En la época prehispánica hubiera sido impensable sostener cualquier forma de vida civilizada sin tener acceso a los variados productos de la montaña. El Tajín no pudo haber pasado inadvertido para los pueblos de la Sierra Norte de Puebla. Ambos protagonizaron una larga relación que fue modificándose con el tiempo. Nuestro actual desconocimiento de la arqueología de la montaña, con excepción de Yohualichan, ha promovido una condición de estudio particularmente desventajosa como para aclarar en definitiva el papel que tuvo en la civilización de El Tajín.

Si echamos mano de lo que sabemos sobre la cultura material de la sierra, podríamos incluso llegar a suponer que hay una ausencia real de un componente local manifiesto en expresiones diferentes a las que hoy consideramos como características de la costa del Golfo de México. Sin embargo, dicho fenómeno –sólo de carácter aparente– responde a un claro proceso de tajinización, si hacemos valer el término, ocurrido en la montaña durante el período en el que El Tajín alcanzó su mayor auge cultural (ca. 600-1100 d.C.) y donde el sustrato originario quedó oculto, si es que no completamente desplazado, por un modelo de civilización que terminaría por reproducirse dado el larguísimo período durante el cual se verificó una relación basada primero en el comercio y después en una verdadera sujeción política e ideológica de los pueblos de la sierra.

La exposición surge de un esfuerzo institucional sin precedentes que ha reunido al Museo Amparo, a la Universidad Nacional Autónoma de México y al Instituto Nacional de Antropología e Historia con el propósito de mostrar en la sede del primero el desarrollo cultural de la Sierra Norte de Puebla en época de El Tajín. En sus salas se conjuntan objetos nunca antes expuestos, venidos tanto de la llanura costera como de la montaña. Este inmenso territorio fue alguna vez el escenario natural de la civilización de El Tajín. Si bien aquellas tierras terminaron bajo su control, hubo una época en la que el poder político se hallaba dividido en una constelación de pequeñas ciudades. Eran tiempos en los que cada asentamiento rendía culto a su propio gobernante, exaltando su carácter divino en estelas de piedra de acuerdo con idénticas convenciones escultóricas. Era la misma cultura sólo que expresada en lugares muy diversos del territorio y a través de las proclamas de soberanos distintos.