«Negra sombra que me asombra...».

(Rosalía)

«Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada
de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa…».

(Gabriela)

Hasta ahora no hay indicios de que Gabriela Mistral haya accedido a la obra poética de Rosalía de Castro, aun cuando Juana de Ibarbouru y Alfonsina Storni, referentes contemporáneas de Gabriela, conocieran y se encantaran con la poesía de la hija del Sar; también Victoria Ocampo, con quien Gabriela mantuvo asidua correspondencia, pero no existe rasgo alguno en la obra de la hija de Elqui que nos remita a la excelsa poeta gallega del siglo XIX.

No obstante, hay similitudes notables en el estro vital y estético de las dos grandes creadoras, al punto que sus obras y sus existencias, cotejadas desde la extrañeza admirativa, nos aportan señeras claves analógicas. El denominador común de ambas –me atrevo a decir- es la desolación, el desamparo del ser ante el mundo, sin paliativos, sin esperanza, salvo aquella fuerza interior que la sensibilidad estética y emocional encauza en aras de la creatividad; en este caso, lingüística y poética, en auténtico desgarramiento de la palabra, para que ésta quede temblando o fulgurando en sucesivas impotencias, cárcel patética del sentimiento que las desborda. Sin embargo, debido a su móvil intrínseco, la poesía desvela y se vuelve conocimiento intuitivo del ser y del mundo.

Rosalía casó a temprana edad con el historiador gallego Manuel Murguía, con quien tuvo cinco hijos. Hay versiones encontradas de su vida conyugal, sobre todo en aquellas instancias donde Rosalía requirió, en inmejorable metáfora de Virginia Wolf, un cuarto propio, ese espacio escatimado a la mujer durante siglos, ámbito que la cultura patriarcal reservó al hombre, relegando a su compañera al yugo de la cocina y al rigor silencioso de la sala de costuras, o a la esfera de esa maternidad imperativa que se atribuye a una ciega voluntad divina, que obliga pero no provee. Para unos, la poeta fue apoyada e incentivada por el marido en su actividad creadora; para otros, el esposo habría ejercido una tutela autoritaria, celoso de ese genio lírico de Rosalía del que él careció.

Estas contradicciones no podrán ya ser desveladas, pero la obra rosaliana contiene signos y rasgos que constituyen un desafío no resuelto para indagar en su mundo afectivo, en sus amores truncados –que los tuvo, sin duda-, circunstancias que le cerraron opciones a una felicidad anhelada hasta el fin de sus días, cuando en la hora postrera o derradeira le pide a su hija Gala: «Abre la ventana que quiero ver el mar...».

Rosalía fallece el 15 de julio de 1885, habiendo sido negada en vida por los poderes sociales y políticos de su tiempo, por su condición de hija «ilegítima», así como por su poesía denunciadora de las miserias de su pueblo, sobre todo de la marginación de la mujer gallega. Como flagrante contradicción, su funeral será dirigido y «oficializado» por quienes la menospreciaron: los patriarcas políticos y caciquiles, vestidos de levita y sombrero hongo.

Quizá vibraban, acusadores en la memoria colectiva de su pueblo, esos breves versos suyos que dicen más que un tratado sociológico:

«Daquelas que cantan ás pombas e ás frores/ todos din que teñen alma de muller/ Pois eu, que n' as canto, Virxe da Paloma,/ ¡ai!, de qué a terei?»

(De aquellas que cantan a las palomas y a las flores/ todos dicen que tienen alma de mujer/ Pues yo, que no las canto, Virgen de la Paloma,/ ¡ay!, ¿de qué la tendré?)

Al iniciarse la ceremonia fúnebre, el poeta Manuel Curros Enríquez, rebelde y anticlerical, es impedido de pronunciar un discurso. Como alternativa, insiste en declamar un poema. Se le acepta, pensando quizá en la ineficacia contestataria de la poesía. Curros sube al estrado y con su potente voz de bardo canta:

Do mar pola orela
mireina pasar.
Na frente una estrela,
no bico un cantar.

E vina tan soia na noite sin fin
que inda recei pola probe da tola,
eu, que non teño quen rece por min!

A musa dos pobos que vin pasar eu,
comesta dos lobos,
comesta se veu.

Os ósos son dela
que vades gardar.
Ai, dos que levan na frente unha estrela!
Ai dos que levan no bico un cantar!

(Del mar por la orilla
la miré pasar.
En la frente una estrella,
En los labios un cantar.

