedo –según el contexto– pasar por chileno o incluso por mezcla poco frecuente, como filipino-italiano fuera de su contexto. Ser de aquí, pero hablar perfectamente como uno de allá resulta extraño a personas que desconocen la condición bilingüe. Hasta produce desconfianza en ellas. En un sencillo small talk saco de cuadro a menudo a mi interlocutor cuando me pregunta:

«¿Cuántos años llevas en mi país?»
«Dos años».
«¡¿Pero hablas como un nativo!?»
«Es que crecí entre países».

Hay quienes intentan continuar el hilo preguntando por los colegios más conocidos o por el apellido. Pero nada, no pertenezco a la clase de niños educados de manera bilingüe. A veces queda poco en común, otras extiendo la conversación sobre las lenguas hasta dilatar el tiempo y acabar en aquel país donde convergen el chino, el khmer y el sánscrito, pero en el que muchos sólo pasan vacaciones baratas y vulgares.

Las lenguas, además de tema para el small talk sobre variantes dialectales, también permiten levantar muros, construir ambientes íntimos en medio de lo público. Es así como Elias Canetti en La lengua salvada (Die Gerettete Zunge, 1977, primer tomo de los tres que componen su biografía), describe cómo a través de la alternancia entre lenguas sus padres lo excluían de las conversaciones más íntimas. Así, dicha lengua en la que él también escribiría luego, se convirtió en su lengua de la intimidad. La misma empero en la que recibían órdenes los capos y detenidos de los campos de concentración nazi.

Las lenguas abren puertas a nuevos mundos

Así rezan eslóganes para vender cursos de idioma, pero a mí esto me ocurre también literalmente mientras duermo. A menudo en sueños, cuando entretejo lo recién aprendido con las estructuras neuronales estables, sueño con transitar de un ambiente en Europa a otro en América, cruzando a pie de la cocina en Fráncfort al dormitorio en Lima. Ese encontrarse con un pie aquí y con el otro allá llega a veces a desgarrarme, metafóricamente, claro. Si a ese desgarramiento entre las lenguas se suma una experiencia traumática, como la de Primo Levi –por ir a un extremo– , quien sobrevivió al campo de concentración de Monowitz, podemos sumergirnos en una reflexión obsesiva sobre la lengua.

Tal como ocurre en la vasta obra de Levi. En Los hundidos y los salvados (I sommersi e i salvati, 1986), él plantea la cuestión sobre si acaso hubo un lenguaje propio de los campos de concentración. Es decir, sobre el lenguaje para designar lo innombrable y sobre la escasa posibilidad de que hubiera alguien que tuviera ese choque entre lenguas en medio del exterminio como lengua nativa. En efecto, Levi cita el caso de un niño nacido en dicho campo, huérfano al poco tiempo, carente de una lengua materna y expuesto a la violencia –también lingüística– y que designa cada objeto o función de acuerdo al dominio aberrado sobre tales en un caos de fragmentos de lenguas preocupadas por aniquilar o sobrevivir.

El bus se detiene, debo hacer un transbordo en París. Mientras bajan y suben estudiantes, jubilados, familias, gente de todas partes, me quedo pensando en mi sueño de tener hijos y que éstos crezcan con lenguas distintas y distantes, pero no entre ellas, como yo. El bus se aleja de la gran metrópolis y me acerca a la persona que deseo entrevistar, el paisaje va cambiando, los campos verdes se llenan de maíz y de vacas con becerros. Finalmente doy con la persona que ha accedido a mi entrevista.

Ella es periodista y escritora, nacida en Perú, educada en un colegio francés en Lima y migrada a Pekín siendo apenas adolescente. Habiendo estudiado en Nueva York se dedica a escribir en inglés sobre material recogido en chino. Sus textos comparte con poetas y en chino, con los amigos y la familia se comunica además en castellano y francés. Son demasiadas lenguas, siendo el chino la más distante, sólo lingüísticamente hablando, pues para Isolda Morillo es la lengua en la que expresa lo íntimo. Mi peregrinaje termina aquí, sobre una loma a pocos pasos de la casa donde me siento con Isolda a compartir un cigarrillo de marca japonesa junto a una fuente de agua puesta para quienes recorren ese camino para llegar a Santiago de Compostela.

Me es difícil llegar a comprenderla, no por la fluidez de sus cuatro lenguas, sino por esa experiencia suya que me resulta doblemente compleja. Me cohíbo de hacerle las preguntas estándar del lingüista aprendiz y la dejo contarme su relato publicado recientemente en chino: El amante ideal (理想情人, 2016). Me lo imagino, traducido al alemán; me imagino a la niña trasladada a China y que mira las estrellas desde aquel otro planeta. Recuerdo correr tras mi madre a los tres años de edad al percatarme que no comprendo a nadie en ese nido en que me ha puesto y cuya puerta roja se cierra ahora sólo para mi. En vano corro para traspasarla. Soy yo ahora la estrella fugaz que se extingue en un parpadeo volando a 8.000 km/h al ingresar a la atmósfera de aquel pueblo calmado. Isolda me enseña que los anhelos de acumular textos, lenguas o pasaportes tampoco nos acercan a la experiencia única de, por ejemplo, hurtar una coronta de choclo –como en Perú decimos– de la planta de maíz entre caballos medio salvajes y cercos eléctricos, a veces con carga eléctrica y otras veces no.