El título «Invención del deseo» me interrogó, como debe hacer un título. El sentido me decía que es el deseo lo que inventa, lo que abre a lo nuevo y crea nuevos mundos. Es decir, lo entendí como deseo de invención. Lo cual también es cierto. El deseo de invención, de inventar lo nuevo, es lo que impulsa el progreso. Es algo bueno de entrada la invención. Aunque se complica cuando tenemos en cuenta algunas cosas que se inventan: la bomba atómica, por ejemplo. ¿Es buena la generación de la energía nuclear? Tiene de todo, mata y cura a los humanos: la bomba y la radioterapia.

Pero lo que se nos propone es poner el término invención por delante. No «deseo de invención» sino «invención del deseo». La idea se revuelve y, de nuevo, a trabajar contra sentido. Nosotros avanzamos de ese modo. Sobre todo, a la contra del sentido y así, a veces, encontramos algo.

Una invención tiene que tener una significación para ser tal; actúa en un sentido. Un invento se considera así si sirve para algo, de lo contrario es algo inútil, sin sentido. Aunque el invento parezca absurdo, será invento si logra algún sentido. Un chiste, por ejemplo, o el «teatro del absurdo».

Recuerdo que leía en mi niñez – no hace tanto tiempo – el TBO que contenía una sección que me encantaba: Los inventos del Dr. Franz de Copenhage. La gracia estaba en repetir cada semana lo mismo: tras enormes esfuerzos el tal doctor inventaba algo, se abrían grandes expectativas y, finalmente, era algo que no servía para nada. Ejemplos: dispositivo para descargar mercancías con jirafa, o huevos con cáscara de cristal, o melones cuadrados… El invento resultaba fallido y emergía el sentido que nos hacía reír.

Todo el TBO, precursor de lo que luego se conocería como el cómic — aquí tengo un desencuentro con la lengua de mis hijos — se basaba en eso: Carpanta y sus peripecias inverosímiles para calmar el hambre; el Abuelo Cebolleta que contaba relatos interminables que aburrían mortalmente; la Familia Ulises que vivía en el borde de lo imposible. En general nunca conseguían sus deseos, o si los conseguían era al precio de una catástrofe peor.

Si la invención tiene una significación es que responde a una operación significante y, por tanto, supone un sujeto capaz de añadir significantes a la cadena que acaba produciendo la significación nueva que es la invención.

Invención es un sustantivo que puede referirse a algo inventado – la invención- pero también al hecho de inventar. Define un objeto y también un acto. De este modo la invención es a la vez la operación de inventar y el resultado de esa operación- la invención o invento. «He inventado un invento», no es una tautología; es una figura retórica de reiteración, pero no es una frase falsa. Sería un retruécano, pero tendría sentido.

En el caso que nos ocupa, «invención» se refiere al acto de inventar, y el invento sería el deseo. Es decir, cómo se produce o se hace surgir al deseo en el sujeto que lo funda. Lo cual dicho de así resulta un tanto mecánico; así que dejémoslo en «invención del deseo». La invención no es una creación, por supuesto. Crear es hacer algo de la nada, y eso está reservado a los dioses. También sirve crear en sentido artístico, «una creación», pero siempre es a partir de algo. Aunque sea un resto como se efectúa, por ejemplo, en el arte.

La invención del deseo se daría antes de causar el deseo. Más bien en algo previo a su causación, y que pudiéramos intentar definirlo como la operación u operaciones que propician o dan lugar a las circunstancias en que se puede causar el deseo. Es decir, la invención no se referiría propiamente a la causa, sino a su «oportunidad» de realizarse.

Por tanto, tenemos que la invención también supone la existencia de un sujeto capaz de realizar las operaciones significantes para articularse con un objeto y constituir así un fantasma con el que opera el deseo.

Partimos de un escenario primario en el humano infans: la opacidad del Otro, la inaccesibilidad respecto de ese gran Otro de cuyo deseo no le es posible conocer, eso es lo que determina el desamparo originario. Es desamparo porque el ser viviente se encuentra carente de referencias para ubicarse en el tiempo, pues no tiene posibilidad de escandir el continuum en que habita, y en el espacio, ya que está sumergido en la indeterminación sin posibilidad de configurar un interior y un exterior. El fantasma con que opera el sujeto supone la formación de una relación con el objeto, y así hace surgir el deseo que le permite al sujeto extraerse del desamparo. Y el deseo efectúa el ser. Como dice Lacan, se trata de «esa metonimia del ser en el sujeto que es el deseo»1.

