Despedido ya el carnaval, impuesta la ceniza y enterrada la sardina, las huestes de doña Cuaresma celebran sin demasiado entusiasmo su triunfo anual sobre don Carnal. Qué indefenso parece ahora mismo, tal si fuese el último bebé centauro en manos de una tribu de neandertales, el espíritu del desenfreno y la irreverencia, antaño tan audaz, grosero y vocinglero, hoy así callado, como si en cualquier momento pudiese irrumpir la nerudiana mariposa de sueño con el único deseo de cobijarse en la embriagadora palabra melancolía. Al menos es bajo esa luz como nos lo muestra Carl Spitzweg en un conmovedor cuadro donde queda de manifiesto que el carnaval tiene nariz noble y aguileña, aunque sus orejas evoquen una leve contumacia de rey Midas y sean, para disgusto de Dionisos, un poco grandes.

Don Carnal y Doña Cuaresma

La pelea entre Don Carnal y Doña Cuaresma está profusamente descrita en el Libro del Buen Amor, de la primera mitad del siglo XIV, y maravillosamente retratada por Pieter Brueghel el Viejo más de 200 años después en su Combate entre don Carnal y doña Cuaresma. Del pintor flamenco aprendimos que a Don Carnal los caballos le gustan acaso hervidos en la olla y cum grano salis, pero que para cabalgar lo mejor es hacerlo a horcajadas de un barril de cerveza siempre que sea movido por tracción humana. El ilustre sombrero que adorna su cabeza es un pastel y de lanza porta un magnífico espetón donde todavía son visibles la cacheira y los restos de un cerdo asado. Doña Cuaresma, por su parte, tiene un rostro arrugado y aceituna, lástima que escasamente lorquiano. No parece muy sana y difícilmente podría ganarse el pan anunciando cereales o yogures bífidus, por mucho que entre sus protectores se cuente el obispado, algo que además estaría por ver. Con una colmena de rica miel por montera y sentada cual guiñol inerte en un reclinatorio, su arma de combate es una larga pala con dos aranques. Porque no se comerán sardinas en periodo cuaresmático, no, pero vivan los aranques (y las lampreas, no sea que nos lean en Arbo, allá por la patria de los oestrimnios, donde el mundo se llama Galiza, que estamos en la cuenta atrás de su gran fiesta… ).

Por su parte, el Arcipreste de Hita nos cuenta que, en la vanguardia de su ejército, don Carnal situó «buenos peones, ánades e lavancos, e gordos ansarones». También había lechones, faisanes, gamos, alguna vaca, cabritos, incluso el fuerte jabalí y, en general, una poderosa mesnada de «aves y animalias [que] por el su Grand amor vinieron muy omildes, pero con Grand temor». Por desgracia, don Carnal y sus huestes no es que no se leyeran la fábula de la hormiga y la cigarra, u olvidaran las enseñanzas de Sun Tzu al respecto de no hacer la guerra jartos de vino (tampoco el amor, cabría añadir), es que directamente los campeones se pasaron por el forro todos los manuales, programas, libros, revistas, consejos y especialistas del noble arte dietético y el bizarro mundo de la (buena) alimentación y la salud, que tanto han medrado y proliferado en las últimas décadas.

Chulos como ochos, e inconscientes como sesentaynueves, la tropa carnavalera se había entregado la víspera de la batalla al exceso ma sì troppo, comiendo mucho, bebiendo más, y presentándose finalmente en la pelea «todos amodorridos», de modo que cabe suponer que más que sobre el enemigo, lo que hubiera preferido la mayoría de ellos sería abalanzarse sobre el botiquín para remediar el ardor de estomágo e incluso, los más osados, sufridos o dolientes, hacer la visita de rigor a la sala de lavativas. Qué se puede esperar de un ejército que tiene entre sus más afamados generales a los egregios, pero un poco blandos, don Tozino, doña Cecina y don Lardón, que es como decir la pura Muerte de la Gota.

Vamos, improvisan allí mismo unas pruebas de colesterol y tienen que sacar a los facultativos en camilla al ver los resultados. Si sería menesterosa la condición de aquel gran emperador y su coherte de regios caballeros, que ya a las primeras de cambio un interprépido «puerro cuellealvo», a la sazón la vanguardia de las tropas cuaresmáticas, hiere a don Carnal y lo hiere muy mal, anota Juan Ruiz, esto es, de un golpe seco que lo hace escupir flema, circunstancia esta en la que al parecer el lector debe descubrir la revelación de un secreto que a doña Cuaresma le produce tan intenso regocijo que incluso acabamos sospechando si no le habrá trepado un ligero colorcillo hasta sus pómulos verde de lagartija con anemia.

