La Navidad conmemora el nacimiento de un ser pobre, en un lugar muy humilde, para indigentes. Jesús, de Nazaret, nació pobre, vivió pobre y murió pobre y maltratado después de una corta vida de entrega, sabiduría y dedicación a la redención de los demás; llegando a convertirse en el mártir de uno de los mayores hitos de la historia de la humanidad: el cristianismo. Jesús murió como vivió, sin ostentaciones, nos cuentan las crónicas recogidas en el Nuevo Testamento, esa segunda entrega de la Biblia que ha sido determinante para convertir este texto de autores varios en el mayor best seller jamás escrito. Desde que Gutenberg la imprimió en el siglo XV, se han vendido más de 6.000 millones de ejemplares. Curiosamente, es el libro que más se compra en tiempos de crisis.

Para casi todos los cristianos, Jesús nació en Belén, un poblado palestino de Cisjordania, en Judea, a pocos kilómetros de Jerusalén. Existe controversia, sin embargo, sobre este hecho. Estudios históricos más verosímiles sitúan el nacimiento de Jesús en Nazaret. Esta ubicación ya está recogida en las escrituras de mano de los evangelistas Juan y Marcos. Nazaret, en Galilea, muy lejos de Belén, es considerada la cuna del cristianismo desde que parte del mundo es cristiano. Los convencidos de esta línea histórica más verosímil, consideran que será a partir del convencimiento firme de que Jesús era el Mesías, que se situó la natividad en Belén, con la intención de ajustar el nacimiento a la tradición judía contenida en la profecía de Miqueas.

Miqueas, profeta muy crítico con las actitudes vanidosas, soberbias y de corrupción de los jueces y los príncipes de Jacob, predicó entre el 740 y el 696 a.C., el advenimiento de un Mesías, un libertador. La profecía tenía más base de necesidad de cambo social y de las injusticias de la época que de encarnación de Dios en la carne. El texto es, eso sí, muy claro sobre el lugar en el que nacería el Mesías.

«Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad».

(Miqueas 5:2)

En cualquier caso, y atendiendo al motivo que nos ha reunido aquí, damos por buena que la celebración de la Navidad arranca del propio acontecimiento que la genera, el nacimiento de Jesús de Nazaret. No es objetivo de este artículo determinar los misterios en torno a este nacimiento de niño de madre que no conoció varón, ¡un asunto del que solo Dios sabe! Así que, se ha aceptado sin mayor discusión Belén y la tradición de su pesebre que se remonta a la Nochebuena del año de 1223, así como la incorporación de las tradiciones paganas que sobrevivieron a la conversión al cristianismo, como las festivales de luz contra los espíritus en los solsticios de invierno, o el árbol de navidad y su simbológica adoración a las estrellas, a la luna y al sol, adaptada al ideal cristiano en tiempos de san Bonifacio adornando encinas con manzanas de la tentación y velas de la redención y la salvación. Las tradiciones han llegado hasta nosotros para tomarlas o dejarlas, para disfrutarlas o para ignóralas. Contemplar la alegría con que las fiestas de Navidad llenan los corazones de nuestros más pequeños, es buena razón para pasar por ellas con una actitud constructiva.

La Navidad es época de fraternidad. La fraternidad es un concepto que transforma al ciudadano planetario positivamente contra la explotación mundial endémica del humano. La Navidad es tiempo de paz y reconciliación. Son muchas las personas, y no solo cristianas, que así lo creen. Hace ciento cuatro años, una Nochebuena de 1914 paró la matanza entre trincheras durante la I Guerra Mundial.

Muchos actos humanitarios se han producido por el simbolismo de estas fechas. La Navidad es una tradición que contagia compasión, piedad, bondad, humanidad y transformación. Como en Cuento de Navidad, de Charles Dickens, la Navidad abre espacios de reflexión, sobre la vida, sobre nosotros mismos y sobre el desconocimiento del prójimo. Si al viejo vanidoso y tacaño Scrooge – protagonista de la novela de Dickens – los «espíritus» de la Nochebuena, le abren las oportunidades de cambiar su vida solitaria, hostil y resentida; cabe suponer que es un momento en el que cualquiera puede plantearse mejorar pequeñas cosas. No es necesario que aceptemos la perspectiva de lo sobrenatural para contemplar la Navidad como un tiempo que, sin duda, algo de mágico contiene.

«Vanidad es solo amar con regalos y no con acciones».

