Cuando la historia humana apenas despuntaba, allá en las cuevas y en los lagos y bosques donde se reunían los primeros humanos, es seguro que algunos de ellos aparecían frente a los otros como dueños del conocimiento, intérpretes infalibles de las conexiones causales que rigen toda la existencia, y en virtud de ese modo de presentarse, tales personas adquirieron autoridad y poder sobre el resto de los mortales. En la génesis civilizatoria se les llamaba brujos, brujas, magos, sacerdotes, sacerdotisas. Criaturas que debido a sus supuestos saberes mistéricos eran consideradas mensajeras de los dioses.

En los tiempos modernos y contemporáneos, a los herederos de los primeros iluminados se les ve en el mesianismo político-ideológico y en la tecnocracia de las burocracias públicas y privadas, donde es común toparse con personas convencidas de que ellas, y solo ellas, poseen el secreto de la felicidad individual y colectiva.

Desconozco si los iluminados primitivos lo eran, pero los actuales son narcisistas, se autocomplacen en su propia imagen, y desde ahí dañan y corroen la calidad de la vida, llenándola de disfraces, dogmas, divisiones y odios. Hablan hasta la saciedad de consenso y de concordia, de justicia y solidaridad, pero de modo constante practican mezquindades, preparan rencillas y guerras, y buscan sin descanso su exclusivo beneficio.

Sin pruebas

Cuando bien se analizan las creencias iluministas se descubren dos enunciados a propósito de los cuales no se dan pruebas, y no pueden darse porque no existen: que en la historia existe un orden natural de causas y efectos, y que existe un conocimiento de ese orden natural, que, casualmente, está en poder de tales iluminados.

En ambos casos la visión iluminista cae en la falacia de petición de principio, estudiada por Aristóteles en Primeros analíticos, que consiste en establecer como premisas de un razonamiento lo que debe ser probado, sin ofrecer prueba alguna.

A este fenómeno me he referido en otras ocasiones, ahora deseo compartir la respuesta que obtuve cuando me hice las siguientes preguntas: ¿Es factible superar la inclinación iluminista? ¿Es viable construir sociedades sin iluminismos, donde lo verdadero no sea el a priori ideológico que se desea imponer, sino el a posteriori de una búsqueda compartida basada en la ciencia, el humanismo y la experiencia?

La respuesta a ambas interrogantes es afirmativa. Si la tentación iluminista no pudiese ser trascendida, entonces, no habría esperanza alguna, estaríamos condenados a vivir siempre, y en todas las épocas, como esclavos o súbditos o militantes de sistemas de creencias que se presentan como verdaderas cuando en realidad no hacen otra cosa más que disimular intereses, disfrazar feudos de poder y embellecer la agresividad humana.

De cómo se aborde este tema depende la vigencia y universalización de los derechos humanos y el desarrollo de sociedades donde la diversidad y el pluralismo sean la regla de oro de la convivencia.

Nuevo imperativo categórico

Denunciar el iluminismo del mesianismo político-ideológico y de las tecnoburocracias públicas y privadas, es urgente en los días que corren.

Vemos el ascenso electoral y social de los nacionalismos ultraconservadores en Europa y en Estados Unidos, la progresiva decadencia de las alternativas de centro, sean socialdemócratas, democristianas y liberales, el extremismo islámico, el fundamentalismo cristiano, el antisemitismo, la islamofobia, la deshumanización de las migraciones humanas, la crisis económica, el neofascismo, el neonazismo y el neocomunismo. Todo esto combinado con un poder mediático que promociona sin descanso la sociedad del espectáculo, de lo efímero y superficial, esta envolviendo al mundo en iluminismos que consisten en rechazar la modernidad, destruir la racionalidad, creer que el infierno es el otro, el distinto, y estatuir las exclusiones sociales, los fanatismos y los odios como ejes articuladores de la vida colectiva.

No han pasado cien años desde que la humanidad experimentó un infierno social creado por ella misma, y ahora se encuentra en la antesala de un infierno peor y más universal.

Como bien se desprende de Los orígenes del totalitarismo y Eichmann en Jerusalén, de la escritora Hannah Arendt, «el infierno ha sucedido, puede volver a suceder», ya esta sucediendo en muchas partes. El nuevo imperativo categórico, que las circunstancias actuales imponen, es «actúa de tal manera que Auschwitz no se vuelva a repetir» (Theodor Adorno). Actúa de tal manera que el irracionalismo del odio no pueda crecer y expandirse, y que desaparezca en su propia nihilidad.

Cuanta razón asistía a Freud cuando en El malestar de la cultura escribió que «el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de sí –y hasta que punto– el desarrollo cultural logrará hacer frente (…) al instinto de agresión y de autodestrucción».

Antítesis del iluminismo

La tesis iluminista de que la historia es un orden natural de causas y efectos, es decir, un sistema determinista a propósito del cual un grupo de iluminados puede conocer con absoluta certeza el pasado, el presente y el futuro, permite justificar que un líder, o unos líderes, actuando en nombre de Dios, del Estado, de una clase social, de una raza, de una nacionalidad, de un pueblo, de una ideología o de un partido político, establezcan un despotismo totalizador, militarista y genocida, argumentando que el orden determinista es por ellos conocido, de ahí que sea precisamente en este punto donde conviene desmitificar al iluminismo.

¿Cómo hacerlo? Demostrando que la historia no es un determinismo, sino un probabilismo, de modo que nadie, ni persona ni grupo, puede conocer de antemano el futuro o proclamarse superior a los demás en razón de la raza, la nación, la ideología, la religión o la posición socioeconómica.

La historia como un sistema de probabilidades se constituye en la antítesis del irracionalismo del odio disimulado en el determinismo. Conceptos como libertad, probabilidad, propensión, tendencia, sincronicidad, riesgo, acausalidad, casualidad, indeterminismo, aleatoriedad u otros derivados de la teoría de probabilidades, adquieren mucha importancia cuando se sustenta la tesis de la historia como sistema probabilístico.

En la hipótesis probabilística, la historia es una creación continua, diversa y plural de posibilidades cuyo núcleo generador es la persona (personalismo histórico), mientras en el determinismo la historia es una estructura natural donde los individuos quedan subordinados a las conexiones de causa-efecto y al despotismo de algún iluminado.

Mientras en el probabilismo histórico el conocimiento y la experiencia se encuentran descentralizados en cada ser humano, y es imposible centralizarlos en una instancia monolítica, en el enfoque determinista las experiencias y conocimientos que valen son solo las de los iluminados.

Es en esta diferencia sutil y decisiva donde se bifurcan los caminos, y se distingue lo que es digno de lo que es opresivo, la libertad de la esclavitud.