Suele suceder que el descubrimiento de otra forma de enseñar, o de instruir, me reconcilie con disciplinas que no me entusiasmaron mucho en la escuela pública, laica y gratuita de mi adolescencia. La Historia, por ejemplo. Así, la Guerra del Pacífico –oxímoron involuntario– o bien la Guerra de Pacificación de la Araucanía –otro oxímoron, voluntario en este caso– adquieren ribetes de agresión colonial o de empresa de conquista si uno las examina desde un punto de vista crítico.

Recientemente le he dedicado tiempo a las conferencias de Henri Guillemin, crítico literario e historiador iconoclasta. Las 7 horas y 12 minutos de sus pláticas sobre Napoleón –contrastadas con la lectura de alguna de las numerosos biografías del Emperador– bastaron para aclararme definitivamente el papel histórico del corso: un instrumento de los poderes financieros para acabar con los principios revolucionarios de 1792-1794, la República y el sufragio universal.

Napoleón fue jacobino. No por mucho tiempo. Si le debió entre otros a Augustin, hermano de Robespierre, el inicio de su escalada al poder militar, su accesión al poder a secas le debe todo a los banqueros, magníficamente recompensados luego con la creación del Banco de Francia, empresa puramente privada que puso los recursos del país en manos de cinco acaudalados hombres de negocios, uno de ellos suizo.

Astuto, Buonaparte siempre dio la impresión de actuar en nombre de Francia y de los principios republicanos. Incluso cuando –golpe de Estado mediante– instauró el Consulado (y luego el Imperio) e impuso un Cuerpo Legislativo sumiso, elegido mediante un proceso electoral que hace aparecer el binominal chileno como un dechado de democracia. La restauración del poder del riquerío –nobleza y burguesía– tuvo lugar antes de la Restauración de la monarquía y la entronización de Louis XVIII.

Unas décadas antes, Rousseau había explicado el fenómeno, asociándolo a la aparición de la propiedad privada:

«…en una palabra, competencia y rivalidad de una parte, oposición de intereses de la otra, y siempre el oculto deseo de hacer su propio beneficio a expensas del prójimo, todos esos males son el primer efecto de la propiedad y el cortejo inseparable de la naciente desigualdad».

Sin embargo, la concentración de la riqueza en pocas manos tenía sus desventajas. El riquerío tuvo que encontrar una solución para sus desvelos, o sea la protección de sus riquezas amenazadas por el pobrerío. Rousseau lo explica así:

«Desprovisto de razones válidas para justificarse, y de fuerzas suficientes para defenderse; aplastando fácilmente a un particular, pero aplastado él mismo por las tropas de bandidos; solo contra todos, sin poder unirse con sus iguales –a causa de los celos mutuos– contra sus enemigos unidos por la esperanza común del pillaje, el rico, presionado por la necesidad, concibió el proyecto más reflexionado que jamás haya entrado en el espíritu humano; el de emplear en su propio favor las fuerzas mismas de quienes le atacaban, hacer de sus adversarios sus defensores, de inspirarles otros axiomas, y de darles otras instituciones que le fuesen tan favorables como contrario le era el derecho natural».

Hobbes y Locke no decían otra cosa.

Por lo tanto, visto que no hay una norma natural que regule la convivencia entre los hombres, es necesario crear un orden artificial, darse esas normas comunes cuyo objetivo esencial es proteger a los que tienen, de los que no tienen nada.

El propio Adam Smith, en su célebre libro La Riqueza de las Naciones (1776), escribe:

«El gobierno civil, en cuanto tiene por objetivo la seguridad de la propiedad, es instituido en realidad para defender a los ricos contra los pobres, o bien, aquellos que tienen alguna propiedad contra aquellos que no tienen ninguna».

Desde luego esta travesura fue presentada como una forma de proteger a todos cuantos suscribiesen al orden civil, ricos y pobres. La Historia muestra una realidad muy diferente. La descripción de ese orden civil por parte de Rousseau vale el desplazamiento:

«Unámonos, les dijo (el rico), para prevenir la opresión de los débiles, contener a los ambiciosos, y asegurarle a cada cual la posesión de lo que le pertenece. Instituyamos reglas de justicia y de paz a las cuales todos debamos conformarnos, que no tomen en cuenta la calidad de nadie, y que reparen de algún modo los caprichos de la fortuna sometiendo igualmente al poderoso y al débil a deberes mutuos. En una palabra, en vez de dirigir nuestras fuerzas contra nosotros mismos, reunámoslas en un poder supremo que nos gobierne según leyes sabias, que proteja y defienda a todos los miembros de la asociación, rechace los enemigos y nos mantenga en una concordia eterna».