(1 Juan 3:18)

La Navidad transmite sentimientos de optimismo, alegría, calidez y vida. También puede vivirse como un periodo de tristeza, e incluso de desesperanza. La carga emocional que estas fiestas representan para algunas personas genera ansiedad, deseos de que pasen con rapidez. Considerarlo un periodo atípico e irreal es, también, una forma de afrontar esos días en los que prácticamente todo lo que nos rodea tiene sabor a Navidad. Desde que el mundo cristiano celebra la Navidad, en el siglo V ya eran fiestas universales, la efemérides se ha movido entre las dádivas y las viandas. Los deseos de felicidad y prosperidad para todos siguen siendo un ideal de estas celebraciones. Continúa teniendo ese carácter de momentos especiales con nuestros seres queridos en los que se intercambian regalos. Pero la Navidad es, en los tiempos que corren, sobre todo, un producto de venta neoliberal que impone consumos.

Dos mil dieciocho años después de que unos magos depositaran a los pies de un niño nacido en condiciones de exclusión social, regalos caros y presuntuosos, el consumo es el gran protagonista de la Navidad. El regalo, lo más deseado y esperado. A casi todos nos gusta recibir alguna cosa por estas fechas. Bueno, hay quien no, pero ni siguiera estos pueden disociar la Navidad de algunos de los recuerdos más hermosos de su infancia, asociados, principalmente, a los regalos de Nochebuena, día de Navidad o día de Reyes Magos. Sí, la Navidad es periodo de consumo intenso y lo cierto es que en este consumo algunos se consumen.

La Navidad es tiempo de vanidad. La vanidad en forma de arrogancia, presunción y engreimiento. La Navidad sirve para presumir. La vanidad, por otro lado, del juicio ideológico sobre lo que, a criterio personal, está falto de consistencia, es superficial o pasajero. En todos los casos, la vanidad, como dice Flaubert, es un loro que pasea su hermoso plumaje entre los árboles. La vanidad por Navidad es el mayor hacedor de expectativas frustradas. Muchos de los regalos navideños crean insatisfacción, desconcierto al provenir de las personas que suponemos que mejor nos conocen, y marcan una tendencia a reflejar cierta pobreza en la relación. Las realidades socioeconómicas de muchas familias, las realidades de carencias afectivas de muchas otras, los diferentes códigos y estilos de comportamiento de muchas personas, generan algún que otro cortocircuito por Navidad. El psicólogo británico Jeremy Dean afirma que, en ocasiones, los obsequios navideños se convierten en una situación sin salida.

La vanidad de la Navidad nos aflora hasta por los sentidos. El brillo de las luces y guirnaldas parecerían favorecer una mayor sociabilización e integración en la comunidad y sus actividades sociales. En general este efecto, sobre millones de personas, tiene un resultado que correlaciona con el aumento del consumo. La música propia de la época en interacción con los olores típicamente navideños, también estimulan actitudes de envanecimiento consumidor.

Nuestra vanidad en Navidad nos lleva a mostrar a los demás que tenemos una vida intensa, emocionante y rica en experiencias, nos convertimos en valor como producto de consumo para otros consumidores, lo que consideramos aumentará prestigio y valor social. Cuidar nuestra imagen física, psíquica y emocional es una tarea a la que nos dedicamos con intención. No todos, claros está. No siempre, por supuesto. La Navidad es básicamente emocional.

Sí, en Navidad nos volvemos todos un poco locos. Comemos en dos días lo de dos semanas. Nos atiborramos de mensajes subliminales que nos invitan a consumir. Presumimos y somos vanidosos con lo que damos y con lo que recibimos. El consumo navideño es, sin lugar a duda, el más emocional de todos. En Navidad desinhibimos emociones en deseos que tratamos de satisfacer mediante el consumo. Quien nos vende Navidad lo sabe y por eso se han multiplicado año a año las campañas de publicidad que se dirigen a impactar directamente al centro de nuestras emociones, más que a mostrar las características de un determinado producto, acción o situación.

La Navidad es una de las épocas del año que más nos pone las emociones a flor de piel. Las vivencias son de lo más intensas. Es, esencialmente, un breve periodo de alegría y felicidad, aunque esto depende mucho del estado anímico con el que entremos en ella. Existen condiciones muy variadas para que estas fiestas puedan relacionarse con eventos agradables o desagradables a la percepción individual de las personas. Nadie cuestiona que puede representar una ocasión en la que se disparan los conflictos reprimidos, afloran recuerdos y se reavivan las añoranzas, los fuertes sentimientos de nostalgia reaparecen en Navidad más que en cualquier otra época del año.

Pero la Navidad, aunque esté fuertemente idealizada, es un hecho mágicamente humano. Contiene sentimientos de espiritualidad por los que cada uno mima y cuida su interior, y cultiva sus valores. Los actos de generosidad y reconciliación son más habituales de lo que nos pensamos si solo observamos la óptica mercantil del evento. Dar un sentido íntimo a lo que significan estas fiestas, nos quita presión sobre las expectativas que frecuentemente nos hacemos sobre la Navidad.

Pese a todo, o quizá por todo ello...¡Feliz Navidad!