Se ha interpretado que este primer y decisorio lance del combate no revelaría sino la naturaleza flemática de don Carnal (la lógica es de bípedo implume: escupe flema, ergo es flemático), hecho que lo desarmaría a ojos de Cuaresma como amenaza sexual (no deja de resultar un poco embarazoso que la santa reina de los arenques temiese por su honra… tal vez podría aquí aplicarse el adagio de dime de qué tienes miedo y te diré lo que en el fondo deseas), ya que cierta tradición cristiana asocia flema a inapetencia e inoperancia sexual. También hay quien ha visto en el puerro, y en los pescados que lo siguen, todos ellos con formas alargadas, oblongas y apaisadas, los cuales constituyen el grueso de las huestes cuaresmáticas, el símbolo de una repetida violación anal, mientras que algún hermeneuta del texto arcipréstico (no, si hay gente para todo) muestra su desconcierto al comprobar que el puerro es el único representante vegetal de uno y otro bando, amén del detalle no menor de que desde antiguo se señalasen sus propiedades afrodisíacas, que mal casan, todo hay que decirlo, con el espíritu nada libidinoso, por decirlo suavemente me matas, que se le presume a doña Cuaresma.

Así pues, lo que ahora importa es que también en esta ocasión se repitió el resultado de cada año y venció la Cuaresma. Eso está bien: que lo que tiene que ser, sea. Es una victoria efímera, sin embargo, y tal vez por eso a la señora no se le va la cara verde ni enjalbegando su rostro con polvos de talco. Haríamos mal, con todo, si nos limitásemos a ver en el combate entre doña Cuaresma y don Carnal la representación alegórica de una lucha entre dos personajes que encarnan y subliman vicios (en un caso) y virtudes (en la otra), dos caracteres que se repelen como el agua y el aceite. Don Carnal, al menos el Don Carnal previo a su migración y descubrimiento de la samba transatlántica, tiene un poco de personaje hamletiano, aunque sin duda de un Hamlet incierto y cunqueirano, un señor que por fuerza también se parece a Orestes, alguien que de repente descubre que no es hijo de quien creía, del rey vilmente asesinado, sino que es vástago, oh divino y funesto azar, del mismísimo Halmar, el tío asesino y usurpador.

Doña Cuaresma, ella, presenta a su modo perfiles propios de una lady, lady Macbeht entrada en años, o quizás una Medea a la que le hubieren arrebatado el glamour, la pasión y, esto es definitivo, el acento y la gracia de Eubea o del Ática. Tampoco, entonces, se trata de volver a enredarnos con yines y yangs para millennials, ni de volver, cuales asnos buradianos, con la teima de la dialéctica, por la que de un lado del ring (ring, y tu voz cotiledón) tendríamos al Exceso, y del otro a la Abstinencia. Usar las mayúsculas, por cierto, es siempre el mejor indicio de que por el camino nos perdimos y, lo que es peor, el tema y nosotros mismos nos volvimos irrelevantes y vacuos como un señor con pajarita. Es cierto que, tratándose de un arcipreste, lo fácil es entender todo esto en modo alegoría. Pero eso representaría una pérdida terrible.

Mejor será contemplar el combate desde otra perspectiva, tal vez desde el reconocimiento o, mejor dicho, la sabiduría a la que llegan don Carnal y doña Cuaresma cuando las propias acciones los ponen sobre las huellas de un linaje completamente inesperado, paradójico y, si el uso de la palabra resulta inevitable a estas alturas, contradictorio con lo que ellos mismos creían ser o representar. Lo cual, dicho sea de paso, es sorprendente, ya que nunca hubo motivos para llevarse a engaños (pero que se lo digan a Edipo) y las señales eran claras. El carnaval lleva en su propia nombre la señal de la derrota (y ya se sabe que todo nombre es un destino): carnem levare o carne vale, adiós a la carne de la misma manera en la que un Hemingway se despedía de las armas, con tristeza de salón y la esperanza de volver a echar un trago o un kiki. Por no volver con su origen pagano, donde tal vez se halle el secreto de su maldición, importando poco que el carnaval se remonte o vincule a las dionisíacas, saturnales o lupercales, pues en el fondo sintetiza todas ellas y otras muchas fiestas de desenfreno orgiástico.

