Un día nublado en Roma, pesado a causa de la monotonía que hoy invade Piazza Dante y del ajetreo que rodea la tala de los cedros del Líbano. Bellísimos, ocultaban el antiguo refugio de la Segunda Guerra Mundial y casi podíamos tocarlos con la mano desde las ventanas que daban a la plaza. Llegas tú, Mario, antiguo compañero del tristemente famoso Liceo Español Cervantes de Roma, colegio público nacido durante los años de la dictadura franquista «para permitir a los exiliados mantener un vínculo con sus orígenes», pero al que asistían los hijos de los diplomáticos hispanoamericanos y al que recientemente se había incorporado la prole de un grupo de exiliados chilenos y argentinos (se creía que el exilio terminaría en una semana, un mes. Luego irían pasando los años, uno tras otro).

Tú, boliviano, hijo del cónsul, te acababas de librar de una emboscada en La Paz, Bolivia, ayudado a escapar de la represión del general García Meza y ya con residencia en Madrid nos proponías realizar un exhaustivo reportaje sobre la Roma new wave de los años ochenta, con la Estate Romana (Verano Romano), invento creado por Renato Nicolini, el joven arquitecto conocido por su compromiso político y sobre todo por haber configurado un nuevo modelo cultural para la capital durante los atribulados años de plomo.

Con su trabajo absolutamente original, Nicolini obra el milagro: implicar a las masas en los grandes eventos, consiguiendo la participación de relevantes nombres de la escena internacional en espectáculos colectivos, inaugurando la época de las noches llenas de animación donde siempre aparecía lo maravilloso e imperaba la emoción, una intuición alegre y festiva, una verdadera oposición cultural. El imperio de lo efímero, así fue descrito aquel fenómeno. Lo acompañaba en ese proyecto el alcalde de Roma, el reputado historiador de arte Giulio Carlo Argan.

Podría escribir de arte y teatro, respondí ante la propuesta de Mario. Si algo me ha enseñado Roma, más allá de su historia, ha sido el teatro, el Teatro Imagen.

La efímera Demencial Party

Los eventos marcaron Roma, desde la Basílica de Majencio — lugar para el cine popular que desencadena el encuentro entre las masas y las minorías — al redescubrimiento del paisaje metafísico de la EUR, con un extraordinario Circo Máximo (Circo Massimo en italiano) transformado en ciudad del cine con proyecciones desde el atardecer hasta el alba. El matadero abandonado en Testaccio y Villa Torlonia se convierten en escenarios de teatro, música, danza y vídeo.

Conociendo mi procedencia chilena, Renato se complace en recordarme el choque/encuentro entre Chile e Italia que tuvo lugar en 1962. Para ser más precisos, durante el Mundial de Fútbol que se celebró aquel año.

Nicolini continuaría desarrollando su trabajo como asesor cultural durante los mandatos de los últimos alcaldes verdaderamente queridos por los romanos, Luigi Petroselli y Ugo Vetere.

Permanece mítico el Festival de Poesía de Castel Porziano. El Beat 72… ¡qué forja de talento!

El reportaje que teníamos que realizar era para La Luna de Madrid, la revista de la movida madrileña, donde escribía, entre otros, y utilizando el seudónimo de Patty Diphusa, Pedro Almodóvar, el cineasta español que «mejor ha sabido articular la España del posfranquismo».

Mi casa de Piazza Dante, en el popular barrio de Esquilino, fue durante mucho tiempo un puerto de mar. Las cuatro habitaciones y la casa con cocina incorporada hicieron el resto. Para ir al baño era necesario salir al balcón, como sucedía en muchas casas romanas de la época. Uno se duchaba casi a la intemperie. Afortunadamente en Roma nunca hace demasiado frío y las temperaturas son suaves. La revista Capital había realizado un trabajo allí hacía muy poco tiempo, con dos famosísimos fotógrafos americanos, los cuales, después de haber sido huéspedes de Luccio Amelio en Nápoles y Capri, se encontraron en Roma sin un centavo.

En aquellos días en mi casa se alojaba también la actriz Liliana Gerace, la mítica madre de Lou Castel en Los puños en los bolsillos (I pugni in Tasca), de Marco Bellocchio. Liliana había regresado recientemente de la India con la misión, decía, de enseñarme un anillo que había cambiado milagrosamente. Me regaló las cenizas de Sai Baba y permaneció con nosotros todavía unos cuantos meses más.