El camino de la invención del deseo pasa por lo traumático que causa el desamparo. «El deseo debe producirse en el mismo lugar en que de entrada se origina, se experimenta el desamparo»2, señala Lacan. La vivencia del desamparo de lugar a la emergencia de un real que va a emitir la señal de la angustia, que como llamada de lo real exige al sujeto su respuesta: construcción del objeto mediante el fantasma que causa el deseo que, a su vez, hace consistir al ser que es la respuesta a la angustia.

Si en el «desamparo originario» la experiencia traumática es la emergencia de un real frente al que el sujeto se defiende con el fantasma, diríamos que es a la inversa del traumatismo en el adulto, que se produce cuando la emergencia de lo real desborda al fantasma, es decir, cuando ese real no puede ser cernido por los elementos simbólicos e imaginarios con que el sujeto cuenta.

El traumatismo proporciona al sujeto — con ayuda de elementos adquiridos del estadio del espejo — los medios para su defensa, es decir, para efectuar la representación imaginaria del objeto con que construirá su fantasma. Así extrae el objeto del Otro, y lo descompleta y desvela su opacidad.

Constatamos así que el sujeto construye su fantasma en oposición al Otro, como una respuesta. Es una contestación a la omnipotencia con que se le presenta el Otro. Esto le permite la separación y tomar como referencia su deseo.

De la existencia al ser

«Hay Uno», insiste Lacan, sintagma tajante, lapidario, que pretende que percuta en sus alumnos. Hay que distinguir el Ser de la existencia. Miller ha dedicado a eso un curso, El Ser y el Uno. Hay Uno y hay el Otro. Existencia y ser. Seguiremos ese curso para abordar la invención del deseo.

Este Uno es significante y real, principio y origen. No hay más allá. No es que más allá estaríamos en el sinsentido, ya que éste es otra subjetivación del ser. Este Uno de la existencia es previo al ser, a todo sentido, al deseo.

Para acceder al ser que se manifiesta en el deseo será preciso que ese Uno se borre y así surja la falta a partir de la cual emerge el Otro que dará acceso a la dimensión del ser.

Tras el borrado del Uno se hace posible la instauración de la cadena significante que da lugar al sujeto del inconsciente. Este sujeto del inconsciente tiene un estatuto ontológico está, por tanto, del lado del ser, dice Miller en su Curso. Y más tarde, en Habeas Corpus va más allá:

Se puede localizar en el ejemplo canónico del «fort-da» donde Lacan muestra cómo el sujeto del significante domina el goce, se hace amo del goce… al principio mismo de la cadena significante hay el goce-sentido.
(...)
...el parlêtre tiene una dimensión óntica, existe porque necesariamente tiene un cuerpo3.

En ese recorrido de la existencia al ser que dice su deseo se encuentra, es necesario, el traumatismo del desamparo originario, un primer mal encuentro con el Otro que es la ocasión para que emerja la respuesta que opera la lengua descompletando al Otro, extrayendo un objeto posible como causa de deseo.

Así pues, habría un primer momento lógico que se efectúa cuando la palabra alcanza al cuerpo del ser viviente y se constituye el Uno. Es la dimensión óntica, la pura existencia. Y deberá borrase para que se produzca la falta. Y de la desaparición de ese Uno se pasa al significante que puede instaurar la cadena, que quedará anudada al cuerpo, es decir, la lengua que emerge junto con el Otro. Ahí se jugará la respuesta a ese Otro con una invención: la extracción de un objeto que opera la lengua y que va a descompletar a ese Otro. Todo este entramado – imposible de reducir a un sentido acabado - es el que abre el camino para la emergencia del deseo, que es la respuesta constitutiva del ser. Queda abierta la dimensión ontológica. De todo lo que es para el Otro y no puede ser sin el Otro.

Pero también de ese borrado del Uno queda ahí, en la existencia, un trozo de real que da lugar a una repetición que causa un proceso: la iteración que da lugar al sinthome. Un proceso sin objetivo, que no es para el Otro, que permanece en la pura existencia, como solidario del inconsciente real.

