No se ha terminado de llorar al muerto, no se ha rezado aún su novenario o su misa de mes, como se usaba en los tiempos de antes, aunque aún hoy todavía se estila (y quizá su cuerpo y sus huesos aún estén relativamente enteros en la caja, ya enterrada tres o cuatro metros bajo la lápida o el césped, todavía no carcomidos por los gusanos y los microrganismos que ofician, lentamente, la segunda ley de la termodinámica) y ya los familiares más cercanos—el cónyuge generalmente, o quizá algún hijo o hija, sobrino, o algún nieto desaprensivo—toman la decisión.

Y en cosa de pocos días o semanas desarman la biblioteca del que ya no está, la cual tomó cuarenta o cincuenta años de pertinaz dedicación, generalmente a costa de grandes esfuerzos económicos, de eternas noches de férrea disciplina intelectual. Filosofía aquí; literatura acá; y clásicos griegos y romanos en los estantes adicionales. Textos en alemán e inglés, por este lado. Y el idioma italiano allá, en las últimas repisas, junto a la ventana luminosa.

O bien recios libros de medicina general aquí y los de biología allá, y los tratados especializados en cardiología en los tablones restantes, todas eruditas publicaciones buscadas laboriosamente en medio mundo, con anotaciones y referencias a mano, con pluma estilográfica o lapiceras del tiempo de antes. Y a poco de morir su dueño, deciden destazarla y regalarla a trozos al primero que encuentren a mano.

A una universidad de la localidad (que la guardará en cajas por meses u años, mientras bibliotecólogos, empleados a sueldo, deciden qué hacer con ella, o la reparten a pedazos por allí en diversas dependencias); a la biblioteca municipal, quien la alojará en un sótano húmedo y podrá ser comida de roedores o, bien, simple pasto del olvido, por décadas y décadas; a los vecinos o amigos que quieran pasarse por allí cualquier tarde, a recoger unas cajas y, de paso, tomarse un café con bizcochos, o una cervecita o aguardiente, si ya es entrada la noche.

Me cuesta entender que sea el esposo o la esposa (ahora viudos) quien perpetre esa ingratitud (es la palabra más leve que se me ocurre, pero también podría usarse «infamia»), justo con quien vivió muchas décadas — acaso medio siglo — codo con codo, almohada con almohada. No amar esos libros y esa biblioteca significa no amar al ser que se tuvo al lado, no haber entendido ni conocido su esencia, quizá lo mejor de sí. Regalar sus libros troceados y a destajo significa regalarlo y trocearlo a él mismo, dilapidar los objetos en los cuales concentro sus mejores horas como lector, como escritor, como médico, como ingeniero, lo que haya sido, allí donde puso sus pasiones y esfuerzos para cambiar el mundo.-

Quiero contar una historia. Diego Alfaro fue un fantástico profesor de filosofía que marcó la vida de quienes fuimos sus estudiantes de secundaria en el viejo Colegio La Salle de San José de Costa Rica allá por la década de 1970. Era un personaje de novela rusa.

Bajito, quizá 1,55 metros y se movía por el mundo con unas gafas para miopía prescripción 4.5 o 5.0, y por eso le decíamos Mr. Magoo, como el personaje de la tira cómica. Ese profundo y sistemático lector de filosofía e historia habitaba en un pequeño y fornido cuerpo de alzador de pesas que practicaba la halterofilia. Parecía un pequeño y fuerte trapecista trashumante de un circo rumano o húngaro, un tipo singular y curioso que podría haberse encontrado en las páginas de Gogol o de George Simenon.

Diego era capaz de enseñarnos a Heráclito y a Parménides, o bien a Sócrates dialogando por las calles de Atenas, y también a Kant y a Nietzsche, en fin, toda la filosofía y la cultura de muchos siglos, a esa gavilla de adolescentes que en los años 70 éramos sus estudiantes, y que teníamos como pasiones esenciales jugar al fútbol y escudriñar los muslos de nuestras compañeras adolescentes.

De alguna manera, se las arreglaba para que aquellos muchachos con las hormonas a mil tuviésemos algunas horas de paz y serenidad para oír a Richard Strauss en Así hablaba Zaratustra, de leer a Lisístratra y la «revuelta de las piernas cerradas de las mujeres» de Aristófanes en el siglo IV a.C. Lograba cosas casi imposibles. Que en las tardes, después de clases, cambiáramos nuestro partido de fútbol o nuestro escarceo con la novia del momento y arrastrarnos a más de 200 estudiantes a Barrio Cuba, una barriada obrera del sur de San José, al ya extinto Cine Martí que pertenecía a sus parientes políticos, y sumergirnos dos horas con El Extranjero, aquella hermosa película de Luchino Visconti basada en la novela de Albert Camus, con el gran Marcello Mastroianni y la bellísima Maria Schneider, diosa absoluta del celuloide, por los siglos de los siglos, amén.