También doña Cuaresma vive presa de una paradoja y es que, a pesar de creerse la niña bonita de la curia, la propia Iglesia nunca la quiso demasiado (por sus actos los conoceréis, no por sus palabras). Tal vez Don Juan Manuel ya intuía que no es el frenesí de la carne lo que grita, sino su ausencia. Y por eso el imperio cuaresmático durará 40 escasos días en los que a la vencedora no le abandonará el comezón de saberse inminentemente derrotada. Conocer la propia fuerza es una virtud, pero detectar a tiempo la debilidad que acabará con uno, eso es ya todo un milagro. La Cuaresma tiene que imponerse cada 12 meses para claudicar 40 días más tarde. Un interregno que nace de las cenizas de un miércoles tristísimo y fenece con la Pasión y Crucifixión de Cristo. Sin duda, entre líneas despunta la lucidez de una semántica que se nos ha pasado por alto.

Cuitas de carnaval

Cautivo el carnaval y chupando su arenque la Cuaresma, esto entra dentro de la más absoluta normalidad, que diría aquel. Lo realmente extraño es cierta desazón que venimos sufriendo en la celebración del carnaval de un tiempo a esta parte. No se sabe cuándo nos quedamos dormidos, pero lo cierto es que al despertar lo que encontramos fue un dinosaurio viejuno y que nos miraba con cara de pulgoso resentido. Dicho lisamente y sin retruécanos: Celtiberia Show padece una enfermedad que está envenenando el ambiente en el que respiramos todos y cuyo síntoma principal es la susceptibilitis aguda que, por desgracia, tiene toda la pinta de querer volverse crónica.

Resulta estupefaciente y hasta grotesco, en una época que ha hecho de la transgresión y del exceso su seña de identidad, ofenderse por ciertas chanzas carnavalescas. El repertorio de agravios y agraviados es amplio y variado, pero por quedarnos apenas con la tierra donde pacen tan buenos y grandes poetas, en el noroeste peninsular, que es precisamente donde nos nacieron, los casos de Vigo y Santiago son más que llamativos. En la ciudad olívica, los Merdeiros, máscaras autóctonas basadas en un personaje popular del carnaval vigués, acabaron dando explicaciones ante la policía porque a varios de los presentes no les gustaron sus chistes. En la capital del Finis Terrae ibérico, el pregón de las fiestas, a cargo del humorista Carlos Santiago, acabó denunciado en el juzgado por un presunto delito de odio. Mal vamos, si hasta en una Suevia que se creía inmunizada gracias a esa retranca legendaria que caracterizaría uno de los rasgos esenciales del ser gallego pasan estas cosas. En román paladino, el ambiente ya cheira que alcatrea, que diría graciosamente Celso Emilio. Comparada con las caras avinagradas que se empiezan a ver, el rostro de doña Cuaresma brilla con la lozanía propia de la juventud.

Más allá de las bromas, la situación es grave. Se nos echan a perder los los humores y cuando nos demos cuenta habremos perdido la movilidad del labio superior. El humor está muy malito y, pafraseando a Hölderlin, podemos preguntarnos para qué humoristas en tiempos de penuria. Dizque ya solo se permite un humor blanqueado. Es el síntoma de los tiempos en los que se blanquea todo: el dinero, los dientes, la piel. Quizá sea hora de decir: Yo soy negro.

Lo cual es sorprendente, porque, si lo pensásemos ayer, parecería completamente a destiempo. Pero es que acaso esa sea la clave: el tiempo está fuera de sus goznes, y tenemos que volver a Shakespeare como el criminal a la escena del crimen. Por libidinosos y estetas, sí, pero sobre todo por cuestión de salud. Ni siquiera hace falta añadir lo de «democrática». Salud a secas, que no salud seca.