Una anécdota familiar cuando trabajaba sobre esto, me permitió observar lo que me pareció un modo de invención del deseo: un verano me ocupé buenos ratos de cuidar de mi nietito de siete meses entonces, para dejar ratos libre a sus padres. Buscaba modos de distracción para tenerle contento y se me ocurrió imitar sonidos de animales. Le hizo gracia el aullido de lobito y el maullido del gatito. Pero como se me acababa el repertorio se me ocurrió imitar el rugido del león. Inmediatamente cambió la cara del niño, hizo un puchero y las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas y comenzó un llanto inconsolable que atrajo a todos en casa. Las mujeres de la familia me quitaron el niño de los brazos y me regañaron por mi torpeza: «¡por Dios … a quién se le ocurre…!». Me retiré murmurando algo sobre que yo era abuelo por primera vez, que estaba aprendiendo… En fin, no tuve una tarde brillante.

Pero hete aquí que, poco antes de un mes de los hechos relatados, mi hijo, o sea el padre de la criatura, y su madre nos comentaron a los abuelos que el niño había hecho algo nuevo, que nunca antes había hecho y que les había sorprendido. Como cuando te cuentan la primera vez que el bebé ya come de cuchara, o que se ha incorporado y todas esas cosas. Y nos enviaron un video con unas imágenes insólitas hasta ahora: el niño estaba sentado sobre las rodillas de su padre junto a una mesa con el plato de puré. El padre le comenzó a dar la comida. Le acercaba la cuchara a la boca y Leonardo- éste es su nombre- comía con mucha gana. Pero de improviso, tras deglutir una cucharada, avanzó sus brazos sobre la mesa, con los puñitos apretados, y empezó a emitir unos sonidos guturales durante unos segundos, en los que su padre, sorprendido, se interrumpió con la cuchara. Tras esa actuación se callaba en actitud expectante, mirando a su padre y a su madre, que le grababa, y esperaba la siguiente cucharada que entonces su padre le daba. Repitió varias veces esta operación tras cada cucharada, cada vez con sonidos más fuertes, y añadía, además, para acompañarlos unos movimientos sincopados hacia adelante con la cabecita. Sus padres se reían un tanto asombrados.

Efectivamente, como habrán adivinado, los sonidos guturales se asemejaban a pequeños rugidos de león. A vuelta de WhatsApp, a la perplejidad de su madre sobre qué era lo que hacía el niño le respondí que se trataba de «puro teatro». Bien, todo en orden.

Leonardo inventa usar el intervalo entre cucharadas para emitir un significante que apunta a conseguir de sus padres un objeto – la risa – al tiempo que descompleta al Otro: sus padres no entienden, se preguntan «¿qué hace? ¿qué le pasa?».

Esta operación nos muestra que el deseo apunta más allá de obtener el objeto, pretende el deseo de que sea reconocido su deseo por el Otro. Y lo consigue plenamente. Sus padres comunican rápidamente a toda la familia la novedad: «mirad lo que ha hecho Leonardo». E incluso, yo mismo estoy aquí ahora contándoles lo de mi nieto.

Un elemento -el rugido- tomado de un traumatismo va a ser empleado como un significante para manifestar el deseo, en el lugar del intervalo que la lengua inventa en la contingencia.

Volvemos al Seminario VI:

Desde su aparición, en su origen, el deseo se manifiesta en el intervalo, en la apertura entre la pura y simple articulación lingüística de la palabra y lo que marca que el sujeto realiza en ella algo de sí mismo, algo que no tiene alcance y sentido más que en relación con esa emisión de la palabra, algo que es su ser – lo que el lenguaje llama con ese nombre 4.

Así es, el deseo realiza el ser en la palabra.

De esa experiencia de la relación imaginaria con el otro, según Lacan, «el sujeto construye algo que, a diferencia de la experiencia especular, es flexible con el otro. En efecto, lo que el sujeto refleja no son simplemente juegos de prestancia, sino que se refleja a sí mismo como sujeto hablante» 5.

El camino de la invención del deseo, con la que el sujeto sale del estadio inicial de desamparo, está jalonado por traumatismos de los que extrae elementos simbólicos e imaginarios con los que servirse para las operaciones que precisará en adelante. Es decir, lo traumático de los encuentros habidos con el Otro proporcionará los materiales para la invención de lo nuevo.

La invención del deseo es una operación del ser hablante con la lengua que efectúa los vacíos, los intervalos donde el deseo emerge para realizar lo aún no realizado.

Mientras sus padres esperan con ilusión el día en que su hijo hable, Leonardo ha inventado ya cómo hablar.

Notas

1 Jacques Lacan, Seminario VI, pag.32.
2 Jacques Lacan, Seminario VI, pag.27.
3 Jaques-Alain Miller, Habeas Corpus, Discurso X Congreso AMP.
4 Jacques Lacan, Seminario VI, pag.25.
5 Jacques Lacan, Seminario VI, pag.28.