Cuando hablamos de los signos de la inmortalidad podemos pensar que es solo una palabra ambigua que utilizan en las historias y películas, pero que nadie ha probado en la realidad.

La inmortalidad o vida eterna supone la existencia indefinida o infinita que consigue superar la muerte. A lo largo de la historia, los seres humanos han tenido el deseo de vivir para siempre.

La idea de inmortalidad es considerada entre algunos filósofos como la respuesta a la angustia y al miedo que produce en el ser humano la conciencia de su mortalidad.

Esa ansia crearía y desarrollaría el concepto de inmortalidad Estudiemos sobre el tema más a fondo…

La inmortalidad en la religión egipcia

El cuerpo físico es para la tierra, y el alma es para el cielo; la humanidad se identifica con su propia conciencia. Tras la muerte terrestre, el alma viene a envolver a la momia transformándose en su Ka, es decir su doble; al paso que el espíritu se transforma en espíritu astral y ambos, Ka y Ba, se unen por medio del cordón de Osiris, espíritu superior, para formar un espíritu solo. Tres substancias en un solo cuerpo.

Numerosos frescos que representan la inmortalidad del alma y otras escenas religiosas han sido hallados en monumentos funerarios y en las tumbas. Simbolizaban la sobrevivencia del difunto en el otro mundo, o sea la vida eterna. Y por ello eran lla­madas «casas de la eternidad».

También la cruz ansata, o anhk, simbolizaba la vida futura con los tres atributos de paz, felicidad y serenidad.

El rol de los sarcófagos

Sarcófago: la etimología de esta palabra nos advierte de que se trata de un recipiente, generalmente tallado en piedra, destinado a contener un cadáver. En el Antiguo Egipto, los sarcófagos de la realeza albergaban al menos un ataúd, generalmente de madera, donde se custodiaba la momia del difunto que previamente era sometido a un proceso de embalsamamiento.

Un sarcófago, según mi conocimiento, no es un recipiente sino más bien, diría yo, se trata de un portal a los otros mundos, es la puerta invisible que está ligada al texto sagrado del Antiguo Egipto, llamado el Libro de las Puertas, donde se narra el viaje del espíritu de un difunto en el otro mundo, y está relacionado con la marcha del Sol, aunque transcurre durante las horas nocturnas, en la Duat. El espíritu requiere pasar una serie de «puertas» en diferentes etapas del viaje. Cada puerta se asocia a una diosa diferente y requiere que el difunto reconozca el carácter específico de cada deidad. El texto da a entender que algunas personas pasarán incólumes, mientras que otras sufrirán tormento en un lago de fuego.

La parte más célebre del Libro de las Puertas se refiere a las diferentes razas de la humanidad conocidas por los egipcios; dividiéndolas en cuatro categorías que son normalmente expuestas como «egipcios», «asiáticos», «libios» y «nubios». Se les representa en procesión, entrando en el otro mundo.

La inmortalidad en la filosofía hermética

La filosofía hermética que nos dice: nada se destruye, es un error llamar destrucción o muerte a los cambios. El alma es inmortal. Porque la muerte no tiene nada que ver con estas cosas: es un concepto elaborado sobre el término inmortalidad, sea por vaciamiento, sea por privación del prefijo negativo in, al decir mortal por inmortal.

Porque la muerte es una destrucción, pero en el mundo nada se destruye. Dado que el mundo es el segundo Dios y el viviente inmortal, es imposible que alguna parte del viviente inmortal venga a morir. Ahora bien, todas las cosas que están en el mundo son partes del mundo, y mucho más el hombre, el viviente racional. Como vemos aquí mismo se plantea la idea de inmortalidad como una evolución del alma.

La inmortalidad en el cristianismo

San Agustín nos dice: si la ciencia existe en alguna parte, y no puede existir sino en un ser que vive, y existe siempre; y si cualquier ser en el que algo siempre existe, debe existir siempre:

siempre vive el ser en el que se encuentra la ciencia.

Ahora, si nosotros somos los que razonamos, es decir, nuestra alma; si ésta no puede razonar con rectitud sin la ciencia y si no puede subsistir el alma sin la ciencia, excepto el caso en que el alma esté privada de ciencia:

existe la ciencia en el alma del hombre.

Pues la ciencia existe en alguna parte, porque existe y todo lo que existe no puede no existir en parte alguna. Además la ciencia no puede existir sino en un ser que vive. Porque ningún ser que no vive puede aprender algo; y no puede existir la ciencia en aquel ser que no puede aprender nada. Asimismo:

la ciencia existe siempre.

En efecto, lo que existe y existe de modo inmutable es necesario que exista siempre. Ahora bien, nadie niega la existencia de la ciencia. En efecto, quienquiera que admita que no se puede hacer que una línea trazada por el centro de un círculo no sea la más larga de todas las que no se tracen por el dicho centro, y que esto es objeto propio de alguna ciencia, afirma que existe una ciencia inmutable. Además:

nada en lo que algo existe siempre, puede no existir siempre.

Así mismo nadie sin ciencia razona con rectitud. Pues el recto raciocinio es el pensamiento que tiende de lo cierto al descubrimiento de lo incierto, y nada cierto hay en el alma que ésta lo ignore. Mas todo lo que el alma sabe, lo posee en sí misma, y no abraza cosa alguna con su conocimiento sino en cuanto pertenece a una ciencia. En efecto, la ciencia es el conocimiento de cualesquiera cosas. Por consiguiente,

el alma humana vive siempre.

Por consiguiente, después de haber extendido esta serie de explicaciones comprendemos que lo que existe no puede dejar de existir jamás , y siendo que somos seres inmortales a través de la energía del universo debemos de comprender que nuestra energía , toma forma según nuestra vibración , considerando esto debemos ser conscientes de vibrar lo más alto posible para obtener formas propias de la belleza espiritual , pues si nuestras vibraciones fuesen densas se colocarían en las formas más burdas y grotescas. Para finalizar, dejo la ley de conservación del virtuoso químico Antoine Lavoisier que, en su enunciado más popular, nos revela que

«la materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma».