En días pasados, exactamente el 12 de agosto, se cumplió el centenario de la caída de la infame dictadura de los hermanos Federico y Joaquín Tinoco Granados, presidente de la República y ministro de Guerra y Marina, respectivamente. Ello ocurrió dos días después del asesinato del segundo en una calle de la capital, que fue el detonante de la renuncia y huida de su hermano hacia Francia, donde moriría exiliado en 1931.

Entre los incontables atropellos a la ciudadanía, resaltan el alevoso crimen del destacado intelectual, escritor, periodista y diputado Rogelio Fernández Güell —cuyo nombre porta hoy nuestra Avenida Central— junto con otros correligionarios, acaecido el 15 de marzo de 1918 en Buenos Aires de Puntarenas. Poco más de un año después, a éste se sumaría el brutal asesinato del educador salvadoreño Marcelino García Flamenco, ocurrido el 19 de julio de 1919 en La Cruz, Guanacaste, el cual desató un levantamiento popular que culminó con el incendio de la Imprenta Moderna, donde se imprimían los diarios La Información y La Prensa Libre.

Aparte del significado que para todo costarricense amante y defensor de la democracia tiene este episodio libertario, en mi caso particular hay tres elementos adicionales por los cuales me he interesado en ese vergonzoso pasaje de nuestra historia.

En primer lugar, como he estudiado a fondo la vida y la obra de nuestro primer naturalista, José Cástulo Zeledón, sé que él debió soportar esos tétricos años para nuestra patria, según lo narro en detalle en el libro Trópico agreste. Para entonces convertido en un exitoso empresario y ciudadano muy respetado, junto con su esposa —la dama cubana Amparo López-Calleja Basulto— combatieron de manera frontal a la tiranía. Su casa, en la que estuvo refugiado por varios meses a José María (Billo) Zeledón —autor de la letra de nuestro himno nacional—, se convirtió en un centro de operaciones de los opositores a la satrapía. Y, ya destronados los Tinoco, el nuevo Partido Constitucional arrollaría en las elecciones de diciembre de 1919, para colocar en el podio presidencial al carismático Julio Acosta García, así como a Zeledón como primer diputado por San José; eso sí, éste renunció muy poco después, debido a problemas de salud, por lo que su pariente y suplente Billo, ese indoblegable demócrata, asumió su curul.

El segundo elemento es que el abuelo paterno de mi esposa, el español Federico Pérez Rubín, fue uno de los valientes que, junto con Mariano Guardia Carazo y Juan Gómez Álvarez —abuelo de los recordados amigos botánicos Luis Diego Gómez Pignataro y Jorge Gómez Laurito—, lideraron la confrontación contra unos mil soldados enviados a Turrialba en un temible tren artillado. Replegados en la hacienda Guayabo en notoria inferioridad de condiciones, tuvieron que rendirse, como resultado de los cual 18 insurgentes fueron encarcelados en la Penitenciaría Central, en San José; los detalles, aparecidos en el libro clásico Historia de Costa Rica, de Carlos Monge Alfaro, los resumí en mi artículo Las huellas del abuelo Federico (Cartago en La Nación, 21-III-03).

Él estuvo prisionero seis meses —a veces con el agua hasta los tobillos, para que no pudiera acostarse, según me contaba mi suegro—, mientras su esposa Luisa sobrellevaba el embarazo de su primera hija, Adelaida, vigilada su casa, mientras los torvos soldados aprovechaban para robar algunos de sus bienes. Por fortuna, junto con muchos otros presidiarios, don Federico reconquistó la libertad al día siguiente de que su siniestro tocayo dimitió.

Por último, pero no menos importante, hace poco me llevé una grata sorpresa. En efecto, mientras hurgaba en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, en el conocido Álbum de Granados —una colección de recortes de Jaime Granados Chacón— hallé completo un folleto conmemorativo sobriamente impreso, de apenas 12 páginas, intitulado Para la historia de Costa Rica. El asesinato político del exdirector de «El Imparcial» y Diputado al Congreso Don Rogelio Fernández Güell y de sus valientes compañeros, ejecutado por la tenebrosa tiranía de los Tinoco. Lamentablemente, ahí no se indica su fecha de publicación, ni la fuente documental, aunque pareciera ser la separata de una revista.

