En todos los lugares he encendido
con mi brazo y mi aliento el viejo fuego;
en toda tierra me vieron velando
el faisán que cayó desde los cielos,
y tengo ciencia de hacer la nidada
de las brasas juntando sus polluelos.

(Gabriela Mistral)

Me acusarán de «tradicionalista», porque inicio esta crónica con ella. Mi madre chilena casó en 1938, con un emigrante gallego. Era mayor de edad (24), pero carecía de derechos cívicos y sus derechos civiles estaban, primero, bajo la sujeción de su padre, y luego iban a estar, como Dios manda, bajo potestad del marido. Así lo refrendaba su religión, católica, apostólica y romana; así lo juró en el sacramento del matrimonio, según sentencia que no ha cambiado para los creyentes, pues proviene del soplo de la divinidad y de algún amanuense, más o menos iluminado, que la repitió al pie de la letra: «Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo» (Efesios 5: 22-24); ley sagrada y norma de conducta que se va repitiendo, sin mayores variantes, desde el libro del Génesis hasta las Cartas de los apóstoles. Es la misma lex magna que prescribe a homosexuales y lesbianas la condenación eterna, bajo el anatema del pecado nefando.

Cuatro años antes del enlace sacramental de mis progenitores, se aprobó en Chile una ley de sufragio femenino, para las elecciones municipales (1934) (no sé si ella concurrió a las urnas; si lo hizo, debe haber votado por algún edil del partido Conservador, al que se adscribía el abuelo chileno). En 1949 se aprueba recién en Chile el voto universal para la mujer, logro considerable, si lo aquilatamos desde la perspectiva de un país retrógrado y pechoño, renuente a los cambios estructurales, como lo sigue siendo hasta hoy en día, gobernado por la ñoña casta empresarial y su ideología de «dueño de fundo».

Si se me permite una alegoría literaria, la novela canónica de esta clase dominante es Gran Señor y Rajadiablos, de Eduardo Barrios. Y aunque José Donoso recrea posteriormente la trama de su decadencia en Casa de Campo, los poderes heredados han sabido rehacerse, para mantener, casi incólume, su feroz predominio, con renovadas formas de apropiación y sometimiento de los otros y, sobre todo, de las otras. Porque en Chile, en pleno siglo XXI, la mujer sigue siendo preterida y discriminada, aun cuando se consignen significativos avances y hayamos tenido, durante dos periodos de gobierno, más o menos republicano, según se mire, una mujer presidente (presidenta, transgrediendo a la patriarcal RAE). Su primera buena administración y la mediocre segunda –según sesudos analistas varones- debieron soportar, más allá de las consabidas presiones opositoras ante un presumible –y, ¡ay!, nunca producido- sesgo «socialista» en su mandato, el peso cultural, inconsciente y subrepticio, o abierto y desembozado, de las limitaciones atribuidas al género femenino para dirigir los «altos destinos de la nación», según nomenclatura de la fenecida Educación Cívica que mamamos en las aulas de secundaria, materia hoy desconocida por nueve de cada diez chilenos.

Ella –nuestra madre- era gran lectora y su cultura superior, sin duda, logró mitigar las diferencias de ese estatus que se erigía y enseñaba como si fuese natural, es decir, inherente a la condición fisiológica de la especie: macho dominante, activo y proveedor; mujer pasiva, sumisa y dispuesta a gratificar al varón y a parir «los hijos que Dios le diera», desde y por el bastón de mando del esposo, con sus espacios confinados a la cocina y el cuarto de costura, aun cuando la sentencia de cortesía la declarase dueña de casa, calidad empleada hasta hoy para designar a la fémina casada que sólo trabaja de «puertas adentro».

Lo que veíamos en ellas y nos llegaba de la existencia cotidiana fue mitigando aquellos falaces paradigmas, quizá porque la presencia femenina era más entrañable y poderosa que la varonil, hablaba por sí misma, a veces en sordina, en ocasiones con gritos y reclamos, nunca con lamentaciones de sumisión.