Diego vivía con un discreto salario de profesor de secundaria y con sus poquísimos ahorros de fin de mes se las arreglaba para ir comprando libros. Con el paso de los años, fue haciendo una extraordinaria y compleja biblioteca. Desde Mario Bunge a Bertrand Russell, desde Robert Dahl a Ernst Cassirer; desde A.J. Ayer hasta el Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein.

Era cliente de Librería Lehmann del centro de San José y compraba libros a plazo, haciendo «pagos polacos», como se decía en la Costa Rica de aquellos tiempos, con 200 colones de entrada y 500 colones el siguiente fin de mes y así logró armas colecciones de libros enciclopédicas, mes a mes, año tras año. Los libreros le conocían y querían huir despavoridos cuando le veían entrar y caminar por los pasillos, pues era de las pocas personas en la capital que les obligaba a buscar nombre de libros extraños en los índices impresos que recibían del extranjero (no existían internet en esa época, tampoco computadoras con archivos en tiempo real); apellidos complejos y difíciles como Burckhardt, el gran historiador alemán, u Ockam, el padre del empirismo epistemológico, o Castoriadis, el griego francés que fue capaz de profetizar cómo caería Europa del Este.

A sus amigos, que éramos pocos, unas ocho o diez personas en el mundo (pues tenía muy claramente dividido el universo entre amigos, simples conocidos y el resto ignoto del planeta…), nos prestaba su único y más preciado bien: sus libros. Era su forma de expresar afecto. Los entregaba con alegría, haciendo recomendaciones de capítulos especiales, de enfoques del autor a los cuales uno debería estar atento, con decenas y cientos de anotaciones en sus márgenes. Todavía guardo en mi biblioteca dos o tres libros finales que me prestó y que nunca pude devolverle, y los cuales tienen su firma (Diego Alfaro, con estilográfica color verde).

Cuando Diego murió, todos sus amigos fuimos al funeral con dolor. Supimos, pocas semanas después, que su magnífica biblioteca había sido repartida y entregada por retazos por allí, sin orden ni concierto alguno. Sus libros — que le habían tomado años de esfuerzos, de ahorros diligentes de su pequeño salario de profesor de secundaria, sus magníficos tomos con anotaciones, con citas y reflexiones que a veces referían a otros textos, casi siempre escritos en estilográfica verde, o en ocasiones en azul, que a veces saltaban de un tomo sobre Epicuro de Carlos García Mengual, del Fondo de Cultura Económica, a una reflexión de Ortega, publicada por editorial Aguilar; de un filósofo vasco que recién estábamos conociendo, llamado Fernando Savater, que refería un trabajo desconocido de Francis Bacon, encontrado por la Oxford University Press) —, en fin, todos esos libros desaparecieron pocos días, en una dilapidación anónima, desordenada, triste.

El mundo es extraño, grande pero a la vez pequeño. Años después, caminando por Cartagena de Indias allá por 2002, se me ocurrió un día meterme en un local de «libros de viejo» y discos de vinil del tiempo de antes. Hurgando revistas, entre Times-Lifes de los año 60 y viejas colecciones de Reader's Digest, acetatos quebrados de Leo Dan y los Ángeles Negros, me encontré un pequeño libro desguazado y prácticamente sin tapa.

Era un ejemplar de Matrimonio y moral, de Bertrand Russell. Lo abrí y allí estaba la firma de Diego Alfaro, en su estilográfica verde de siempre, y abajo la fecha, 1972. Cuántos tumbos tuvo que dar ese libro para haber terminado allí. Una enorme tristeza me embargó. Y desde entonces…

Las bibliotecas son aventuras del pensamiento y el conjunto de libros que una persona leyó (sus conexiones mentales, su orden mismo, sus preferencias) son una parte esencial de su vida, acaso más importante que sus brazos, o sus piernas, quizá la suma de su corazón y su cerebro. «Uno es los libros que leyó, más aún que los que escribió», se le atribuye a Borges. Y, como en tantas otras cosas, tuvo razón.

Esta breve teoría se sintetiza así: regalar las bibliotecas de quien uno amó o tuvo cerca significa regalar la memoria del otro. Es un acto de desamor. Un acto de lesa traición.