«Rosalía estaba en nos, os alonxados.
Sen querer falar do doble fío da saudade,
soio diremos que a saudade é
a dinámica da emigración».

(Eliseo Alonso)

De esto hace ya treinta y cuatro años. En abril de 1985 recibí por correo una invitación para participar en el Congreso Rosalía de Castro e o seu Tempo, convocado en Santiago de Compostela, a partir del 15 de julio de ese año, en conmemoración del centenario del pasamento de Rosalía, acaecido en 1885, en su casa de Padrón, localidad de A Matanza, en cuyos ámbitos se sitúa hoy el Museo que honra su memoria.

Dos años antes de esa fecha, en mayo de 1983, viajé por primera vez a Galicia y conocí el casal de A Touza, parroquia de Santa María de Vilaquinte, Lugo, donde vino al mundo mi progenitor, Cándido Moure Rodríguez, quien emigrara a la Argentina, en 1924, con sus padres y sus seis hermanos. Visité luego la morada de Rosalía y tuve como gentil anfitriona a la actriz Maruja Villanueva, a la sazón directora de la Casa Museo. Mientras yo contemplaba la figura de cera que yacía en el lecho de la poeta, experimenté una honda conmoción y el consecuente llanto que procuré ahogar. Maruja, a mi lado, recitaba Negra Sombra...

A instancias del doctor Agustín Sixto Seco, uno de los destacados promotores del congreso rosaliano, envié un texto como ponencia, Rosalía y la nostalgia del paraíso, que expuse en una de las aulas de la Universidad de Santiago de Compostela, y que hoy es parte de las Actas de dicho congreso. Para mí, aquello fue como la verificación formal de ese antiguo amor, tanto por la obra poética de Rosalía de Castro como por su figura nimbada de misterio, que había germinado en mí al cumplir los siete años de edad, cuando mi padre me enseñó a recitar sus poemas más conocidos, comenzando por Adiós ríos, adiós fontes, que yo declamaba en honor de mi abuela Elena, en su onomástico del 18 de agosto.

Escuchábamos la lengua gallega en los ámbitos de Chacra El Olivo, en Santiago del Nuevo Extremo, de boca de la abuela, de mis tres tías gallegas y de mi padre. Sus dos hermanos varones preferían el castellano y, como la mayoría de los gallegos residentes en Chile, olvidaban la lengua vernácula, en curiosa y patética mezcla de menoscabo cultural del propio acervo y de aquiescencia con la política «españolizadora» y cerril que el franquismo propugnó, dentro y fuera de esa España aherrojada, como única vía posible para expresar lo español; cultura entendida como «charanga, cuplé, toreo y pandereta», que continúa practicándose en muchos de los centros hispanos de América, resabio de un colonialismo añejo y mustio que es parte de la desmemoria colectiva y de la negación endémica de una riqueza cultural que radica en la diversidad creadora de los pueblos que habitan, desde hace dos milenios, la Península Ibérica, poseedores de un idioma y de una identidad nacional propios: gallegos, vascos y catalanes.

Tal como mi padre pugnaba por revivir aquellos hilos conductores y los referentes existenciales con su lejano mundo gallego, que se abrían en la dulce prosodia de su lengua campesina y marinera, la música, el canto y la poesía han constituido puentes de unión y contacto permanentes con esa maravillosa cultura que nos fuera revelada a través de los sencillos ritos de la mesa y de la fiesta, de la comensalía participativa, de la literatura y de la música, como pan necesario para articular una vida más plena de anhelos y de raigambre originaria.

Durante siglos, desde las comarcas de Occitania, en las faldas del norte de los Pirineos, a través del Camino de Santiago, las voces de los trovadores francos transmitieron la poesía que cantaban, en palacios, villas y aldeas, por las rutas septentrionales de la Península que desembocaban en Campus Stellae, el Campo de las Estrellas, Santiago de Compostela. Nace así la trova galaico-portuguesa, con cantores ilustres e inolvidables, en la rica tradición que va desde el siglo XII hasta los albores del siglo XV, expresada por medio de las cantigas, en sus tres vertientes o modos principales: de Amor, de Amigo y de Escarnio o Maldecir.

Más que simples entretenimientos de la nobleza palaciega, o solaz de hidalgos, villanos y campesinos, las cantigas constituyeron cauce vivo de la cultura de su tiempo, a través de cuyas vías los seres humanos daban a conocer su cosmogonía, su visión del mundo y de sus semejantes, sus anhelos e inquietudes sociales, sus esperanzas de encontrar algún día el pájaro azul de la felicidad.

