La Semana Santa se ha mantenido en los calendarios civiles, muy a pesar de los religiosos. Porque cada año esperamos ansiosos esos benditos dos o tres días festivos que junto al fin de semana nos llevan al éxtasis de las primeras vacaciones del año.

Tiempo atrás recuerdo que algunos que practicábamos la religión católica teníamos un Miércoles de Ceniza, unos cuarenta días de reflexión y posteriormente el Domingo de Ramos anunciaba el principio de la semana más intensa —en lo que a sentimiento religioso se refiere— del año.

El Miércoles de Ceniza íbamos a una misa de la que salíamos con un dedito gris pintado en la frente, los Viernes de Cuaresma tocaba comer pescado y el Domingo de Ramos íbamos con nuestros ramos de olivo o palmera a que los bendijera el cura, para quemarlos al año siguiente y sacar las cenizas del miércoles… Todo muy ceremonial y con sentimiento.

Luego la Semana Santa

Semana de reflexión, de introspección. Romerías al calvario, rezar el rosario en las estaciones y ver a Jesús Cristo crucificado, muerto por nosotros. El miércoles confesiones, el jueves la liturgia primera y última, la primera de todas las eucaristías y el viernes, el único día que no hay misas en el año, el viernes santo la celebración de la muerte. Silencio. Silencio sepulcral en casa y en todos lados. Nada de radio, nada de ruidos. Cristo había muerto casi dos mil años después, una vez más y en mi casa. Día triste y de esperanza. La iglesia a oscuras y el sábado a la noche una llama en el atrio, un conjunto de velas que se van encendiendo unas a otras, tres lecturas fuera de la iglesia y por lo menos otras cuatro cuando entramos todos en procesión con nuestras velas cantando. Una vez que se lee el Génesis, una vez que nos sentamos y vemos las llamas llegar al altar, ahí, en ese momento, se encienden las luces del templo y todos cantamos contentos. ¡Aleluya, Aleluya, Cristo resucitó!

Esas eran mis Semanas Santas, y las de muchos. Esas eran Semanas Santas y ahora vivimos semanas santeras.

Semanas santeras

Porque las procesiones de muchos pueblos no son más que santerías que nada tienen que ver con una Cuaresma bien hecha. Hombres cargando con imágenes de Cristo, de los Santos, de Vírgenes…

Hombros sangrantes, lluvia y gente desfallecida, cánticos y más cánticos que son la atracción de feria número uno de regiones como Andalucía. ¡Vengan y vean! ¡Turismo en Semana Santa en Andalucía! ¡Extranjero, guiri, no te lo pierdas! Y los capirotes, esos sombreros en forma de cono que sólo dejan ver los ojos, que sólo dejan ver a una persona disfrazada que hasta da miedo. Y los cantos ceremoniosos, dolorosos, con ritmos constantes, de marchas militares, de mezcla civil, pagana y religiosa. Todo vale. Todo es Semana Santa (más bien, santera).

Y estamos los aprovechados.

Los que simplemente aprovechamos para escaparnos del trabajo, de las obligaciones e ir al pueblo de los padres, de los abuelos y pasar unos días. Bajo la lluvia siempre, pero fuera del día a día de la ciudad, sea la que sea.

Horas de coche, embotellamientos y tráfico intenso, pesado, odioso. Hay algunos que se levantan de madrugada y otros que retrasan la salida. Es igual, Semana Santa es una procesión de coches que huyen de las ciudades, o van de unas a otras. Miles de ciclos de Otto quemando fósiles, gastando, generando ingresos y gastos al mismo tiempo. Nos movemos y vamos a ver a los mayores, a los primos, a los hermanos. Estamos en casas prestadas, en pueblos, en hoteles, donde sea menos en la iglesia. ¿Vas a la misa? ¿Vas a la procesión? No, estoy cansado. Después te veo. Una y otra vez el mismo diálogo. Y apareces en el bar a comer unas patatas fritas, un vermut, lo que sea con tal de escapar de esa aburrida celebración.

Y puede que si la familia se pone dura no puedas librarte del domingo de gloria, o del sábado. Pero sólo eso y con mala cara. Que ya demasiado has viajado en coche como para tener que aguantar un bodrio. Las aburridas homilías del cura, que aunque no vuelva a ver la misma cantidad de gente en una boda o el año siguiente en la misa de gloria, él tampoco hace el esfuerzo de alegrar a la gente con cosas cotidianas, con discursos sentidos y profundos. El cura está harto de ese trabajo, es un jubilado que sigue dando el cayo y que no tiene relevo. Si estos no quieren venir y vienen ¿qué se creen? ¿Qué yo quiero trabajar en domingo siempre? Transmite su desgano a los feligreses —y oyentes pasivos— y ellos se lo devuelven. Aparece entonces un círculo vicioso que el único que agradece es el listo que se quedó en el bar, comiendo rabas y tomando una sidra y los ve llegar después de una hora y algo. Los ve llegar derrotados, cansados, a todos y al cura más.

La comida de Pascua

Después la comida, copiosa, variada. Los niños ya no juegan y buscan huevos de chocolate por la casa, ya no hace falta. Tienen de todo y más. Juegan con los celulares, con las tablets, con mil cosas. Se levantan de la mesa antes que los padres y sólo los abuelos les regañan. La Semana Santa termina con despedidas tristes, con abrazos apretados y con bolsas de patatas, calabacines, lechugas y los frutos del pueblo, de la familia. Tampoco ha estado tan mal.

Nos olvidamos de sufrir por lo que hicimos mal durante el año, nos libramos de un sermón cansado y nos encontramos juntos, encerrados por la lluvia, los primos y hermanos. A mí los capirotes me asustan, los que aprovechan para comerciar me dan igual, pero lo que sí debo decir que extraño son los sentimientos de antaño. Lo profundo que era el momento de dolor del Viernes Santo y lo hermoso que era saber que después venía la Pascua, el paso.

Les deseo, queridos lectores, una Pascua como esas, de las que ya algunos extrañamos. Con todos comprometidos en que se note el «paso», del hombre viejo del año que ha pasado al «hombre nuevo» que queremos ser, ese mismo del que habla el Che, el hombre nuevo que quiere sentir las cosas bien adentro y no en el bolsillo o en el banco.