«Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!
Hacedla florecer en el poema»

(Vicente Huidobro)

La rosa: existe en ella una palabra interna, una palabra latente que está bajo la palabra que la nombra, que rompe su forma convencional transformándola en aura luminosa, en atmósfera encantada, donde el imaginario se enciende y crea, tanto en el pequeño gesto de amor como en el poema más sublime, el poder de un símbolo irrepetible. Copa de la vida, ánima, corazón, Amor, Mandala, Centro místico, Belleza de la Madre Divina.

Perfección absoluta, cumplimiento sin defecto, la rosa florece y vuelve a florecer ininterrumpidamente en el mito y en la religión, en la cultura sagrada o en la profana, en Oriente como en Occidente. Blanca o roja, la metamorfosis de la rosa en el arte, en la liturgia, en la poesía, refleja la rueda del tiempo. Cómo no recordar las rosas frívolas de Catulo, el Romance de la Rosa, las rosas místicas de las letanías de la Virgen, la inmensa flor simbólica que Beatriz muestra al amante fiel que llega al último círculo del Paraíso.

Y si Dante hace que florezca de una rosa cándida la visión final de la Divina Comedia, Le Petite Prince de Saint-Exupéry, que vive en su minúsculo planeta junto a una rosa roja, dice:

«Los hombres de tu planeta cultivan cinco mil rosas en un mismo jardín y no encuentran lo que buscan. Y pensar que lo que buscan bien podrían encontrarlo en una sola rosa. Pero los ojos son ciegos. Hay que buscar con el corazón».

Su perfume sube, continúa, se propaga, hasta tocar las rosas carnales de D'Annunzio:

«Entre los brazos un gran ramo de rosas rosadas, blancas, amarillas, pardas, bermellón. Algunas, grandes y claras, tenían un no sé qué vítreo entre hoja y hoja, otras tenían pétalos densos y una abundancia de color, otras parecían pedazos de nieve perfumada y suscitaban unas extrañas ganas de morderlas y engullirlas, otras eran de carne, verdaderamente de carne, voluptuosas como las más voluptuosas formas de un cuerpo de mujer, con algunas nervaduras sutiles. Las infinitas gamas del rojo que iban del carmesí purpúreo al color deshecho de la fresa madura, se mezclaban con las más finas variaciones del blanco, del candor de la nieve inmaculada al color indefinible de la leche recién ordeñada, de la hostia, del corazón de una caña, de la plata sin brillo, del alabastro, del ópalo».

Y si en el mundo entero han desencadenado orgías de esencias y perfumes, las rosas que algunas veces nos proponen los artistas contemporáneos de distintas procedencias, sugieren infinitas lecturas a través de la variedad de su lenguaje. La alquimia de las palabras y del pincel, de la fotografía y del pensamiento, de las instalaciones y de las metáforas escultóricas, se conectan transversalmente en un oasis de interpretaciones, porque se sabe que un artista crea en el mundo existente un espacio para lo que debería existir, tendiendo los hilos eléctricos entre las palabras e iluminando de golpe rincones escondidos.

Y nosotros, que en la rosa buscamos la flor, no el fruto, en su primer esplendor, quisiéramos que ella le suscitase envidia al cielo.

«Si son rosas florecerán».

Este es el espíritu con el cual hemos descubierto las rosas que crecen en este jardín del mundo, tal como dice Rilke:

«Rosa, oh pura contradicción, ganas de no ser sueño de nadie bajo tantos párpados».