La poca seriedad de la catástrofe

Volver a Shakespeare, decíamos, o recuperar a los clásicos. Pero hablar de clásicos es, en la superficie y en el fondo, contar anécdotas. Y existe una muy apropiada para los tiempos que nos azotan, una maravillosa anécdota que narra un insólito intercambio de mensajes entre dos puesto militares, uno alemán, el otro austriaco, ubicados en la primera línea del frente durante la Primera Guerra Mundial. Los alemanes enviaron un telegrama a sus compis con estas palabras: «Aquí la situación es seria, pero no catastrófica». La respuesta austriaca llegó poco después: «Aquí la situación es catastrófica, pero no seria».

La anécdota, digna de la mejor tradición cínico-estoica narrada por un Diógenes Laercio, tiene ese sabor de cuasi-zen griego ensayado luminosamente hace veinticinco siglos en las costas mediterráneas y, dicho sea de paso, seguramente es apócrifa. De hecho, muchos la consideran un aforismo de Ennio Flaiano, quien, si bien su nombre titila con prosódica prosopopeya y diríase autóctono de los tiempos de Tarquinio el Soberbio, fue un estrecho colaborador de Fellini. Curioso, por cierto, cómo los apellidos y las fruiciones se nos entreveran tan salvajemente unos con otras que, hétenos aquí, inesperadamente topamos, como arrastrados por la magia de un arte de birlibirloque, con la huella de Fellini, lo que no es sino insistir en el exceso, en el erotismo, en la culpa, en la carne, en la seducción, en esas cosas que jalonaban compasivamente ciertos días laborables antes de la misa de domingo en la dura vida de los muchos hijodalgos que pululaban (y aún pululan) por el mundo.

Nada más carnavalesco, de hecho, ni más grotesco, que aquella escena sublime de Roma en la que el italiano nos muestra una extravagancia barroca y colorida, sensual y salvaje, cuyos destellos de purpurina y neón cristalizan en una atmósfera tan sofocante como bizarra cuando la pasión descarnada del poder terrenal escintila con exquisita voluptuosidad sobre el rostro macilento de una aristócrata de otro siglo. Cardenales cuaresmáticos con cara verde y pómulos grecos que insisten con el dichoso frenesí de la carne.

Volviendo a la escasa seriedad de la catástrofe, poco importa que la cita naciese en una trinchera o del ingenio de un poeta. Pues lejos de representar un hándicap, como se decía antes entre fofisanos dedicados al juntaletrismo periodístico, tal parece ser la condición de las mejores anécdotas, ahí radica su fuerza, que se sitúa más allá de la verdad. Porque el término «apócrifo», cuando se trata de anécdotas, no cabe entenderlo como sinónimo de «falso». Resulta un esfuerzo inútil y melancólico intentar su abducción formal por los valores de verdad de la lógica, sea formal, informal o yeyé, sino que es en su verosimilitud, que se revela de golpe y como el destello del rayo, donde reside su verdadera potencia. Y, por eso, qué importa saber si Diógenes llegó a soltarle aquella magnífica boutade a Alejandro, o si en realidad no lo hizo. Esa es una discusión estéril que no debería de interesar ni a los historiadores. No hay, ni criatura mínimamente sana puede querer que haya, verdad histórica en las anécdotas, aunque con ellas podamos llegar a comprender incluso los síntomas que iluminan tantos episodios históricos (la historia o es una patología, lo que sería revestirla de cierto interés, o sigue siendo el juguete aborrecido de los hegelianos, no hay más). Pues lo importante-interesante se reduce a que, quien conoce la vida de Diógenes, sabe que pudo haberlo dicho: se non vero, è ben trovato. Y, hablando de carnavales, qué bien traída esta referencia a Diógenes el cínico, que hizo de la transgresión de las convenciones sociales (solía hacer en público las obras de Deméter y Afrodita, dice Laercio rehuyendo el lenguaje escatológico) y del desprecio de todas las diferencias que se fundan en ellas (porque esa es la cuestión) una forma de entender la vida que tenía también mucho de artístico.

De Dadá a Gila

Pero volvamos a la trinchera. Son muchos los filósofos y gente de mal vivir que han saboreado nuestra anécdota bélica, aunque no todos la han entendido por igual. Zizek (y óbviese, por favor, la incorrecta escritura del nombre aquí y en lo sucesivo), por ejemplo, parece ver en ella la irresponsabilidad característica del género humano. El mundo se va a pique mientras la humanidad en su conjunto permanece indiferente. En definitiva, la anécdota no revelaría sino la estupidez de los hombres y mujeres que conforman nuestra civilización. Sin embargo, el telegrama austriaco o el aforismo de Ennio no prueban ninguna tara de comprensión o responsabilidad ante la catástrofe, sino algo más sencillo y, acaso, profundo: que en el Apocalipsis cibernético o nuclear, o simplemente el que nos espera el día de la jubilación, todavía nos queda Chaplin. O Gila, y que se ponga el enemigo. O, saben aquel que diu, Eugenio.