Por entonces un grupo de amigos que vivíamos en Roma nos relacionábamos, cada uno a su manera, con Alejandro Montesino, un personaje increíble de la política chilena en el exilio. Presidente de la Juventud Radical de Chile antes del golpe, además de vicesecretario de la Internacional Socialista en tiempos de Willy Brandt. Según algunos pasquines escritos en Chile, habría sido amante del ex primer ministro italiano Bettino Craxi. Ante nosotros se mostró como un hombre culto y refinado, que se abrió paso en la política italiana gracias a su audacia e inteligencia.

Tuve largas conversaciones con él, dado que iba y venía continuamente del país ibérico. Era íntimo amigo de Felipe González, secretario general del Partido Socialista Obrero Español y a la sazón presidente del Gobierno de España. Pero yo lo superaba en esa época, transitando entre los veranos de Roma y la movida madrileña: mi agenda nocturna era entonces infinita.

Decidido a hacerse un hueco en la política italiana, Montesino movía dinero contante y sonante. Por sus manos pasaron miles de dólares enviados desde Italia a fin de sostener la resistencia contra Pinochet, financiar en Chile la campaña por el No y apoyar la candidatura que finalmente llevaría a Patricio Aylwin a la presidencia de Chile.

Montesino falleció en Santiago el 15 de diciembre de 2004 después de una larga enfermedad. Hoy me informan que sus familiares se disputan todavía en los tribunales la supuesta fortuna que dejó.

El reportaje sobre la capital italiana tenía que ser la bomba y así fue como partimos, guiados por Mario Vargas, por el fotógrafo argentino Víctor Zocolovich, por el mítico jefe de la agencia Efe en Roma, Luis de León y por otros de cuyo nombre ahora no puedo acordarme.

La pintura en Roma: una pulsión metropolitana

La última producción pictórica, señalaba en un artículo precedente donde reunía a los protagonistas teóricos de aquellos años, Lorenzo Mango y Achille Bonito Oliva, creador de la Transvanguardia, el fin de las vanguardias históricas, como expresa él mismo:

Estoy convencido de que existe un espacio de cultura mediterránea, históricamente ha sido así y claramente existe una memoria cultural, una afinidad de sensibilidades. Hay sintonía y cuando esta se da, nada más apropiado que hacerla hablar.

Hay artistas que responden a las exigencias del presente.

Había finalizado recientemente el Festival de Poetas en Ostia y todavía se sentía aquel aroma, los teatros no eran sino pequeñas bodegas donde malamente entraban 30 o 40 personas. Años en los que en Roma era inevitable topar con una multitud de experimentadores que surgían del ambiente de los pequeños teatros, en las tascas y garajes, donde uno podía descubrirse sentado al lado de Allen Ginsberg, Gregory Corso o Lawrence Ferlinghetti.

Un laboratorio de experiencias lingüísticas donde se creó un producto peculiar, la puesta en escena de la cita y el metateatro, de la cita culta a la desacralización.

Recuerdo ahora grupos teatrales como La gaia scienza, Falso Movimento, Magazzini criminali; también me acuerdo de Gianni Fiori, Leo de Berardinis y Perla Peragallo, Mario Ricci, Valentino Orfeo, Giuliano Basilico, Raimondo y Caporossi, Carlo Quartucci, Caterina Merlino, Memé Perlini, Pippo Di Marca, Giancarlo Nanni, un teatro de vanguardia que cambia lentamente el escenario habitual en su modo de estar frente al público.

Bonito Oliva me habla del proyecto dulce (progetto dolce), me dice que no se trata tan solo del efecto de una gestualidad emotiva, sino también de una reorganización lingüística que nace en tanto que existe una idea del marco y la pintura. En Roma, me dice, existe hoy un fluir creativo puesto en movimiento por la Transvanguardia que restablece la fe en el arte. Roma se muestra como el teatro natural de esta creatividad, de este flujo cultural, puesto que, siendo un museo al aire libre, estimula al artista.

