El pueblo itálico de los brucios constituía un antiguo centro, que en el siglo IV adquirió mayor importancia gracias a sus victoriosos enfrentamientos contra las ciudades de Magna Grecia. Empezaba a manifestarse su rebeldía, bien descrita por las palabras de Estrabón:

Un poco más allá de los Lucanos, están los Brettii [denominación en latín] su nombre les fue dado por los Lucanos: estos rebeldes les llaman «bretti». Según la tradición, los Brettii (...) eran pastores al servicio de los Lucanos y después se libraron y se sublevaron contra ellos.

El arco de tiempo abarcado en la descripción del gran geógrafo va de 357 a 356 a.C. y el período 7-18 d.C., los años durante los cuales Estrabón escribió y revisó su Geografía. Su asentamiento, en un territorio dotado de una naturaleza envidiable, atrajo a diversas civilizaciones que una tras otra lo fueron dominando.

Los brucios se nos transmiten como un pueblo de estirpe indoeuropea, de lengua osca, de ánimo rudo y belicoso y de condición nómada. Éstos, entre mediados del IV y del III siglo a.C. atacan y conquistan diversas ciudades magnogriegas, apropiándose de sus tierras y de sus recursos. Un capítulo que queda encuadrado en el contexto histórico de la ya imparable potencia romana. Los asentamientos estables no alcanzaban nunca la dimensión y la organización de una ciudad. En efecto, se trataba de «núcleos», repetidos con regularidad y a breve distancia, regidos por un Oppidum con la clase dominante, donde se celebraban reuniones-asambleas para la seguridad y el desarrollo de la comunidad.

Dentro del recinto amurallado se ubicaba la necrópolis, que estudios arqueológicos apuntan con diversas clases sociales y con diferenciaciones entre ellas.En definitiva, los brucios constituían un pueblo sobre todo de guerreros y que, hasta el sometimiento por parte de Roma, eran tan fuertes que impedían a cualquiera unificar todos los pueblos de la antigua Calabria y tan débiles de no conseguir ellos mismos tal empresa.

La historia de los brucios está tejida del progresivo apropiarse de las formas materiales de la cultura greco-italiota, en el interior de una esfera que nace y permanece anhelénica.

(P.G. Guzzo)

Durante la conquista romana se les reconocía como una pequeña potencia en rápido aumento con la prerrogativa de continuar desarrollándose como civilización autónoma y conquistadora y esto fue lo que les llevó a la hostilidad hacia Roma, cuando rozó sus confines y con la definitiva derrota. Así, la Regio III, una de las once regiones en que estaba dividida la Italia Augusta, ocupaba la actual Calabria. Y la historia nos la describe como un antiguo pueblo que hizo de su potencia bélica y de su voluntad de independencia y libertad, su grandeza, pero también su ruína. Todos sus capitulos históricos quedan bien ilustrados en el Museo dei Brettii e degli Enotri.

Algunos siglos después, el rebelde calabrés por antonomasia fue San Francisco de Paula, nacido en 1416 en Paula (donde se erige su Basílica) de padres de edad avanzada, que, por ello, atribuyeron el nacimiento de su primogénito a un milagro de San Francisco de Asís, prometiendo revestirlo del hábito votivo de los franciscanos. ¿Su rebeldía? Sociablemente justa: Francisco se convirtió para el paulano en un punto de referencia religioso y social, cercano a la gente que le consultaba todo tipo de problemas. El eremita estaba considerado como el único baluarte capaz de oponerse a los abusos de la corte aragonesa y de ponerse al lado de la gente pobre y humilde de aquel rincón del Reino de Nápoles y de asumir un papel de auténtico defensor de quien no tenía voz suficiente. Por la forma de vida que conducía, era un contestatario fiel a las grandes figuras del anacoretismo.

Ejerció un poder taumatúrgico especialmente a favor de los pobres y de los oprimidos, víctimas de los poderosos, contra los cuales Francisco no dejó de levantar su voz. Francisco dejó de existir en Tours (Francia) en 1507. Fundador de la Orden de los Mínimos, fue canonizado a los doce años de su muerte. San Francisco es patrono de Calabria y las conquistas de la corona de España contribuyeron a difundir el culto y la devoción que él sugería.

Siguiendo el ADN de rebeldía de los calabreses ante el forzado sometimiento de su maravillosa tierra, cabe citar otro fenómeno digno de tal herencia genética: el bandolerismo y su existencia continuada en Calabria. ¿Quiénes formaban parte? Pues «obreros, artesanos y campesinos rebeldes a la prepotencia y a los atropellos del extranjero, a la explotación continua de los trabajadores, a las injusticias sociales, a la corrupción, a las duras leyes de los opresores, al inhumano tratamiento de la gente indefensa y a la persecución de los inocentes» afirma Francesco Sisca, quien además explica: «no se trata de nuestra convicción sino del resultado de algunos acontecimientos históricos que se registraron en Calabria durante la triste dominación francesa de inicios del siglo XIX. Tales bandoleros surgieron para contrastar los impuestos y la leyes cada vez más insoportables, que habían reducido a la población al hambre y a la desesperación más completa», como ilustra la Casa de las Culturas de Cosenza, con una memoria local imperdible.

De esta reacción, el bandolero más famoso de Calabria, está considerado Giuseppe Musolino, nacido en 1875, detenido porque habría herido un hombre. Aunque intentó demostrar su inocencia, inútilmente, fue condenado a 21 años de prisión por culpa de algunos falsos testigos. Después de dos años de cárcel, logró evadirse convirtiéndose en el Bandolero de Aspromonte. Y al igual que el personaje de Alejandro Dumas en El Conde de Montecristo, se vengó de sus acusadores y de sus enemigos matando a siete personas e hiriendo a once. Así, Musolino se convertiría en un mito... hasta que dos carabineros lo capturaron, fue procesado y condenado a cadena perpetua durante la cual enloqueció. En 1946, le concediron la gracia para acabar muriendo en Reggio Calabria en 1956: un final muy diferente del que tuvo el personaje de Dumas. Y no podía faltar una mujer decidida a luchar en este movimiento: se llamaba María Oliverio, apodada Ciccilla, activa en la banda de Pietro Monaco, su marido, un año después de la proclamación del Reino de Italia por Víctor Manuel II en 1861, que aunaba ya todas las regiones.

Dignos de este elenco de sana rebeldía fueron también Pepe Guglielmo Squillace (178-855), que en Nápoles tomó parte en una conjura contra los Borbones, o Giovanni Nicotera (1828-1894) que, tras haber tomado parte en el Comité Revolucionario de Septiembre (1848), se unió a Giuseppe Garibaldi mereciendo ser nombrado su lugarteniente, hasta que en 1853 se trasladó a Milán para participar a los movimientos revolucionarios contra los austríacos.

Personajes dignos de honor y alabanza hasta que a finales del siglo XIX, a causa de unas células degeneradas del bandolerismo, en algunos calabreses el gen de aquella justa rebeldía registraba una mutación. Un fenómeno inmerecido que esta región tan privilegiada combate con esperanza.