Algunos dicen que «la Filosofía ha muerto». Tal sentencia ha sido pronunciada innumerables veces a lo largo de la historia, pero nunca se ha cumplido. En los tiempos actuales tampoco se cumple, y por eso he redactado esta invitación a la Filosofía (y a la ciencia) persuadido de que justo ahora, en sociedades dominadas por el consumismo y el frenesí del día a día, es cuando más se la necesita.

De la condición existencial

Si admirado por el hecho de existir, reflexiona sobre el sentido de su vida, se pregunta por el por qué, el para qué, el dónde y el hacia dónde de su peregrinar, sobre lo que puede o no hacer, y al contemplar el cielo guarda silencio al imaginar el origen de la inmensidad, el poder y belleza del universo; si asteado de la rutina, la falsedad y la inercia, sueña con innovar y evolucionar, con crear nuevas y mejores realidades, usted ejerce de filósofo, no importa si sus cavilaciones acontecen en compañía o en soledad, en tabernas, estadios, hogares, centros de trabajo, en los palacios de los ricos, en las casas de los pobres, mediante las palabras de los ilustrados o a través del lenguaje directo y sencillo de los no ilustrados.

Puede afirmarse, entonces, que el ser humano es un animal filósofo, que filosofa y hace ciencia porque busca sin descanso, insatisfecho del presente, deseoso de algo más, nostálgico del placer y la felicidad, y por eso cambia, transforma, evoluciona, cuestiona, trasciende, se rebela, y su rebelión es su libertad; él es el que va de paso y sabe que su vida es pasar, «pasar haciendo caminos, / caminos sobre la mar», cantan poetas y sabios.

Cada momento es una despedida

De todas las condiciones existenciales que originan el preguntar filosófico una en especial produce un sobresalto poderoso: el tiempo hace que todo se aleje poco a poco hasta desaparecer; personas, objetos, imágenes, la propia vida, la vida de aquellos a quienes se ama, épocas, imperios, sucesos, todo es deshecho con el tiempo; de ahí el verso «Tú eres, tiempo, el que te quedas, / y yo soy el que me voy». Cada momento es una despedida. No es que el tiempo sea algo accidental, accesorio, es que la persona es tiempo, y, por lo tanto, progresiva aniquilación; aniquilación, pero también lucha y esperanza, porque, al saberse temporal, se anida en el alma el deseo de vivir cada instante y hasta el último instante, de vivirlo bien, con placer y alegría, con libertad y justicia, y de vivir – lo intuía el sefardí pulidor de lentes Spinoza – en la perspectiva de superar el tiempo, «perseverar en el ser», decía él.

Se conoce lo que se vive o el ejemplo de Jerónimo y Josefa

El animal filósofo, forzado a filosofar en virtud de las condiciones existenciales que lo definen, es como tal un amante de la sabiduría, y, a propósito de la sabiduría, resulta admirable el testimonio del escritor José Saramago: «El hombre más sabio que he conocido – dijo – no sabía leer ni escribir», es decir, no necesitó escuchar sesudas disertaciones, leer complicados libros o escribir gigantescos tratados, para ser sabio. Esa condición la obtuvo del hecho de vivir, así, sin más; y con esto no digo nada en contra del oficio intelectual, pero retengo la consecuencia: El conocimiento socialmente disponible –y la sabiduría es parte de esto–- supera por mucho al conocimiento formalizado de los intelectuales. La sabiduría nace del vivir, no de las teorías. Y lo mismo cabe decir de la Filosofía: ella no es primariamente una teoría o un conjunto de teorías, sino el impulso reflexivo inicial que acompaña la experiencia existencial en la seguridad de que solo se conoce lo que se vive. La Filosofía no es un corpus del saber formal y formalizado, sino una práctica liberadora.

El personaje al que se refiere Saramago en las palabras citadas es su abuelo Jerónimo Melrinho, quien junto con su abuela Josefa Caixinha, vivían en la mayor de las pobrezas, al igual que los padres del escritor, José de Sousa y María da Piedade, campesinos sin tierra y de escasos recursos económicos. El abuelo y la abuela trabajaban en la crianza de cerdos. Saramago compartía con ellos esa labor, y siempre recordó que al llegar la noche, al momento de dormir, para que los animales no murieran de frío, sus abuelos los llevaban a la cama y ahí, con sus cuerpos, los calentaban. Así protegían su paga y su alimento, así nutrían su pobreza.