Es otro día y ya despuntó el alba. El gallo cantó dos veces. El color gris de la mañana ilumina pausadamente las calles. La historia evoca recuerdos, cosas hermosas, anécdotas, cosas inolvidables. Quise desmitificar lo sucedido.

Cuando era niño, en Santiago, podía ver desde mi ventana las luces encendidas del estadio, oír los gritos del público y la celebración de los goles. Recuerdo el relato de Renato Nicolini. En aquel estadio sucederían también más tarde hechos infames.

Pasa un automóvil. Tengo sed. A tientas cojo el vaso de agua sobre la mesita de noche y me lo llevo a los labios.

Jugadores que se persiguen soltando patadas, mamporros en la cara y narices rotas, expulsados que deben abandonar el campo acompañados por los carabineros. Hay una canción de Los Ramblers que evoca el evento. Como si fuera ayer, en Chile todavía suena:

El rock del Mundial

El mundial del 62
Es una fiesta universal
Del deporte y del balón
Como consigna general.
Celebrando nuestros triunfos,
Bailaremos rock and roll.

Nos invade la alegría
Y de todo corazón,
Agradecemos a quienes
Nos brindaron la ocasión.
Y dispuestos a la lucha,
Entraremos en acción.

Tómala, métete, remata,
Goooooool, gol de Chile,
Un sonoro C - H - I
Y bailemos rock and roll.

Tómala, métete, remata,
Goooooool, gol de Chile,
Un sonoro C - H - I
Y bailemos rock and roll.

Tómala, métete, remata,
Goooooool, gol de Chile,
Un sonoro C - H - I
Y bailemos rock and roll.

A los equipos extranjeros
Demostraremos buen humor,
Y como buenos chilenos,
Hidalguía y corrección.
Y aunque sea en la derrota,
Bailaremos rock and roll.

Tómala, métete, remata,
Goooooool, gol de Chile,
Un sonoro C - H - I
Y bailemos rock and roll.
Y bailemos rock and roll.
Y bailemos, alegremente,
Rock and roll.

«Tenía una tipografía con mi padre y como la Copa del Mundo de 1962 iba a atraer a mucha gente, sugerí vender sombreros de sol. Pero no teníamos ninguna experiencia, de modo que al final, dado que ya tenía una banda, preferí pensar en una canción», ha recordado el mentor. El himno del fútbol de aquella época tomó forma, aunque estuvo a punto de no hacerlo: «La idea era que no sonase tan rockero. Quería empezar con un gran solo de saxofón, con un sonido orquestal. Pero el saxofonista que contratamos se quedó dormido y no llegó. Así que tuve que improvisar ese clásico inicio de guitarra en unos minutos».

Encendieron las farolas y, como luciérnagas, cada esquina tiene su circunferencia de luz. Hay una vieja luz en esta plaza. Se inicia el bullicio de la ciudad. Hay un color plateado en las esquinas y una brisa suave anuncia el lento otoño.

¿Cuáles serían los rasgos del arte de los años ochenta?

El arte de los años ochenta se desarrolla bajo el signo de una tranquila madurez creativa, acompañada de una tensión moral y de una actitud profesional capaz de producir un trabajo que ciertamente no se reconoce en ninguna retórica espontánea, ni siquiera dentro de una cálculo demasiado previsible de la obra. El artista sigue trabajando en el intenso territorio del arte, delimitado por los lenguajes de la pintura, de la escultura, desarrollando una métrica estilística que oscila entre la ornamentación abstracta y la esencialidad figurativa, me apunta el influyente crítico, antes de despedirnos.

Semejante conciencia de aquel ahora fue una verdad prolongada en el momento histórico de la Europa de los años ochenta; entonces este escenario se convierte en una prueba, un todo. Se perfilan los contornos de un territorio diferente. La inmediatez de lo vivido, dandismo y fuerza salvaje, en un horizonte che abarcaba desde el nuevo cine alemán al punk progresivo.

Se trataba finalmente de proclamar expedita la vía para aquella fiesta de la creatividad, una partida para jugar en aquella efímera Demencial Party. Era como vivir un elixir metropolitano, considerando que entre el cómic y la ciencia ficción hay una sincronía afín que se refleja sobre algunos modelos artísticos donde se juegan los mejores partidos.