Se trataba, ni más ni menos, de aquel atributo que el poeta William Blake concede a ese moderno personaje femenino –aunque date de la Baja Edad Media- creado por Chaucer en sus inmortales Cuentos de Canterbury; me refiero a la Comadre, en quien Blake ve encarnada la Voluntad Femenina, esa fuerza a menudo sutil, pero eficaz, desprovista de la fanfarronería del varón autoritario, que actúa tras las bambalinas de la Historia para sostener la supervivencia de la especie, amenazada de continuo por la insania homicida del macho usurpador y guerrero.

Por aquellos años de la infancia y primera juventud, nos enteramos de que una sencilla mujer, oriunda del valle de Elqui, profesora primaria, había sido galardonada con el primer Premio Nobel de Literatura de Latinoamérica (1945), hecho insólito que a muchos escritores de la gallarda varonía nacional produjo asombro y aun azoramiento, al punto de no reconocer de inmediato los indiscutibles méritos de Lucila Godoy Alcayaga, conocida universalmente como Gabriela Mistral. Estos trasnochados jueces patriarcales despertaron de larga siesta seis años más tarde, para enmendar la plana entregándole un tardío Premio Nacional de Literatura (1951), cuyo escrutinio ni siquiera fue unánime.

Antes de la historia de las sufragistas, de la que supimos, años después, escucharíamos los versos, a veces enigmáticos, a menudo entrañables de sabor popular y campesino, de una poeta del siglo XIX, española según clasificación imperial, gallega según nación, lengua y cultura: Rosalía de Castro. Sus poemas eran tristes, nostálgicos, llenos de saudade y morriña. Hablaban de los emigrantes, del padecer de las mujeres abandonadas a la endémica soledad de las aldeas vacías, cuyos hombres jóvenes se embarcaban, a menudo sin la posibilidad del regreso, para jugar el albur de mejores horizontes.

Ella misma, Rosalía, era víctima sin paliativos de una de tantas aberraciones cometidas contra la mujer. Hija de un cura sacerdote, confesor de su madre y de su abuela, quedaría signada por aquella mácula psicológica y social de la que nunca iba a liberarse. Uno de sus extraordinarios poemas, Negra sombra, que canta con desgarrada pasión Luz Casals, parece hablarnos de ello, desde su enigmática textura.

También Rosalía escribió breves artículos denunciando las injustas opiniones de su medio social pequeñoburgués que denigraban a la mujer gallega, en su doble carácter de campesina y pescadora, debido a una supuesta aquiescencia de ésta con los forasteros, en particular por aquellas cuyos maridos se ausentaban durante años o décadas, o se perdían para siempre en el silencio transoceánico. En el acervo popular, mujer fácil equivale a prostituta. En el caso del varón –ya se sabe- se trata de simples deslices, repudiados sólo de dientes afuera, vueltos objeto de admiración por sus pares.

Debido e esos artículos de prensa, Rosalía fue vilmente atacada, al punto de exclamar, llena de indignación, que nunca volvería a escribir sobre aquellos tópicos, menos en la lengua gallega que había aprendido de labios de otra mujer singular, aunque anónima, la nodriza que le diera el dulzor de sus pechos y la miel del idioma galaico-portugués.

Hay un veraz verso suyo, referido a su condición de poeta (poetisa) que es claro como el mejor oráculo: «Daquelas que cantan ás pombas e ás froles/ todos din que teñen alma de muller. / Pois eu que n' as canto, / Virxe da Paloma, / ai!, de que a terei…?» (De aquellas que cantan a las palomas y a las flores/ todos dicen que tienen alma de mujer/ y yo, que no las canto, Virgen de la Paloma, ¿alma de qué tendré?).

Pero entonces las voces de las mujeres, chilenas o gallegas o latinoamericanas, no rebasaban los límites del cuarto propio, si es que disfrutaron de aquel espacio íntimo que reclamaba Virginia Wolf, más allá del ámbito de la casa familiar, donde ellas eran como esa deidad ubicua que definen ciertos teólogos: estaban en todos los rincones pero su real presencia no se evidenciaba en ninguno.

