Dedicado a los abogados dominicanos.

Tomás Moro fue un político y gobernante en el siglo XVI, en Inglaterra; también es un modelo de abogado, que debiéramos conocer en su profesión.

Erasmo de Róterdam calificó a Tomás Moro como hombre para todas las horas y se ha dicho que por su ejemplo es abogado para todos los tiempos.

Tomás Moro, más allá de su obra Utopía, fue un abogado admirado y un juez aclamado, que a diferencia de altísimos cargos jurídicos modernos, no se dejó seducir por los cantos de sirena de dignidades regias ofrecidas por Enrique VIII, y el precio que pagó por no dar su juramento y bendición jurídica a una nulidad matrimonial contra el derecho vigente en su vida.

La película Un hombre para la eternidad, filmada en 1966, de Fred Zinnemann, refleja espléndidamente la tensión entre principios y creencias religiosas frente al poder del monarca y nobles que le sostienen.

Es necesario transportarse a un tiempo en que la ley, el poder y el pueblo se enzarzaban en sobrevivir a costa de los otros: descubriremos que ni la abogacía ni las insidias políticas actuales están tan lejos de aquellos sucesos. ¡No está de más una mirada al pasado!

Las habilidades de abogado de Tomás Moro lo llevaron al servicio público, como diplomático, como encargado de administrar justicia en la ciudad de Londres, como parlamentario, y miembro del Consejo del Rey, hasta llegar al más alto cargo del reino como Lord Canciller de Inglaterra. ¡Fue el primer laico en ocupar este alto puesto!

El deseo de Enrique VIII de disolver su matrimonio con Catalina y casarse con Ana Bolena sería el inesperado accidente que desviaría al reino de Inglaterra de la unión con la Iglesia de Roma, para terminar dentro de la órbita del movimiento de la Reforma iniciado por Lutero.

Moro, sin incurrir en temeridad o precipitación, renunció a su cargo y pretendió retirarse de la política para dedicarse a la familia y a su devoción. Pero su silencio era demasiado elocuente para un reino que veía en el gran abogado y juez la representación de la rectitud y la integridad moral.

Compelido a jurar las leyes que legitimaban el nuevo matrimonio del rey y su nueva calidad de jefe supremo de la Iglesia inglesa, se negó a hacerlo invocando que su conciencia no le permitía tal proceder. Fue juzgado y condenado por traición y ejecutado por decapitación el 6 de julio de 1535.

Como abogado, uno de sus más eminentes biógrafos afirmó que

«tenía condiciones para la actuación, era un excelente orador, manejaba los recursos de la retórica y la argumentación, pudiendo mirar un problema desde distintos puntos de vista y sin comprometerse desde un comienzo con una sola solución, era además amante de la ley y del orden y de una severa pero compasiva justicia».

En Tomás Moro el abogado estuvo muy metido en su propia personalidad, desde que mezclaba condiciones de actuación, negociación, argumentación en pro y en contra de una determinada situación y un exquisito sentido práctico. Pudo llegar a ser agresivo y mordaz, o suavemente persuasivo, pero siempre convincente.

Sus textos revelan la tenacidad, la sutileza y el ingenio de sus ataques frente a sus oponentes, que continuamente cambia o extiende su línea de ataque buscando las más pequeñas inconsistencias, encontrando puntos débiles o derechamente burlándose de los errores terminológicos o de fondo del oponente; Moro, como abogado, es lo máximo del hombre inteligente y práctico.

Otra característica de Moro en la que se observa el perfil profesional del abogado, es la capacidad para mirar un problema jurídico desde distintos puntos de vista y contraponer argumentos que miran hacia soluciones opuestas, sin que necesariamente dijera cuál era en definitiva su postura definitiva.

Las crónicas cuentan que cuando le llegaba un cliente se tomaba un buen tiempo en estudiar pormenorizadamente el asunto, exigía que se le dijera toda la verdad. Luego concluía: «si el caso es como me ha declarado me parece que ganaremos el asunto». El me parece revela que aun en este caso Tomás Moro no aseguraba completamente la victoria, sabiendo que el fortuna en juicio no depende exclusivamente del abogado.

Pero si pensaba que la ley no favorecía las pretensiones del cliente, se lo decía francamente y le alentaba a desistirse mostrándole la injusticia en que incurriría si prosiguiera el asunto ante los tribunales. Si no lo convencía, lo remitía a otros abogados y no tomaba el pleito.

Erasmo de Róterdam destacó que como under-sheriff (alguacil), Tomás Moro adquirió una reputación de hombre de decisiones rápidas y justas, condonando muchas veces a los litigantes el pago de las costas, de manera que la ciudad le ganó un gran aprecio.

Como profundo conocedor del derecho, Tomás Moro elevó el nivel de los tribunales y flexibilizó la interpretación estricta y literal de las leyes.

Como Canciller de Inglaterra estaba facultado para introducir elementos de equidad en el fallo de los casos, mediante la formación de su conciencia, no arbitrariamente, sino de acuerdo con las reglas y los fundamentos del derecho.

La forma de entender esta función judicial por parte de Moro generó críticas en los jueces de derecho común que solían seguir los dictámenes de los jurados y aplicar mecánicamente el precedente y las formas procesales.

