Unas pocas semanas atrás, en una de las comidas propias de la época navideña, supimos que la novia de uno de nuestros amigos le estaba siendo infiel: una noche fue a buscarla a casa con la intención de sorprenderla… y la sorprendió, pero con su jefe. Todo un clásico. No dábamos crédito, con lo enamorados que estaban… Y a dos días de Navidad, qué horror, ¿cómo se le explica esto a la familia?

Desde entonces me genera mucha incertidumbre no saber qué le lleva a uno a cometer infidelidad. Tanto, que con frecuencia, durante las sobremesas, me siento tentada a sacarle el tema a mi pareja. Él rápidamente lo resuelve, profiriendo una sucesión de descalificativos (algunos muy feos) contra la adúltera. Yo, sin embargo, movida por la reflexión, especulo entre lo que me parecen posibles hipótesis: la moral (su falta, en este caso), lo que comúnmente llamamos «un desliz», el resultado de frustraciones no resueltas, la crisis de los cuarenta, el atractivo del poder. Qué sé yo.

En estas reflexiones andaba cuando topé con el entretenido libro de relatos de Juan José Millás, Infieles y adulterados, en el que da rienda suelta de un modo muy poco dramático a las más creativas infidelidades. Allí se reúnen viciosos sin escrúpulos que satisfacen sus deseos sin cargar con el peso de la conciencia, pero también románticos empedernidos, seres sensibles que viven en el eterno anhelo de un amor imposible.

Lo prohibido goza de una esencia que lo vuelve irresistible y que nos empuja a perseguir. Como les sucede a las polillas que, temerarias, vuelan hacia la luz en un viaje tal vez de nefastas consecuencias.

No obstante, es muy predecible que el placer dure ni más ni menos que lo que dura su consecución, puesto que la satisfacción no es sino la muerte del deseo; lo que irremediablemente obligará a los insatisfechos de nacimiento a perseguir nuevos objetivos con los que saciar sus vagas necesidades. Quieren escapar de la rutina que los aprisiona y la fruta prohibida les ofrece un nuevo mundo de deliciosas posibilidades.

Pero desconocemos la trampa que encierra lo novedoso: que más pronto que tarde se convierte en familiar. Como sucedía en aquella película de José Luis López Vázquez, Por qué pecamos a los 40, en la que su amante le espera sobre la cama, paciente y seductora, ataviada con fina lencería; un tiempo después, cuando los encuentros furtivos se han formalizado, ella cambiará las transparencias por el esquijama y los calcetines de franela.

Y es que la infidelidad está presente en el ideario colectivo desde tiempos inmemoriales, tanto que se convierte en tema principal de algunas de las obras más relevantes de la literatura universal. Ahí tenemos Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos, y Madame Bovary, de Gustave Flaubert.

Las amistades peligrosas, novela epistolar publicada en 1782, en la que una serie de aristócratas libertinos mantienen correspondencia con el único propósito de dar rienda suelta a sus más despiadadas intenciones en materia de seducción.

Con Madame Bovary (1856) tenemos a la joven Emma, que se ve arrastrada por el remolino de la infidelidad tras haber sido víctima de una vida aburrida, un matrimonio insulso y un marido incapaz de satisfacer sus deseos. El adulterio le insufla la chispa que tanto necesita, hasta que esa misma chispa acaba con ella, claro. Ambas novelas fueron duramente juzgadas en su tiempo por cuestiones relativas a la moral y, sin embargo, fueron muy aclamadas por el público. Porque, aunque decimos rechazar el adulterio, nos sentimos atraídos por su llama; por eso devoramos con avidez tantas páginas llenas de engaños y traiciones, en donde, al final, los sentimientos son los únicos protagonistas.

Quien más y quien menos, en algún momento se ha visto sobrepasado por la rutina de todos los días, y tal vez, en secreto, haya podido sentir celos de los personajes de las novelas, libres y valientes, que renuncian a conformarse con una vida mediocre y se abandonan a sus instintos más básicos, sin miedo de las consecuencias.

Puede que fantaseen con tener una historia clandestina que destile pasión a borbotones y arroje nuevas ilusiones al tedio en el que se han convertido sus días.

Quizás, por sorpresa, se cierna sobre ellos lo inexorable del paso del tiempo, y el miedo a la muerte se abalance sin piedad en la quietud de la penumbra para revolver su paz interior y sembrar el desasosiego que deja el anhelo de tantas vidas no vividas, mientras a lo lejos resuenan las palabras de Jorge Manrique, que caen con fuerza sobre la conciencia:

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el pacer;
cómo después de acordado
da dolor;
cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

La vida puede ser tan aburrida como uno se proponga; es responsabilidad de cada uno hacer que sea de otra manera.

Llegados a este punto, no queda sino cuestionar los posibles argumentos que puedan conducir a una «aventura», para romper una lanza a favor de la estabilidad sentimental: por muy suculento que pudiera resultar encontrarse cada día con alguien nuevo luciendo su mejor lencería (o lo que sea que le corresponda llevar a un hombre, en otro caso), no puede haber nada mejor que pasar una noche fría resguardado con el abrazo de quien ve la vida a tu lado, regresar a casa para encontrar el calor del que ansioso espera tu llegada, reconocerte en la mirada sincera de la persona que pese a todo te ama, sonreír al contemplar la sonrisa juguetona que te dice cuánto te quiero, gordi. Es imposible.

Si hay obras que ensalzan el adulterio, sin duda otras retratan magistralmente la grandeza del amor verdadero. Por poner solo dos ejemplos: La felicidad conyugal, de Tolstói, que muestra de un modo muy tierno la evolución de las personas y lo complejo de las relaciones; y Ático sin ascensor, una película en la que Morgan Freeman y Diane Keaton recrean a una entrañable pareja que rememora su vida juntos.

Son infinitas las posibilidades que pone a nuestro servicio la literatura, si bien no podemos dejar de señalar, dado el tema que nos ocupa, la capacidad de evasión absoluta que nos permite vivir otras vidas (como ya les sucediera a los autores que las crearon), sin con ello tener que transgredir ningún límite. Nada nos impedirá gritar: «¡Madame Bovary soy yo!».