Antón Chéjov era médico y escribía cuentos. Seguramente su profesión le enseño a observar la gente, a describir los detalles y analizarlos en modo claro y simple. Pero Antón Chéjov también sabía de los juegos, intuía el drama al ver un rostro y leía a las personas como se lee un libro y por eso iba más allá de las apariencias. Chéjov sabía también que cada historia tenía que ser afilada y precisa, sin narrar más del necesario, sin exagerar y perder el hilo. Sabía escoger bien las palabras cuando describía la tristeza de un cochero que había perdido a su hijo, o nos mostraba a la mujer del boticario atendiendo a sus clientes y soñándose bajo otra luna y con otra compañía.

Chéjov, a menudo, nos hace partícipes de situaciones, donde uno de los personajes escucha al otro y descubre su intimidad e intenciones sin ser descubierto y esto pone en marcha la fantasía. Yo sé y tú no sabes que yo sepa. Pero ese saber, se adensa en el aire y se hace gestos y muecas, o quizás, el que comparte sus secretos, insinúa intencionalmente motivos, gustos y amores para avivar la fantasía de su oyente secreto.

Chéjov desnuda sus personajes, mostrándonos lo que sienten, desean y piensan. Nos evidencia su ego y a veces su dolor y su miseria. Después de haber escuchado atentamente la conversación entre los dos militares, detrás la ventana, antes de que ellos entrasen en la botica, la mujer del boticario los interpela: ¿qué desean ustedes? Ajustándose el vestido. Denos... quince kopeks de pastillas de menta, responde el mayor. Y el ajustarse el vestido ya revela, como también la pausa indecisa después del «denos…» de uno de los militares, que unos segundos antes hablaba de ella. Y estas dos frases, este breve intercambio, nos hace entrar en un mundo de contrastes y esperanzas, donde el abismo entre el deseo y la realidad, muestra su profundidad y fuerza.

En otro cuento, La colección, dos amigos comparten un té en la casa de uno de ellos. El visitante, como es habitual, pide un poco de pan y el patrón de casa le muestra su colección de objetos encontrados en la comida hecha, comprada en los negocios. Un clavo, una cola de ratón, una uña sin manos ni dedos, mientras le cuenta a su amigo todos los peligros a los cuales se ha expuesto. Una cerilla carbonizada, que tragó, comiendo un pan, casi le quita la vida, si no hubiese sido por la ayuda tempestiva de su mujer. Después de haber visto la colección, el visitante no insiste más en pedir pan para el té y bebe silenciosamente su vaso.

Pero uno de cuentos de Chéjov que más me han sorprendido, es Una bromita. Un gélido día de invierno, una pareja de amigos, paseando, a petición de ella, deciden deslizarse en trineo cuesta abajo. Ella cómodamente sentada y el de pie, detrás de ella. La velocidad con que se desplaza el trineo es alta y aumenta. El viento frío los golpea en el rostro y en esa precisa escena, él le susurra:

«La amo, Nadia»

y ella permanece completamente quieta. Después vuelven a subir, empujando el trino cuesta arriba y ella le suplica de volver a deslizarse y lo hacen y él le repite siempre:

«La amo, Nadia»,

hasta que todo se convierte en una obsesión y ella sin saber o querer reconocer que era él quien decía esas palabras, se imagina una declaración de amor, que llega con viento desde el mismo infinito del universo y de las estrellas. Y un atardecer, antes de partir a Petersburgo, él descubre a Nadia, mirando el cielo y esperado inquieta, que el viento, mensajero, repita la promesa.