Hundidos y deshauciados, y rejoneados, pero sin renunciar a la risa, ni, sobre todo, a la libertad del humor. Porque acaso en tiempos de penuria no se necesiten poetas, pero sí cómicos. A falta de pan, o viajes en business, o mes de vacaciones pagadas, o siquiera un mísero Máster regalado (ah, cuán sabio aquel cacique gallego agarrado a su trombón: si no eres del pepé, go-de-té, go-de-té..) nos queda la chanza, la boutade, el humor. Y como la comedia es arte, estamos hablando en realidad del arte del humor, lo cual, si se piensa bien, es un doble y maravilloso absurdo. ¿No se ve claro? Gente como Zizek parece no haber reparado en que, por las mismas fechas en las que se situaría el jocoso intercambio de telegramas, en medio de la conmoción que, superado el ecuador de la Gran Guerra, sacudía Europa, un grupo de outsiders y diletantes se empezaron a reunir en el Cabaret Voltaire de Zúrich para responder al sinsentido de la guerra con el absurdo del arte o, por mejor decir, del antiarte (Die Kunst ist tot). Todo se resume en las palabras de Hans Arp:

«Declaro que Tristan Tzara encontró la palabra Dadá el 8 de febrero de 1916 a las seis de la tarde [...].

»Estoy convencido de que esta palabra no tiene ninguna importancia y que solo los imbéciles o los profesores españoles pueden interesarse por los datos. Lo que a nosotros nos interesaba es el espíritu dadaísta, y todos nosotros éramos dadaístas antes de la existencia de Dadá».

Así fue como, bajo el liderazgo de Tristan Tzara, descubrieron sobre sus cabezas el signo estético de la nueva época, Dadá, al que hicieron acompañar de un original movimiento, tan agresivo y ruidoso como inofensivo.

El dadaísmo nació en el corazón mismo de una Europa que presentaba entonces un aspecto torvo y terrible, desgarrada de norte a sur y de este a oeste por las cicatrices atroces de trincheras interminables. Pues aquel conflicto representó la espita por la que se evacuaron sistemas enteros de ideas y credos, formas de vivir tradicionales, modos de entender la relación política con el otro (un otro ya individual, ya colectivo o nacional). En definitiva, y aunque el proceso se hubiese incoado, a decir verdad, mucho antes (¿cómo no recordar los dolores intempestivos del santo Nietzsche?) y solamente finalizaría décadas más tarde (con el estallido de la Segunda Guerra Mundial), 1914-1918 supuso una atalaya privilegiada desde la cual los espectadores de la época pudieron contemplar el hundimiento de un mundo, un acontecimiento (en el sentido más histórico que filosófico del término) descrito con maestría por intelectuales como el propio Stefan Zweig en su obra El mundo de ayer.

La comedia griega y el esperpento

Sin embargo, mucho antes de que Europa sucumbiese por enésima vez a sus demonios, un fascinante pueblo de pueblos ya había mostrado el camino. La comedia nació en Grecia, dónde si no. Tantas veces considerada la hermana menor de la tragedia, la comedia griega no solo tiene valor estético propio, sino que supone una de nuestras mayores fuentes de conocimiento de la áurea Atenas del siglo de Pericles y, por extensión, de la Grecia prehelenística. Conocemos los nombres de un puñado de comediógrafos vencedores y exitosos, pero solamente de uno, Aristófanes, conservamos obras completas. La tragedia presenta los grandes temas de la humanidad, lo cual está bien, sin duda, pero la comedia muestra la realidad de los hombres y mujeres de carne y hueso. Se dice que cuando Dionisio le preguntó a Platón por la Constitución de Atenas, la respuesta del filósofo no fue otra que regalarle las obras de Aristófanes, en alguna de las cuales, por cierto, la figura de Sócrates, amadísimo maestro del fundador de la Academia, era ridiculizada sin misericordia.

