Cuando uno camina por el enorme parque de la Villa Borghese, en Roma, y llega frente al Museo de Arte Moderno, de repente se encuentra con un busto de Nicolás Gogol. Al pie se lee en italiano:

«Sólo estando en Roma, a la distancia, he podido entender y escribir sobre mi Rusia lejana, con toda su magnitud e inmensidad».

Gogol murió con apenas 48 años, dejando atrás una de las obras más extrañas y poderosas de la literatura.

La paradoja de Gogol se puede resumir así: lejos es cerca. Sólo desde la distancia se ven con claridad las patrias lejanas. La lejanía otorga lucidez, comprensión y, además, cercanía. «¡Habla, memoria, habla!», escribió Nabokov ya viejo. Y confesó que nunca entendió más claramente su infancia en San Petersburgo que desde las ciudades estadounidenses, impersonales y frías, donde fue escritor y entomólogo. Otros lo hicieron al revés. Cruzaron el Océano en la otra dirección El exilio en París llevó a Hemingway, a Dos Passos, a Steinbeck, a Faulkner y tantos otros a encontrarse a sí mismos. Era necesario el frio de las buhardillas, el vino y las clochardes malolientes para escribir páginas que valieran la pena. Lo mismo le sucedió a Miller: el sexo de Los Trópicos era solo un pretexto, una pura sublimación de la nostalgia y la lejanía. No es posible descifrar el mundo si no se camina fuera de él, poniendo de por medio distancia, océanos y nostalgia.

Carlos Martínez Rivas tuvo que llegar al Museo de Arte Moderno de NY para escribir un día de enero de 1951 sus magníficas líneas sobre la impiedad del frío o, desde Madrid, en 1953 el mejor poema que jamás se haya escrito sobre el Pentecontés. Los exilios escogidos, las patrias dejadas atrás. Kandinsky no hubiese descubierto el incandescente color del Mediterráneo ni Stravinski hubiese compuesto la música con que se inauguró el siglo XX, ni Serguei Diaguilev hubiese aparecido para empresariar el Pájaro de Fuego.

Rubén Darío tuvo que irse a su personal exilio, a Argentina y Chile, y después a Madrid y París. Su genio no cabía en la pequeñita Nicaragua. No existiría el Responso a Verlaine, ni los cisnes, ni la Marcha Triunfal, ni tampoco la respuesta de todos lo que vinieron después: de Diaz Mirón y el «tuércele el cuello al cisne» a todos los demás, es decir toda la poesía latinoamericana de la primera mitad del siglo XX, que fue la respuesta para matar a Darío, para torcerle su cuello, su enorme testa y su uniforme de falso militar con lentejillas y medallas.

Vallejo encontró sus tahonas estuosas, sus heraldos y sus muertes en Paris. Temuco se hizo grande y dolorosa desde una fría habitación del Barrio Montparnasse y, de quedarse en Perú, hubiese sino una simple ciudad más. Pablo Neruda se hizo poeta de verdad en la soledad de Birmania. Lo de antes era pequeñitos famosos versos de adolescente. Rabindranath Tagore se hizo escritor por dos golpes de dolor: la temprana muerte de Kadambari, la esposa su hermano, Jyotirindranath, de la cual estaba secretamente enamorado y por un viaje a Brihngthon, Inglaterra, a la escuela pública, que lo separó de Calcuta y de su familia de once hermanos. De nuevo la distancia y la tristeza operaron el milagro. Años después se convirtió en ese delicado y estremecedor poeta que asombró a Occidente, que ganó el Nobel, y que fue amigo de Yeats, de Romain Rolland, y de tantos otros.

Sin embargo, la historia más hermosa que recuerdo sobre la paradoja de la distancia es la de Pierre. Hace varios años me encontré caminando al lado del lago Titicaca, en Bolivia, a un suizo tirolés-italiano, un hombre de unos setenta años. Le pregunté el nombre y me dijo Pierre Petrà. Un nombre realmente curioso que significaba literalmente pedro-pedro, es decir, piedra-piedra.

Era muy alto y muy flaco, pero fuerte, y había en sus maneras algo así como una dignidad antigua. Tenía cerca de dos años de caminar por el mundo andino, con una pequeña mochila como único equipaje, y allí estaba a 4.000 metros de altura. Lo encontré a la vera del lago, hablamos algunos minutos y le pregunté qué hacía por ese lado del mundo. «Busco a mi esposa, que murió hace cinco años en Trento. Y estoy a punto de encontrarla. Sé que por estos lados encontraré su alma» me dijo, con seguridad absoluta, mientras me extendía la mano para despedirse y seguir su marcha.