Un viejo amigo, exitoso empresario de la construcción en tiempos de la dictadura cívico-militar, me preguntó, hará cosa de diez años atrás: «¿Cuántos libros has publicado?». «Veinte», le respondí. «¿Y cuánto dinero ganaste con ellos?». «La verdad… ni un solo peso, pues si echo las cuentas, el saldo es una cifra roja, que incluye ciertas miserias domésticas dignas del olvido, salvo para escribir con ellas una historia triste». «Entonces», concluyó mi amigo, con la rotunda certeza de un neoliberal convencido, «considérate un perfecto fracasado».

Bajo su prisma, la conclusión es válida. Si agregamos a la diferencia costo producto (libro) versus rentabilidad (ventas menos costo), las innumerables horas de trabajo escritural y otros tiempos, no mensurables, que la creación estética implica, el balance es penoso. Aquí no se considerarían las satisfacciones «espirituales» ni el goce sustancioso de la palabra ni las encomiendas sucesivas a variadas musas. Dos más dos son cuatro, aunque nuestro caro Vicente Huidobro escribiera: «Los cuatro puntos cardinales son tres: el Norte y el Sur». El ingenio de la poesía no es capaz de doblarle la mano a la aritmética.

Nuestro oficio literario es de precariedad casi absoluta, aun cuando surjan, cada cierto tiempo, un puñado –o menos- de escribas que logran tocar las verdes páginas de la fortuna. Y debiéramos alegrarnos por ello, pese a que la envidia florece mejor, entre nosotros los pendolistas, que la solidaridad entre pares. Así, se denuesta a Pablo Neruda por su bienestar económico algo tardío, sobre todo habiendo sido comunista de por vida; a Isabel Allende, por su condición de superventas; a Hernán Rivera Letelier, y a otros que han sabido obtener réditos del malhadado oficio, sea por ventajas socioeconómicas de familia o por prebendas surgidas del aprovechamiento de una condición sexual vanguardista.

Pero cuando un individuo, de mediocres méritos literarios, aprovecha su posición de tránsfuga ideológico, para ascender a costa de denigrar los presupuestos filosóficos que abrazó con entusiasmo juvenil y, de paso, escarnecer públicamente a quienes otrora consideró sus paradigmas, el asunto se vuelve harina de otro costal, máxime si el trepador combina, con habilidad maquiavélica y mercantil –convengamos-, su quehacer literario con actividades políticas militantes… Entonces, algo huele a podrido en el humilde Parnaso republicano.

Como habrás intuido, sagaz lector(a), el sujeto de marras se llama Roberto Ampuero, autor de conocidas novelas, tanto en el género policial como en el de testimonio político; en el primero, logra un verosímil personaje-inspector, sin alcanzar, ni por asomo, el vívido realismo humanista del detective Heredia, creación de, eximio novelista-policiaco; en el segundo, su intencionalidad de menoscabo flagrante transforma a los protagonistas en burdas caricaturas, bajo la mirada omnisciente del narrador titiritero, con escaso o nulo humor, más propio de la befa resentida que de la esclarecedora ironía intelectual.

En honor a la bibliografía que todos merecemos cuando se nos alude, sea para bien o para mal, recordemos las principales obras de este andinista sin cumbres ni vocación deportiva: ¿Quién mató a Cristián Kustermann? (1993); en esta novela aparece su investigador policial, Cayetano Brulé. No recuerdo si es aquí donde Ampuero escribe: «El inspector se puso la chaleca y salió», expresión que habrá aprendido a evitar en su meteórico ascenso diplomático y en el trato con los cuicos de UDI y RN, con los que suele comer ahora, sin hablar con la boca llena ni colgarse la servilleta al cuello. El alemán de Atacama (1996); Boleros en La Habana (1997); Nuestros años verde olivo (1999); Los amantes de Estocolmo (2003); Pasiones griegas (2006), destacada como «mejor novela en español», ese año, en China; El caso Neruda (2008); La otra mujer (2010).

Faltan aquí otros títulos. Se trata de un prolífico escritor, exitoso desde el punto de vista monetario; quizá también va a serlo de la crítica especializada, ¿por qué no?, y si en una década más nos toca padecer otra dictadura cívico-militar-liberal, es posible que a Roberto Ampuero se le otorgue el Premio Nacional de Literatura, ese que se escatimó a Gabriela Mistral durante seis años, después que obtuviera el Nobel de la Academia Sueca (en los negocios y en la literatura todo es posible).

Ya ven dónde ha llegado el excomunista, exiliado durante la dictadura en el «siniestro» este de Europa, según se cuenta, hoy entusiasta neoliberal y derechista contumaz, Ministro de Relaciones Exteriores sin haber puesto un pie en la Academia Diplomática, con escasos conocimientos y menos prestancia en las lides de las relaciones internacionales, al punto que necesitó, como consueta de circunstancias en La Haya, al bueno de Heraldo Muñoz. Hay que considerar la mínima capacidad inventiva de todo escritor que se precie, herramienta que le ha servido a Roberto para salir del paso en más de alguna oportunidad.

-¿Estima usted repudiable al señor Ampuero por abjurar de antiguas creencias y cambiarse de bando?

-No, en absoluto. Todas las ideas son susceptibles de trocarse por otras, siempre que no se hayan transformado en dogmas de fe, como muchas veces ocurre. Distinto es oficiar de mercenario ideológico, cambiando conceptos por dinero y poder; eso tiene otro calificativo, sin ofender viejas profesiones.

-En la primera mitad del pasado siglo hubo intelectuales marxistas de prestigio que condenaron el estalinismo…

-Claro que sí. Entre ellos, recuerdo el caso de André Gide, quien visitara en dos oportunidades la Unión Soviética. Luego de su segundo viaje expresó, verbalmente y por escrito, sus discrepancias con un modelo que calificó de totalitario… Pero Gide no lucró con su discrepancia ni se pasó a la derecha, lo que hubiese sido salir del fuego para caer en las brasas, si me permite el lugar común.

-Caso semejante fue el de Albert Camus. Pero si estuviese con nosotros ese amigo suyo, que usted cita en el inicio de esta crónica, tal vez le diría a usted que está respirando por la herida.

-¿Cuál herida?

-La de su propia incapacidad para medrar como se debe en esta actividad… o en cualquier otra.

-Lo de la falta de destreza y aun de pulso arribista, se lo concedo; lo de envidia ante la ajena fortuna, no…

Después de todo, he llegado a una cierta conformidad con las gratificaciones silenciosas del oficio. En mi caso, prefiero hacer mía la sentencia de Alone: «A quien no ama el dinero, éste suele pagarle con la misma moneda».

-Es cuestión de amores, entonces...

-Si entendemos el amor como asunto gratuito. Lo otro es, por decir lo menos, de simples aprovechados.