En efecto, de todas las obras del triunvirato formado por Esquilo, Sófocles, Eurípides (de ningún otro autor poseemos una tragedia completa), una detrás de otra, no sacamos un mísero dato que nos permita adivinar cómo transcurría el día a día (cómo vivían, qué comían, cuáles eran sus vicios, sus gustos, sus fobias, qué estaba de moda y qué los aburría, a qué dedicaban el tiempo libre, cuáles eran los prejuicios más extendidos, qué prácticas sociales y sexuales eran consideradas nobles, indecorosas, estúpidas, ridículas...). En cambio, una sola comedia de Aristófanes basta para dibujar un retrato bastante cabal.

Aristófanes se mete con poetas, filósofos, militares, demagogos, artistas, pero también canea de lo lindo a lo que hoy en día se llamaría gustosamente «la gente» (precisamente por confiar en todos esos «charlatanes»), y se mete también, y mucho, con los más importantes políticos, estrategas y hombres de Estado de su tiempo. Lo cual es estupefaciente. Pues toda su producción coincide con la Guerra del Peloponeso, la guerra mundial de su época que acabó no ya con la hegemonía ateniense sino con el mundo griego clásico, con la polis. La guerra empezó mal, con la peste, y terminó peor, con el desastre de Siracusa. Entre medias, 30 años de calamidades, epidemias, saqueos, campañas, condenas por ostracismo, vilezas, infamias, traiciones, fuego amigo, cabezas de caballo, asesinatos y una hemorragia que se llevó la flor y nata de la sociedad ateniense.

Lo increíble es que, al mismo tiempo, aquellos griegos seguían a lo suyo: competiendo dentro de los muros atenienses a ver quién recitaba mejor a Homero, quién conquistaba y paladeaba el más bello efebo con su labia, quién podría cerrrarle el pico al pesadito tábano de Sócrates, entregados, en fin, a la diversión, el vino, la amistad, el amor y la comedia.

Cuando hoy en día se dice, con afán de desprestigiar a un autor o una obra cómica, que el problema no es la comedia en sí, sino los tiempos que vivimos, esto es, que el problema es que el género ha degenerado, nuevamente no se sabe de lo que se está hablando. El género nació degenerado. Y por eso, la primera vez que, después de frecuentar la tragedia o lírica griega, uno lee comedia antigua, lo que siente es una extraña sensación de desconcierto. Si se fuera honesto consigo mismo, también sentiría decepción, pero la honestidad es virtud que se vende cara. Muchas de las bromas de Aristófanes son zafias, chabacanas y de pésimo gusto. Los finoles de nuestra época, sobre todo en eso que algunos llaman España, saldrían escopetados a las primeras de cambio berreando un «no es esto, no es esto», sin dejar de utilizar la oblonga cabeza para dar testarazos («De diez cabezas, nueve embisten y una piensa. Nunca extrañéis que un bruto se descuerne luchando por la idea», Antonio Machado), o arrancando atrozmente jirones de piel ajena en plan ovejona carnívora.

¿Dónde queda lo sublime en ese gusto por mezclar lo escatológico y lo gastronómico? ¿O esa manía de ridiculizar al contrario exagerando los pequeños defectos físicos hasta convertirlos en categoría? No, Aristófanes no tenía compasión y los griegos que asistían a la comedia, después de tanta maldita catarsis y venga a llorar con las tragedias, no la buscaban. Querían reírse y punto. Y la broma más tosca (sí, sí, esas de caca, culo, pedo, pis) era aplaudida a rabiar. Dentro de sus dianas recurrentes, dos políticos de la época recibieron la mayor parte de la atención de Aristófanes: el bello e inteligente y voluptuoso Alcibíades, una figura que merecería un Romanticismo para él solo, y el intrigante y no menos audaz Cleón, quien, enfrentado a Pericles, acabó, sin embargo, liderando partido democrático tras la muerte del gran demagogo. Por desgracia para los atenienses, Cleón tampoco tuvo en cuenta las recomendaciones de Pericles relativas a mantener la grandeza y hegemonía de Atenas, y el otrora faro del mundo acabó vencida, desmoralizada y arruinada.