Para solucionar un impasse, Tomás Moro invitó a cenar a los jueces descontentos en la Cámara del Consejo en Westminster y con ellos examinó detalle a detalle las causas que habían suscitado polémica, hasta verificar que los jueces concluyeron que ellos habrían actuado del mismo modo que Moro.

Entonces, el Canciller Tomás Moro les propuso que fueran ellos mismos los que moderaran el rigor de la ley mediante una más atenta consideración de la justicia y la equidad del caso y, en tal evento, él se abstendría de modificar las sentencias por medio de sus mandamientos judiciales.

Los jueces sin embargo no aceptaron la propuesta. Moro le contó a William Roper, esposo de su hija, que presumía que los jueces preferían atenerse al veredicto del jurado y a la ley estricta, para evitar que las críticas de los justiciables se desviaran del jurado hacia ellos.

Otra innovación que se debe a Moro, y que revela el aprecio por el oficio de abogado, es que permitió que las partes pudieran comparecer por medio de abogado y no estar obligadas a acudir en persona al tribunal.

Tomás Moro fue hecho prisionero el 17 de abril de 1534, fue confinado en la Torre de Londres. La prisión formalmente era ilegal, ya que no había una ley que penalizara la negativa a prestar el texto del juramento, pero el mismo Thomas Cromwell le hizo saber a través de la hija de Moro, Margaret, autorizada a visitarlo en prisión, que el Parlamento podía seguir legislando.

El 28 de junio de 1535, un gran jurado en Westminster emitió una citación para llevar a juicio por traición a Tomás Moro. El juicio se celebraría el jueves siguiente a la fiesta de San Juan Bautista, el 1 de julio. Moro había permanecido ya 14 meses en prisión.

El 4 de noviembre de 1534 el Parlamento aprueba varias normas castigando la alta traición, en las que se incluye a Moro y se le confiscan sus bienes, el Acta 151 de Attainder.

El procedimiento seguía siendo ilegal, ya que se castigaba jurar una supremacía que el Parlamento no había declarado. Sólo el 18 de noviembre de 1534 se puso en vigor la Ley de Supremacía, que declara ya sin condicionantes a Enrique VIII como el jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra.

Moro señaló que no culpaba a nadie de haber jurado, pero que él debía ser fiel a su propia conciencia. La Comisión insistió en que diera las razones por las cuales se negaba, acusándolo de obstinación por no explicarlas. Moro que conocía la ley respondió: «si no puedo declarar las causas sin peligro, en tal caso, dejarlas sin declarar no es obstinación». Nadie está obligado a declarar en su propio perjuicio.

El arzobispo Thomas Cranmer le opuso una objeción importante: si se trataba de una cuestión dudosa, como el mismo Moro reconocía, lo justo es que se inclinase por su deber de obedecer al rey.

La agudeza del argumento es reconocida por el mismo Moro:

«este argumento me pareció de repente tan sutil y con tal autoridad… que no pude responder nada, sino sólo que pensaba que no podía hacerlo así, porque en mi conciencia éste era uno de los casos en los que estaba obligado a no obedecer a mi príncipe, dado que cualquier cosa que otros pensaran en el asunto… en mi conciencia la verdad parecía estar del otro lado».

Se esgrimió, también, que su actitud era temeraria por ir contra la opinión ampliamente aceptada por el gran Consejo del reino. Moro contestó que su criterio se apoyaba en una mayoría más relevante: «el consejo general de la Cristiandad».

Se le arguyó que tanto Juan Fisher, obispo desobediente del rey, como Moro, aludieron al ejemplo de una espada de doble filo en sus interrogatorios, en el sentido de que si no juraban perdían su cuerpo y si juraban perdían su alma.

Frente a la objeción de que su mismo silencio prueba una voluntad perversa contraria a la ley, Moro arguye que, al revés, podría aplicarse la máxima del derecho civil: qui tacet consentire videtur («quien calla otorga»), de modo que el silencio más debía interpretarse como una aprobación, que como una reprobación de las leyes no juradas.

Nada hay en contra de Moro más que este perjurio, en todo caso desvirtuado por el mismo acusado. No obstante, se pasa de la fase expositiva a la deliberativa y se manda a un ujier (tipo de criado de palacio que correspondía a portero) a llamar al jurado compuesto por 12 miembros que deben consultar la acusación, las pruebas producidas y juzgar si Moro había contravenido maliciosamente la ley.

Se retiraron para deliberar y quince minutos después vuelven con el veredicto: Moro es culpable.

Audley intenta apresurarse a concluir el trámite dictando sentencia, pero el jurista experto que tiene al frente le hace ver que está faltando a una norma del debido proceso según la cual se debía previamente preguntar al acusado por qué en su concepto no debería ser condenado.

Tomás Moro dijo.: «Lord, cuando yo administraba justicia en semejantes casos, se acostumbraba preguntar al reo antes de la sentencia los motivos que aducía en contra de ella».

Audley, desconcertado, accedió, pero pronuncia finalmente la sentencia de condena a ser ahorcado, desentrañado y troceado. El rey la conmutó por la decapitación en atención a los servicios prestados a la Corte.

Este abogado es un modelo en su profesión: Tomás Moro no sólo fue un honesto político y gobernante, también lo fue como abogado.