Durante siglos, uno de los principales misterios inconclusos, o al menos sin resolver, para la humanidad, inclusive para nuestras especies antecesoras, es la existencia de la vida después de la muerte. Aferrarse a esta creencia nos permite vivir con cierto confort, pensando que al final de nuestra vida, hay algo mucho mejor esperándonos al otro lado.

Los primeros registros de una construcción del «más allá» datan del Pleistoceno Medio, hace 230.000 años, se remontan al Homo neanderthalensis (hombre de Neanderthal), una subespecie perteneciente a la misma rama evolutiva que los sapiens, sin dejar registro escrito alguno, pero sí una serie de entierros rituales, ha permitido a los arqueólogos concluir sobre la primera base espiritual que alguna especie haya desarrollado; los restos fósiles fueron hallados junto a antiguas pertenencias de los neandertales durante su vida, como armas líticas, pieles, y demás elementos usados, con la esperanza de volver a ser utilizados en «la otra vida».

Hasta donde sabemos, el neandertal nunca vivió bajo ningún dogma, más que el del respeto a los clanes y bandas formadas por pequeñas familias ¿Cuál fue la razón para que los neandertales enterraran a sus muertos y desarrollaran un sistema de creencias con respecto a la transcendencia? No lo sabemos, pero es posible que estemos ante la primer especie abiertamente espiritual, que vivió su transcendencia bajo la libertad de la ausencia de una religión.

Las respuestas más concretas empiezan a llegar, esta vez en forma de registros escritos por las civilizaciones asentadas en la Fértil Media Luna, región ubicada entre territorios del Levante mediterráneo, Mesopotamia y Persia, fue el lugar donde se desarrolló la revolución neolítica. El surgimiento de excedentes producto de las grandes cosechas propició el mercado; el mercado facilitó la expansión y conexión de territorios; en nombre del aumento de los territorios se fundaron los grandes imperios de Asia Menor; y los grandes imperios se sostuvieron por el contubernio entre el poder político y religioso. Es aquí donde aparecen los dogmas y con ello, el inicio de las mayores catástrofes de nuestra especie, porque se han cometido más crímenes en nombre de Dios que por el simple deseo de matar.

Estaba hecho, el genio había salido de la lámpara, los sistemas de creencias politeístas asumen que cada manifestación natural tiene una deidad representativa que hace posible su desarrollo y que además, se manifiesta según su humor; más tarde, el monoteísmo encierra todas las virtudes de los dioses repartidos en panteones en uno solo. Fueron los hebreos los que a diferencia de sus vecinos dicen: Shemá Israel, Adonai Elohéinu, Adonai Ejad (Escucha Israel, el señor tu dios, el señor es uno). Habían nacido los dogmas, que luego se expanden por el mundo por imposiciones, accidentes o por el mero acto de aceptarlo.

Los dogmas históricamente han resuelto problemas muy concretos de nuestra especie, el temor a la muerte, a la soledad, a los desastres naturales, a la maldad, a la incertidumbre, pero en menor medida al dolor físico y al sufrimiento; pero del todo no resolvieron el problema de la espiritualidad y la transcendencia, creer era el resultado de una imposición nacida del temor, la Iglesia creó todo un sistema de castigos al pecado: el infierno, el gusano que nunca muere, el lago del fuego; la iglesia resolvió de manera muy hábil el problema del dolor y el sufrimiento, simplemente lo aumentaron, dijeron «con nosotros sufrirán, pero lejos de nosotros sufrirán aun más».

Aun después de la caída de Roma, el paso de la Edad Media y con el advenimiento de todos los movimientos intelectuales y científicos de la época como el Humanismo, el Renacimiento, la Ilustración y las posteriores revoluciones; el poder religioso apenas se debilitó, la herida de muerte la recibió en el siglo XIX, cuando la Alquimia dio paso a la ciencia médica, y los problemas concretos irresueltos por los sacerdotes y Dios, quedaron en manos de hombres mortales con el talento para curar el dolor y aplacar el sufrimiento, Dios, en palabras de Friedrich Nietzsche ha muerto, paulatinamente la religión perdió su fuerza y efecto, y junto a ella, la transcendencia. Hay que volver al hombre de Neandertal para entender por qué la religión y la fe secuestraron la espiritualidad y la transcendencia.

La religión, por antonomasia, es un dogma, es decir, un sistema de pensamiento único que abiertamente dice «este es el camino», todo lo contrario de la ciencia, que no define un camino para llegar a la verdad; Jesús, abiertamente le dijo a la muchedumbre y a sus discípulos que Yo soy el camino, la verdad y la vida, bajo este dogma fueron criados la mayoría de las personas a las que les llegará este artículo; la religión y Dios son cuestiones formativas e instructivas, no espirituales. El hombre de Neandertal experimentó la transcendencia espiritual sin siquiera conocer ninguna religión o un sistema de creencias que nos acerquen a un dogma, porque la espiritualidad no dice este es el camino o yo soy el camino, sino que reza distinto: encuentra tu camino.