Así pues: Alcibíades y Cleón, dos grandes hombres de Estado, se convirtieron en los blancos preferidos de la bilis aristofánica. En este sentido, hay que decirlo: ahora mismo, en esta España mía, en esta España nuestra, la policía se personaría en el teatro después de la representación de una obra como Los caballeros. Es de suponer que Cleón aguantó como podía el chaparrón en primera fila durante la representación. Estaba entonces en la cresta de la ola, en el auge de su popularidad. Y Aristófanes dibuja un retrato demoledor: infame, traidor, ridículo, canalla, cobarde... Recordemos, de nuevo, que Atenas estaba en estado de guerra total. Conviene asimismo no olvidar el ejemplo ateniense cuando de forma subrepticia se nos obliga a girar en la noria eterna de un debate que presuntamente se plasmaría en la elección unilateral entre dos términos, seguridad o libertad, al tiempo que por lo bajín y por lo altín se desprecia con contumacia la democracia griega. Decía Max Estrella que

«Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada».

Resulta descorazonador comprobar como la susceptibilitis crónica que padecemos conduciría al bueno de Max Estrella al patíbulo.

La risa de los dioses

Para cerrar este ya largo texto: reírse es bueno, pero reírse de uno mismo resulta imprescindible. Durante largo tiempo creímos que en el principio no fue el Logos o Verbo, como pensaba el evangelista, ni siquiera la Acción, como quería Fausto, sino que, si es cierto que la humanidad empieza a ser consciente de sí misma cuando descubre el fuego y se reúne cada noche alrededor de las llamas para asar los alimentos y contar historias, todo habría comenzado con el epos, con la epopeya, es decir, que en el principio fue la μῆνιν Ἀχιλῆος, la cólera de Aquiles, en definitiva, Homero, signifique este nombre lo que signifique.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte, tendemos más bien a pensar que a la cólera del héroe precede la risa de los dioses. Estamos demasiado acostumbrados a leer genealogías dramáticas en la etiología de las generaciones cósmicas: rivalidades, rencillas de familia, líos de cama, etc. Quizá sea el momento de darle un toque de buen gusto nietzscheano a todas esas historias: ¿cómo se habría de crear la humanidad sino entendida como un acto cómico y absurdo, del que no estuviera exenta la dosis justa de azar, precisamente un azar que siempre es cómico y divino?

¿Cómo no contemplar a los dioses escuchando complacidos y divertidos el alocado plan de uno de ellos (¿fue Dionisos, Apolo, Prometeo...?): crear una criatura mortal, finita, irrisoria, ridícula, que finalmente los acabaría liquidando a todos y los sustituiría por un único dios? ¿Cómo no verlos desatados, fuera de sí, alegres, tan jóvenes, incapaces de contener las carcajadas estentóreas, rebozándose por el suelo, las manos sobre el pecho, llorando de risa, partiéndose literalmente ante la bizarra idea, incapaces de comprender todas las consecuencias de su acto (acaso con la única excepción de la ojizarca Atenea, la sabia, quien, desde un rincón, contemplando la escena, con gesto serio y reflexivo negaría con la cabeza musitando por vez primera «la situación es catastrófica, pero no seria»)?

Definitivamente fue la acción de una risa divina, ligera y alegre, como una brisa mediterránea que riza y eriza la superficie del mar hasta arribar a la ribera, lo que, finalmente condensada en una materia, habría originado las creaturas (todo es espuma, todo nace de la espuma, no solo el amor, Afrodita... quizá era en eso en lo que pensaban los promotores de aquellas concurridas fiestas de la espuma tan en boga hace unos años en pubs y discotecas). Una risa potente que resonó en el vacío del cosmos cuando los dioses decidieron crear al hombre, la risa que los embargó cuando imaginaron lo que habría de suceder, cuando profetizaron su propia muerte a manos de su creación, cuando barruntaron la derivada de esta hacia el monoteísmo. Sí, sin duda, previo y más fundamental que la cólera homérica es el humor divino.

La literatura es, ante todo, una salud, es decir, una cuestión de crítica y clínica. Como la filosofía para el poeta, según creía Hölderlin. Si ante la estupidez, los mismos dioses luchan en vano, habremos de refugiarnos en la literatura, pero no porque pensemos que pueda fungir como una estéril torre de marfil. Es cuestión de supervivencia. A su manera, lo vieron Aristófanes hace más de 2.550 años y Juan Ruiz hace siete siglos. Sigamos su ejemplo mientras esperamos la redención de don Carnal, quien, por cierto, a estas alturas ya ha sido liberado..