La poesía, que era siempre cantada, en inseparable simbiosis con la música, proveía de un medio dinámico y vario para expresarse y entenderse, dentro de los estrechos márgenes de libertad de un tiempo en que la teocracia feudal constreñía, vigilaba y castigaba a los transgresores (pecadores) con miras a enrielarlos hacia la única salvación posible y necesaria: la escatológica bajo la férula del Papado, mientras los poderosos disfrutaban a sus anchas de los bienes de este mundo y aseguraban, con la cruz y la espada, las prerrogativas del otro. Pero los códigos del arte son capaces de eludir la garra del poder establecido, a través de un lenguaje de símbolos y alegorías, donde el humor suele transformarse en arma eficaz y comprensible para los desheredados, haciendo realidad el viejo refrán: debajo de mi manto, al Rey mato.

El trovador, el juglar, el poeta, encarnarán la irreverencia, la burla posible y oportuna, para acceder a la catarsis social de la fiesta y de la plaza, de la cosecha y del beneficio laboral, como recompensas del sudor en los oficios, donde está permitido mofarse de los poderes y dar rienda suelta a los deseos de la humana condición, mediante las formas del sentimiento, la alegría, la cólera, el humor, la tragedia y el placer. Hay creadores que permanecen, cuyos antiguos versos todavía se cantan hoy, como Paio Soares, Dom Dinís, Airas Nunes, Mendinho y Martín Códax…

Su testimonio, como en una carrera de postas que atraviesa los siglos, pasa de mano en mano y de boca en boca, hasta hoy, en que modernos cantautores replican y renuevan la trova intemporal, porque si las redes de la Historia parecen interrumpirse, en infaustas ocasiones, bajo las tijeras interesadas del olvido, el arte universal mantiene sus hilos misteriosos, el fuego de todos los fuegos. De esa lumbre, donde late la voz estética de la tribu, Rosalía, como nuestra Violeta y otros genios de la poesía universal, recoge testimonios, cantos y decires populares, para recrearlos en su obra.

En Chile contamos con Eduardo Peralta, heredero pertinaz y entusiasta de aquella tradición secular. Discípulo de Georges Brassens y émulo distintivo en la interpretación musical de la mejor poesía chilena e hispanoamericana, Eduardo Peralta ha recorrido diversos escenarios de nuestro continente y de Europa, llevando aquellas voces en su guitarra transeúnte; asimismo, sus propias composiciones, en las que combina el humor, la ironía y la crítica ideológica con acertados componentes líricos y un notable dominio del lenguaje. Recordamos que en el año 2004 cantó, junto a Amancio Prada, en el Centro Cultural de España, de nuestra capital.

En el Mesón Nerudiano, taberna ubicada en el centro bohemio de nuestro Santiago del Último Reino, Eduardo ha completado ya quince años de sus Noches Brassensianas, de manera ininterrumpida, en sucesivas convocatorias donde entrega lo mejor de su quehacer musical, a la vez que invita a compañeros en el arte para que aporten y compartan su canto ante un público participativo y alerta.

Recuerdo que el lunes 16 de julio de 2017, a ciento treinta y dos años de la muerte de Rosalía, Eduardo Peralta organizó un singular encuentro, bajo el lema Un canto a Galicia, con la participación del cantautor chileno José María Herreros, quien vivió ocho años en Galicia, especializándose en temas de la trova galaico-portuguesa. También estuvieron en el escenario el trovador francés Daniel Fernández, el joven músico y gaitero, José María Moure, y este escriba, que recitó dos de los *Seis Poemas Galegos^ de Federico García Lorca, refiriéndose asimismo a la vida y obra de Rosalía y a su propia experiencia en torno a la poeta universal gallega. Eduardo Peralta ofreció a los presentes un manojo de poemas rosalianos a través de su canto y su guitarra de eximio trovador.

Al otro lado del mar, en la fría noche del invierno del Sur, escuchamos la perenne exhortación de Federico:

¡Érguete Rosalía, que xa cantan os galos do día!
¡Érguete, miña amada, porque o vento muxe coma unha vaca…!

Rosalía vive en nosotros, los hijos de la emigración que hacemos nuestra la convocatoria del granadino universal, para exclamar, en el abanico de la rosa de los vientos:

¡Érguete, nosa Galicia, que xa cantan de novo os galos da Historia!