Cabe destacar que, entre los materiales recopilados, aparece un documento de gran valor histórico y muy estremecedor, del ya citado Marcelino García Flamenco —que caería al año siguiente—, quien para entonces era maestro en Buenos Aires de Osa. Ahí narra con abundantes detalles los sucesos acaecidos, e indica que, consumados los hechos, a él lo buscó el coronel Patrocinio Araya para dictarle un mensaje dirigido al ministro Joaquín Tinoco. Sanguinario y desalmado, pues fue quien ejecutó a la víctima con su propio revólver, impávido le pidió a su improvisado amanuense escribir lo siguiente: «Hoy viernes 15 de marzo, a las 8 de la mañana, tuve la grata satisfacción de cumplir sus órdenes al pie de la letra. Rogelio Fernández Güell ya no vive y lo siguieron a la tumba Joaquín Porras (el matador del Coronel Quesada), Ricardo Rivera (el vaqueano), Jeremías Garbanzo y Carlos Sancho. […] Puede decirle al amigo Enrique Clare que cuente con el crespo [mechón] que me encargó de Rogelio. Estoy ansioso de dar a Ud. cuenta minuciosa de mi feliz comisión […]». ¡Cuánto cinismo y deshumanización!

Hacia el final del mencionado folleto, aparece un poema de Fernández Güell, intitulado Cuando yo muera, el cual escribió el 13 de diciembre de 1914. Dice así:

Cuando pague tributo a la Natura
y mi espíritu vuelva a su morada,
si tú existes aún, mi dulce amada,
dame al pie de algún árbol sepultura.

En marmóreo sepulcro no me entierres,
que es lujo y necedad la humana pompa.
¡No podrías impedir que me corrompa
aunque en caja de sándalo me encierres!

Entiérrame a la orilla de una fuente
y cultiva un jardín sobre mi fosa,
y así mi corazón, trocado en rosa,
llenará de perfumes el ambiente.

¡Más prefiero ser fruto sazonado
que flor para los ángeles nacida;
en vez de grata esencia, ser comida,
y ofrendarme, hecho pan, al desgraciado!

Dame al pie de algún árbol sepultura,
do, pudriéndome al borde de un camino,
calme el hambre y la sed del peregrino,
y le libre del sol con mi verdura.

Sin embargo, lo que más me sorprendió fue hallar a continuación de este poema una elegía que, en una especie de parafraseo del antedicho poema, está dedicada a la memoria del mártir. Con el título Después de muerto, fue escrita en 1918, quizás pocos días después de su pérfido asesinato, que segó su vida cuando estaba a punto de cumplir 35 años. Su autor es Raúl Villalón, y dice así:

Ya le brindó tributo a la Natura:
su alma exuberante de poeta
voló cual blanca alondra hacia la altura,
dejando en cada pecho una incisión.

No marmóreo sepulcro visitado
guarda en caja de sándalo su cuerpo:
en la montaña libre perfumado
fructifica hecho planta en floración.

Transportémosle a orillas de una fuente
donde crezca un vergel de siemprevivas,
donde al trino del pájaro la gente
le nombre con divina admiración.

¡Él dará, hecho fruto sazonado,
consuelo al miserable peregrino,
no el aroma de cáliz consagrado
en lúbricas gardenias de salón!

Presto hagámosle al héroe sepultura
donde duerma a la vera de un camino;
y labrémosle un lecho a la frescura
del árbol que anheló su corazón.

Conmovedor y hermoso final el de ambos poemas, que de inmediato me hicieron evocar La olvidada, esa chacarera en la que con la tersura de su voz campesina Atahualpa Yupanqui nos expresa, casi como una desiderata: «Quisiera ser arbolito, / ni muy grande, ni muy chico, / pa’ darle un poco de sombra / a los cansaos del camino».

Para retornar a Villalón, no me extrañó toparme con un poema suyo —escrito cuando frisaba los 19 años de edad—, pues conocía su libro En la selva de pan, que alguna vez hallé en un estante de la biblioteca de mis suegros; data de 1920 y aparece prologado con gran rigor, pero también con cariño, por el gran intelectual Moisés Vincenzi Pacheco. Por cierto, su hermano Joaquín (Quino) también era poeta, y en 1946 publicó un libro intitulado Vidrios de colores, prologado por el escritor Napoleón Quesada hijo.

