Cada país tiene diferentes grados de paranoia acerca de la amenaza externa. Pienso en mi patria anterior, Polonia, que ha sido invadida y destruida tantas veces que no podríamos llamarla, por buscar cómo defenderse de sus vecinos, como una reacción exagerada. Lo mismo pasa con su vecina Rusia que perdió nada menos que 20 millones de sus ciudadanos. Pero otros países, como Estados Unidos, que solo fueron invadidos por Pancho Villa, parecieran más obsesionados de la cuenta; buscan peligros cada diez años.

Sin embargo, están tan obsesionados con los musulmanes que no se han percatado de una filosofía que ha ido calando en las mentes de los americanos y es tan «progresista» que pasa inadvertida. Su efecto ha sido más devastador que cualquier terremoto; ha socavado nuestros matrimonios, nuestras relaciones interpersonales, nuestra antigua lealtad a las personas. De cada dos que se casan, en menos de un año, una terminará en divorcio.

El budismo tiene una forma particular de entender la existencia y las relaciones entre humanos: plantea que la vida es un proceso de cambio constante que requiere que nos adaptemos y que reeduquemos nuestra mente para hacernos más fuertes. Las personas que practican esta disciplina suelen decir que el budismo en general y las leyes del karma, en particular, les permiten conectar mejor con sus emociones, lograr mejores niveles de comprensión y estar más cerca de la felicidad. Pero si una persona nos causa algún desequilibrio en esta paz mental, merece la patada, el divorcio y la demanda inmediata por abuso psicológico (claro que algunos muy justificados). Ya no aguantamos nada.

El budismo considera que la personalidad individual es una farsa, un engaño, que nos impide ver la conexión con el universo entero. El objetivo principal es disolver el ego y buscar el karma que es una experiencia comunal. Por eso los kamikazes que se estrellaban contra los buques norteamericanos lo hacían pensando que, al volarse en pedazos, se hacían parte de los átomos del universo. En el cristianismo, el amor al prójimo es el llamado fundamental. Cristo no vino a pedirnos que nos matáramos para unirnos a la danza universal, sino a respetar y amar nuestra individualidad. Y amarnos significa que no somos solo átomos que circulamos en el universo y que la persona con que te enamoraste no es tu gurú, ni tu maestra de filosofía: es una de carne y hueso, con tus mismos defectos.

Así que las religiones no son compatibles.

Los orígenes en Occidente de lo holístico no son democráticos. Tanto que no existió un régimen que lo promovió más que el de los nazis. No olvidemos que Hitler era vegetariano, que su gobierno fue el primero en prohibir el fumado en el trasporte público y que el deporte y el amor por el campo y el aire puro, fueron sus nortes.

En Costa Rica, el budismo ha entrado por donde menos lo esperábamos: el amor. En inglés, enamorarse significa fall in love, o sea caer en el hueco del amor. Uno se enamora cuando menos lo espera. No nos enamoramos de la perfección del perfil falso de Facebook. Nos enamoramos de las imperfecciones que encontramos, no de alguien que nos sirva como compañero de gimnasio o de meditación. Mucho menos de un coach para triunfar en los negocios, en los medios, en la farándula. El amor es la locura que no sabemos por qué caímos en ella. Y si salimos corriendo, te aseguro que si eso es nirvana, prefiero el infierno.

El amor es la decisión ética más profunda que podamos hacer. Una de las grandes ramas de la filosofía, según Badiou. El divorcio que nos ha traído, en parte, la filosofía budista (si no te ayuda a iluminarte, déjala) está haciendo más daño que todos los locos musulmanes fundamentalistas.