Y la vi tan sola en la noche infinita
que entonces recé por la pobre loca,
yo, que no tengo quien rece por mí.

La musa de los pueblos
que vi pasar yo,
comida por los lobos,
devorada se vio.

Los huesos son de ella
que vais a enterrar.
¡Ay de los que llevan en la frente una estrella!
¡Ay de los que llevan en los labios un cantar!).

Cómo no establecer una similitud con Gabriela Mistral, cuando obtuviera, en 1945, el primer Nobel de Iberoamérica, habiendo sido patrocinada al galardón universal, no por Chile, sino por el gobierno de la República del Ecuador. Como patético y grotesco desenlace, seis años más tarde, se le otorga un tardío Premio Nacional de Literatura. Hasta el día de hoy, Gabriela sigue siendo preterida por la «oficialidad literaria» de Chile, con honrosas excepciones de exegetas como Jaime Quezada o Naín Nómez.

De la infancia de Gabriela se recogen testimonios contrapuestos y desvaídos en el tiempo. Habría sido abusada por su padrastro, hecho que influiría, definitivamente, en su comportamiento afectivo con los hombres. Se ha especulado, asimismo, acerca de supuestas inclinaciones lesbianas con sus asistentas y secretarias. Del sobrino que adoptó, Yin Yin, se ha dicho que fue hijo carnal de un amorío secreto… Pero el morbo sensacionalista da para todo, menos para un análisis lúcido de su obra a la luz de una existencia atormentada, que iba a ensombrecerse aún más con el suicidio del sobrino adolescente.

Una década después de la partida de Gabriela nos enteramos de sus encendidas cartas de amor con el poeta Manuel Magallanes Moure, en furtiva y clandestina relación que, según amigos y conocidos cercanos, no habría llegado a su culminación carnal, aunque el fuego de las palabras y de las imágenes epistolares sugiera una pasión desbocada de alma y cuerpo. La poeta escribió al respecto versos significativos:

Él pasó con otra;
yo le vi pasar.
Siempre dulce el viento
y el camino en paz.
¡Y estos ojos míseros
le vieron pasar!

No obstante el ardor epistolar con el que Gabriela parece entregarse por completo al amado, las respuestas de Magallanes Moure son más bien cautelosas, como si estuviese inquieto por verse sorprendido en «falta moral». Es probable que las cartas más comprometedoras escritas por él a la poeta hayan desaparecido.

Se cuenta que ambos concertaron una cita en la estación El Volcán, del ferrocarril cordillerano que unía, a través de rieles de trocha angosta, la actual Plaza Baquedano, en el centro de Santiago, con esa última parada de un antiguo paso fronterizo en los altos del Cajón del Maipo, entre las cumbres fronterizas de Los Andes.

Manuel la esperó en al andén, vestido con un panamá y sombrero de pita; en el ojal llevaba una rosa roja. Gabriela descendió, caminando a su encuentro por la plataforma. Cuando estaba a unos treinta metros de él, se detuvo, volvió presurosa y se metió en uno de los carros a punto de iniciar el descenso. Un encuentro frustrado, una señal o sino que iba a repetirse muchas veces en la vida de la Poeta, hasta que cuatro décadas más tarde, ella encontró la correspondencia de su amor en Doris Dana, una joven estadounidense estudiosa de su poesía y admiradora incondicional.

Pero cabe preguntarnos, ¿qué hay detrás de esta perenne actitud desolada de ambas creadoras? Quizá una insatisfacción que está más allá de los paliativos que provee la íntima anuencia con otros seres humanos; tal vez una suerte de angustia metafísica de hondo arraigo femenino, tan misteriosa como inexpresable, aún a través de sus genios poéticos. Hay en sus obras un profundo sentido de la vida como tragedia irremediable, de la presencia de la muerte como sombra aciaga o peligro inminente que se ciernen sobre los seres amados para segar su existencia, sumiéndolas en total desamparo, en definitiva orfandad.

Para una parte de nosotros, la que habita en el Noroeste de la vieja Galicia, Rosalía es «la Gabriela Mistral» de los gallegos; para la que mora en la estrecha y larga cinta del Último Reino, Gabriela es «la Rosalía de Castro» de los chilenos.

Ambos cantos, ambas voces, pervivirán, porque son imprescindibles, pues sin ellos estaríamos sumidos en esa «negra sombra» que nos desasosiega sin remedio.