En realidad, cuando leí su poemario por primera vez, no estaba yo tan familiarizado con lo planteado en el presente artículo. Pero recientemente me percaté de que casi al final de su libro incluyó tanto el poema de Fernández Güell como el suyo, pues en realidad son inseparables; por cierto, su relectura me ha permitido ahora enmendar algunos gazapos que aparecieron en el citado folleto, así como enterarme de la fecha específica en la que su homenajeado escribió el poema que dio origen al suyo.

Ignoro si Villalón publicó algún otro poemario, aunque es evidente que continuó escribiendo. Así lo sugiere el hecho de que en la Página Literaria Dominical del Diario de Costa Rica, correspondiente al 7 de octubre de 1923, apareció su fotografía junto con dos sonetos suyos; alusivos a la descomposición de la sociedad y la corrupción, uno se intitula ¿Hasta cuándo…?, mientras que el otro, llamado Ab Imo Péctore (Desde lo más profundo del alma), está dedicado «al proletariado de Costa Rica».

Cabe hacer aquí una digresión para indicar que, en mis tiempos de universitario, cuando debía trasladarme todas las mañanas al centro de la capital en el autobús de la línea Sabana-Estadio, a menudo éste tenía que detenerse ante un semáforo colocado en la esquina noroeste de la iglesia de La Merced. En ese rato, mientras uno se entretenía mirando hacia afuera, era inevitable ver, en una linda casa de madera con corredor, en el costado norte del parque —denominado Braulio Carrillo en la actualidad—, un pequeño rótulo blanco colgante, en el que destacaba en negro la inscripción Doctor Villalón. Médico Homeópata. En mi ignorancia de aquellos tiempos, yo pensaba que el señor que ahí atendía era algo así como un curandero.

Muchos años después, el día que conocí a Elsa —hoy mi esposa—, y me dijo cómo se llamaba, le pregunté si ella era pariente del doctor Villalón, pues ese apellido no es frecuente en Costa Rica. Me respondió que sí, que Raúl Villalón Montero era tío de su madre Mabel Villalón Figueroa, así como hijo del puertorriqueño Eustoquio Villalón Gil de Taboada y la costarricense Manuela Montero Muñoz. Además, me comentó que era un excelente médico, al igual que un ser humano muy sensible y noble, quien con su sapiencia y su homeopatía la curó a ella y a sus hermanos innumerables veces, durante su niñez. Por cierto, año y medio después sería su hijo Raúl Antonio —por muchos años párroco de la iglesia de La Soledad—, quien nos casaría.

En tiempos recientes, al indagar más acerca de él, me he enterado de que, aunque no fue el fundador de la homeopatía en Costa Rica, jugó un papel clave en su desarrollo. Graduado como médico en México, en 1934 concluyó una especialización en el Consejo Homeopático de Colombia. Además, en el decenio de los 40 dirigió un periódico intitulado Orientación Nacional, que era un «doctrinario mensual propulsor de homeopatía y de todo asunto de actualidad pública», pues el civismo fue cardinal en su vida de ciudadano consciente y responsable de cuanto sucedía a su alrededor. Asimismo, en un artículo referido a la historia de este campo en el país, su autor Alejandro Brenes Valverde indica que aunque el Colegio de Médicos y Cirujanos le siguió a Villalón una causa penal que duró nada menos que 34 años, pudo ejercer la homeopatía gracias a un convenio o tratado que había entre Costa Rica y Colombia.

Finalmente, para retornar a Fernández Güell, merece destacarse que Villalón —16 años menor que él— fue uno de los participantes en los motines ocurridos en las calles capitalinas el día de la quema de la Imprenta Moderna. Así lo consigna don Eduardo Oconitrillo en su libro Los Tinoco 1917-1919, quien a su vez acota que en esa jornada cívica hubo «muchos otros ciudadanos, héroes anónimos de un pueblo pacífico, que demostró que era paciente hasta un límite. Después era valiente hasta el sacrificio».

Hoy, a un siglo de estos acontecimientos, debemos agradecer de manera imperecedera a esos valerosos compatriotas, que con su gesta supieron poner el punto final y definitivo a la lacra representada por los Tinoco, sus aliados políticos incondicionales y sus militares serviles, de tan ingrata memoria en la historia patria. Y, también, honrar la memoria de los caídos en aquellas luchas libertadoras, encarnadas en las figuras epónimas de Rogelio Fernández Güell y Marcelino García Flamenco, aleccionadoramente vivas en el inmarcesible legado cívico y civilista de nuestro pueblo.