Al escribir estas líneas, enero de 2018, creo que el problema más serio del ser humano es la rapidez, la extraordinaria fugacidad del tiempo. Lo importante hace un par de días, ya no lo es. Todo se difumina, se deshace en segundos, arrastrado por el torbellino y el tráfago de los seres y las cosas, y las noticias sobre ellos, que pueden ser miles en pocos minutos. La piedra de Sísifo es hoy una espiral acelerada, un tío vivo que se mueve a 3000 RPM, dónde no hay segundo ni pausa para pensar en la tragedia misma de Sísifo y su condena. Ni en nada más. La rapidez es justamente hoy nuestra condena eterna.

En el tiempo de antes, los hechos eran más duraderos. La bomba sobre Hiroshima en 1945 quedó grabada por décadas en la retina de esa generación. Yo no había nacido, pero mis mayores hablaron de ello siempre. La he visto en videos muchas veces y esa imagen del hongo atómico sobre la ciudad japonesa, así como la bomba previa, el simulacro de práctica sobre la isla Bikini, es una imagen que me acompañará por siempre. En un museo de Boston en una ocasión vi un documental (178 veces seguidas la misma toma), repetida una y otra vez, y en eso consistía la totalidad del ensamble u obra de arte. La idea era no olvidarlo nunca.

También recordaré por siempre el primer alunizaje de la NASA, el Apolo 11 allá en 1969. Yo era un niño y recuerdo el momento exacto, mi padre conducía su carro, un Opel Kadet color azul, y nos trasladaba a toda la familia del Lago de Ilopango a San Salvador, y de repente en la radio saltó la noticia como a las 4 de la tarde: ¡el hombre había llegado a la luna…!

«Un pequeño salto para un hombre, pero un gran salto para la humanidad…» dijo Neil Armstrong, esa frase tan redonda y célebre que, sin duda, no fue una ocurrencia del momento, quizá extraordinariamente rebuscada. Siempre he imaginado a Armstrong pensándola antes cien veces, consultándola muchas noches con sus amigos, en las noches de insomnio con la almohada, con su mujer, en fin… Como los grandes poemas, por más pequeños y genialmente espontáneos que parezcan, incluido los haikús, generalmente no son fruto de un chispazo divino, sino requieren laboriosos y pequeños retoques, inflexiones, etc. Ni el poema más redondo de Rimbaud, o de T.S. Elliot, ni la frase más rotunda y certera de Borges. Casi ninguna salió a la primera.

Esta pequeñísima teoría no tiene nada de especial. Es muy simple y otros lo han dicho mejor: antes el tiempo era más lento porque sucedían pocas cosas o, más exactamente, porque no sabíamos muchas. Tiene una explicación física: en un espacio dado, entre menos seres y cosas existan, menos datos, más lentamente se mueven. Por eso las tardes de mi adolescencia eran eternas, éramos sólo mis amigos y yo detrás de una pelota de fútbol, corriendo calle arriba y calle abajo. Éramos nuestros héroes encarnados, Pelé, Beckenbauer y Rivelino, los mitos de aquellos tiempos, y arriba el sol. Poco más. Lo demás era silencio y carrera jadeante de muchachos pateando el mundo. ¡Muy de vez en cuando el carrito de los helados, rin-rin, rin-rin, breve pausa, y ¡zas, sigamos! Solos frente a un hermoso universo, despacioso y lento.

Lo que nos mató fue el exceso de información inconexa e inútil. La estupidez de lo fugaz, vital un día y desechable apenas después. La avalancha verborreica del que opina sobre todo y sobre nada, una Humanidad fugaz y de pacotilla, liviana y vulgar, lo que le dolía Ignatius Really, ese gran Quijote adiposo de la novela de J. Kennedy Toole, escritor quien desafortunadamente se suicidó, porque iba camino a ser nuestro nuevo Balzac, nos iba a enseñar a todos como caminar con los ojos cerrados en este siglo XXI.

En fin, eso es lo que tenemos y en esas estamos: el Cambalache de Discépolo y la profecía de McLuhan a la enésima potencia. Discépolo y Dalí en una batidora, Kurt Cobain con diez líneas de polvo y Tristán Tzará danzando juntos… Un tráfago salvaje, lo virtual que anula a lo real que tenemos al frente. Y, de repente, todo se mezcla sin orden ni jerarquía: el último dato de inflación del Banco Central, los calzones de la Kardashian, la última matanza en Siria, el copete de Trump, la imagen de Keylor hincado rezando antes que se lo coma el león, el nuevo refresco cero calorías, el dato de la NASA sobre el deshielo polar irreversible, la última matanza de elefantes en la frontera de Kenya por los ladrones de marfil, un dictadorzuelo de América del Sur bailando mientras una tanqueta ataca a estudiantes, que son su propio pueblo, las tetas de silicona de una modelo paraguaya, Macron que acaba de negociar algo con el Parlamento, el último televisor plasma y, entre todo ello, la imagen de una ancina de carne y hueso, de 91 años, que está sentada frente a mí, y es mi madre y me está diciendo algo y apenas soy capaz de oírla, pues el ruido del mundo no me deja oír.

En esa salvaje rapidez le cuesta a uno distinguir la paja del grano. Por eso, a veces lo procedente sería tirar el teléfono celular por el retrete, la computadora, la tablet, y todo lo demás. Es decir, mandar todo al carajo.

Y empezar de cero.