Contemporánea de Rosalía de Castro fue Concepción Arenal, quien sorteó con pertinaz empuje todas las dificultades de su época, estudiando Derecho y Sociología en Madrid. Antes de eso, aprendió filosofía y ciencias en los libros que recuperaba de bibliotecas familiares, hurtándolos a la celosa mirada de los varones. Para ingresar a las aulas de la academia debió recurrir a lo que otras adelantadas hicieran: disfrazarse de hombre: pelo corto, levita y sombrero; un subterfugio que utilizaron también varias escritoras y científicas del siglo XIX. Pero la suplantación del macho es peligrosa cuando es revelada a los ojos del poder.

Su estratagema será descubierta. Se enfrenta al rector y le manifiesta su inquebrantable voluntad de estudiar. Es sometida a un examen de conocimientos empíricos, espacio vedado a la mujer por su «incapacidad natural». Sus respuestas son todas asertivas y revelan, además, desplante y lucidez a toda prueba. Se le deja concluir los estudios, bajo tutela y vigilancia de testaferros. En 1845, a los veinticinco años de edad, abandona la universidad. Desde ese momento, dedicará su existencia a paliar la miseria e indignidad de los seres que la sociedad encarcela.

Miguel Ángel Chica, en una crónica periodística de El Diario, apunta:

En 1860 publicó el ensayo «La beneficencia, la filantropía y la caridad», que obtuvo el premio de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Arenal publicó el libro ocultando su verdadera identidad. Utilizó el nombre de su hijo Fernando, que tenía diez años. Cuando la Academia descubrió el engaño dejó el premio en suspenso. Se abrió: ¿Podía premiarse a una mujer? No existían precedentes. Concepción Arenal obligaba a crearlos. Finalmente, a la vista de los méritos de la obra, los académicos no tuvieron opciones. Concepción Arenal recibió el premio.

Un admirable ejemplo de coraje y tenacidad femenina, si consideramos la época en que le tocó vivir y desenvolverse como intelectual y luchadora por los derechos civiles, quizá desde una posición considerada hoy en día «asistencialista» y no «revolucionaria», pero que marcó precedentes en la embrionaria lucha del feminismo por hacer escuchar la voz de la mujer en el ámbito público, en la calle, en la universidad y en algunas instituciones donde sus ecos podían resonar, aunque fuese en sordina.

El 8 de marzo de 2019 hemos presenciado la clamorosa irrupción de las mujeres en villas y ciudades de todo el mundo. Ellas abandonan la pasividad en que estuvieron confinadas durante siglos, para hacer escuchar sus voces, exigiendo derechos conculcados desde hace milenios y nuevas prerrogativas propias del tercer milenio. Desafían a la autoridad masculina y a sus violentas represiones. Hoy están presentes en casi todas las esferas del quehacer humano, provocando una revolución incruenta cuyas consecuencias aún no podemos aquilatar.

Yo estoy viejo ya, queridas lectoras y apreciados lectores, para entreverarme en confrontaciones activas o militantes, pero las observo bajo el prisma de la memoria, las aplaudo y escucho, aunque a veces su discurso no me sea del todo comprensible; no es culpa de ellas, sino mía, por supuesto... El tiempo no pasa en vano. Quizá como paliativo existencial de la porfiada memoria, sigo oyendo, sin pausa, las voces de las mujeres que me enseñaron las primeras palabras: mi madre, mi abuela chilena, mi abuela gallega, mis tres tías nacidas en Santa María de Vilaquinte, en el corazón campesino de la estirpe. Las oigo ahora, diciendo con Gabriela Mistral:

Por si en la segunda vida
no me dan lo que ya dieron
y me hace falta este cuajo
de frescor y de silencio,

y yo paso por el mundo
en sueño, carrera o vuelo,
en vez de umbrales de casas,
¡quiero árbol de paradero!