No sé si Saramago lo tenía en mente cuando refería esta historia de un hombre sabio sin educación formal, que no leía ni escribía, pero encierra una importante lección de pedagogía. En el conocimiento puede distinguirse un componente implícito y otro explícito. El primero nace de la experiencia, de la vida cotidiana, no pasa por aulas ni teorías, se encuentra en el día a día del trabajo y del vivir; el segundo, típico del intelectual ilustrado, es obtenido por lectura de libros y escucha de teorías. El conocimiento de Jerónimo y Josefa cambia como cambia la vida, se renueva con ella; el conocimiento ilustrado, por el contrario, con los años, los meses, las semanas, los días, las horas y los segundos, se vuelve fósil, caduca y muere. Jerónimo y Josefa eran sabios porque conocían del vivir con la profundidad de sus vidas.

Una pregunta cardinal en Filosofía y Ciencia

Pero la Filosofía no solo nace de la experiencia existencial, del asombro, y guarda una relación íntima con la sabiduría. Cuando esos hechos primigenios se hacen sistemáticos, y se organizan en redes de conceptos, se descubre una pregunta fundamental, para algunos el principio de todas las preguntas posibles por ser la más amplia, radical y profunda: ¿Por qué existe la realidad y no, más bien, nada? Al pronunciar esta pregunta no se interroga por un aspecto de la realidad, ni cómo es, ni para qué es, sino por qué es y qué es lo que la hace ser, con lo cual la investigación se orienta hacia «el problema del fundamento», que tanto interesa, por ejemplo, al afamado físico Steven Hawking. Este científico inicia su último libro –El gran diseño, escrito en conjunto con Leonard Mlodinow– con un capítulo titulado El misterio del ser donde formula la pregunta:

«¿Por qué existe algo en lugar de no haber nada?»

y dice: «Esta es la cuestión última de la vida, el universo y el Todo», si logramos encontrar una respuesta «habremos hallado –escribe– el Gran Diseño».

Obsérvese que al pronunciar la pregunta fundamental, sea en Filosofía o en Ciencia, no interesa responder a la interrogante pragmática ¿qué hacer? –muy necesario, por cierto, pues a partir de ella se tiene éxito o se fracasa en el día a día –, lo que se busca es el sentido o raíz de todo pragmatismo, con lo cual la Filosofía se presenta como lo más práctico que existe al influir en los más diversos ámbitos de las prácticas cotidianas: economía, política, cultura, educación, ciencia, tecnología, trabajo, etc. No es casualidad, entonces, que la Filosofía sea una de las fuerzas motrices claves de las transformaciones históricas más importantes, tales como las revoluciones inglesa, francesa, norteamericana, rusa y china, la revolución renacentista, la revolución científica, tecnológica y política que condujo al mundo moderno. Todas estas transformaciones, y muchas más, en todos los ámbitos y en todos los continentes, están henchidas de Filosofía.

Autonomía y cambio

En punto a lo dicho, conviene recordar que en Filosofía y Ciencia no se hacen preguntas creyendo, de previo, que se tienen las respuestas. No. Ese es un preguntar falso, engañador. Se pregunta para investigar y descubrir respuestas que de previo no se conocen, lo que es muy distinto. Soberbia y vanidad, no otra cosa, es creer que se tienen respuestas sin preguntar, sin investigar o, lo que es peor, preguntando de modo hipócrita. Eso es dogmatismo, y el dogmatismo origina fanatismo, y el fanatismo causa división y sufrimiento. Quien incursione en el ámbito filosófico y científico ha de saber que la primera exigencia que debe cultivar es pensar, estudiar, investigar y sentir con autonomía respecto a los poderes sociales constituidos, formales y fácticos, todos los cuales se disfrazan con alguna ideología. El filósofo – y todos lo somos en tanto animales filósofos– «vive, ve, escucha, sospecha, espera y sueña» (Nietzsche) no como quien cree estar en posesión de verdades, sino como el que se sabe buscador de ellas, amante de la sabiduría. Por esto, el animal filósofo, cuando es plenamente consciente de su condición, no vive en rebaño, reflejando las ideologías, prejuicios y dogmatismos útiles para la domesticidad; y esto lo capacita para poner variables nuevas que no están en las rutinas y convencionalismos. Esta capacidad de crear factores originales que desequilibran el statu quo hasta transformarlo y hacerlo evolucionar nace de la autonomía intelectual y sensitiva, y de la sabiduría que surge de la experiencia existencial.

En fin, si usted incursiona en la Filosofía y realiza con mayor disciplina y estudio su vocación de animal filósofo, le esperan sorpresas y desafíos extraordinarios, será una aventura que le proporcionará placer y, con suerte, felicidad.