De este modo, concluye Rousseau: «Todos corrieron hacia sus cadenas creyendo asegurar su libertad».

Por si no quedase suficientemente claro, Rousseau explica:

«Tal fue, o debió [de] ser, el origen de la sociedad y de las leyes, que le dieron nuevos grilletes al débil y nuevas fuerzas al rico, destruyeron sin retorno la libertad natural, fijaron para siempre la ley de la propiedad y de la desigualdad; de una astuta usurpación hicieron un derecho irrevocable, y para beneficio de algunos ambiciosos sometieron en adelante todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria».

Lo mismo hicieron los padres fundadores de los EEUU de América en la Convención de Filadelfia (1787): instaurar un régimen que le garantiza a los poderosos el control del Congreso, y hace del dinero el argumento decisivo en la elección presidencial. La definición misma de las circunscripciones senatoriales y/o de representantes determina que es imposible para un atorrante llegar al Congreso. Todo en nombre de «We the people…». Tan bien trabajaron en Filadelfia que la Constitución americana sigue vigente, sin cambiarle nada significativo en más de dos siglos y medio, y nadie se sonroja cuando se refiere a los EEUU como los líderes del mundo libre.

De vez en cuando los miserables se sublevan contra un orden social y político que los condena a la sumisión, al endeudamiento, a la servidumbre y al trabajo sin fin. Fue el caso en 1871, cuando los poderosos se dieron maña para provocar la Comuna de París, un alzamiento del pobrerío en defensa de la República prontamente ahogado en sangre.

Henri Guillemin hace hablar a Adolphe Thiers –el represor de la Comuna– comentando el resultado de las elecciones del 8 de febrero de 1871:

«Es formidable, ¿se da cuenta? Son las mismas pobres gentes las que nos designan a nosotros los poseedores, los notables y los ricos para decidir de la política. (La República) es un poder formidable porque representamos, eso parece, la voluntad nacional. Uds. comprenden señores, a qué punto es ventajoso tener la República. Tendremos una República conservadora con todo el poder de la voluntad nacional y vamos a constituir algo que se llamará la centroizquierda».

En realidad, dice Guillemin, allí –en la «centroizquierda»– se juntaron todos los grandes negociantes del Congreso, los representantes de los grandes poderes. Él mismo, Adolphe Thiers, era presidente de las minas de Anzin, y junto a él estuvo el representante de los ferrocarriles del Norte, el Sr. Rothschild, el representante de la siderurgia, el de los potentados del Este, y todos ellos constituyeron la «centroizquierda».

«¿Y porqué hay que llamarse la "centroizquierda"?» Le preguntó alguien a Adolphe Thiers, quien respondió: «Justamente, para aparecer como republicanos…».

Arrogarse las virtudes que no se tienen, vestirse con perendengues ajenos o darse un apelativo que no se merece, son antiguos recursos muy manidos en esta era de modernidad política que nos toca vivir. Así, el cambio recurrente del nombre de un partido, o de una coalición de partidos, supone el olvido instantáneo del prontuario que arrastra como cacerolas de casorio.

La democracia, concepto vaciado de todo contenido, sirve de tapadera para las empresas más autoritarias. El ‘bien del pueblo’ es la tarta a la crema que funda los peores programas de confiscación y pillaje del patrimonio público. La creación de empleo y la lucha contra la pobreza son invocados por los economistas para justificar la eliminación del salario mínimo. La creación de negocios privados mediante la eliminación de los servicios públicos es presentada como un salto hacia la eficiencia. La obscena concentración de la riqueza en pocas manos es justificada por las inversiones del rico que le da trabajo a los pobres (para hacerse aun más rico).

Desafortunadamente, suele suceder que solo la perspectiva histórica permita ver con lucidez a qué punto la clase política parasitaria no ha hecho, y no hace, sino servir los intereses de los grupos dominantes.