Hay poesía en el mundo... La palabra «mundo», de por sí, quiere decir «hermoso» (por eso, lo contrario es lo inmundo). ¿El poeta descubre la belleza? No: el poeta participa de ella y se descubre habitando ese mundo que es hermoso. El poeta descubre su participación en la belleza… y participar quiere decir, en este contexto, formar parte de la dinámica de la belleza o, dicho de otra forma, que él habita al mundo y en su operar poético lo modifica y lo crea. El poeta es un creador desde que poiesis quiere decir «productor», hacedor de la belleza que dice y la dice porque es posible decirlo y es posible porque el mundo donde esas palabras constituyen sentido, existe y el poema nos trae noticias de ese existir.

Todo este galimatías requiere de un principio que ya había entrevisto H. Hesse: el ser poeta es algo que se le permite ser a uno. Uno no puede hacerse poeta. Los factores decisivos van de la mano con la propia creación y con su herramienta: el poeta. No hay mérito en hacer un buen poema o, en todo caso, el mérito es haberse atrevido a ver cómo el mundo se derretía para poder ver cómo otros mundos aparecían, se le revelaban a medida que escribía ese buen poema. Sin lógica, sin reglas causales, sin motivaciones, sin destinos. El poema se dice porque hay que decirlo, porque no hay más remedio. Ver la realidad como se ve un cielo estrellado: las estrellas están ahí porque no hay más remedio que estén.

A la palabra se le ha abierto lo abismal del abismo. Los ojos de las palabras han visto al abismo que se hunde en lo profundo del abismo... y cuando se cae -como cuando se nace-, no hay más remedio que nacer. Y sólo se puede nacer hacia el abismo de la existencia...

Pero nadie quiere nacer, así como nadie quiere caer o como nadie quiere morir... pero se nace, se cae y se muere porque son partes del mismo acto de vivir. Y allí surge la red de contención: la realidad objetiva, la profana... la realidad que profana la misión del abismo, que es hacernos vivir la vida del vivir.

Vivir es un acto que puede parecerse a un gran pataleo sin sentido en el aire mientras nos vamos cayendo rumbo al duro asfalto que por fin nos matará. Y es así. Pero el poeta nos muestra que no hay que temer le a esa realidad que se abre en el vacío virtual lleno de posibilidades. Lleno de libertad. ¿Miedo a la libertad, como diría E. Fromm?

Soñamos que nuestra cabeza se agranda como un feto que crece en el vientre materno (y que suele acompañar a los asmáticos que no quieren respirar el aire que reina fuera de la madre) y que levantamos vuelo o soñamos que nos caemos y nos despertamos agitados. Es un sube y baja por aquellos momentos de realidad más allá de la percepción, de lo sensible.

Caer es llegar a la cumbre, y lo más elevado es también llamado «lo más profundo» (¿será por eso que ‘sima’ y ‘cima’ son parónimos y antónimos a la vez?) y escribir poesía es contar acerca de ese fácil ascenso hacia las profundidades de la luz... «¡Sigue la luz!» se dice que se les dice a los que están en trance de morir. Mueren (nacen) los que caen, los (futuros) cadáveres, los que realizan el viaje por las caderas -por el camino de la caída- de la madre: de esa mujer que trajo a este mundo la muerte: nuestra muerte... que siempre es la que más nos preocupa y la que menos sentimos.

Es este camino a la vida -donde nos preparamos para organizar y disponer de nuestra muerte como colofón de toda nuestra vida- un camino de iniciación que une la vida con la muerte: lo que es -uterino- con lo que no es -la eversión hacia la existencia-. Un poema es un canal de parto, una vagina... especialmente visible en nuestras escrituras occidentales, que se leen de arriba abajo. Todo poema es un proceso iniciático: sabemos -más o menos- dónde estamos, pero ignoramos que hay en el momento del último verso. Qué ocurrirá entre nosotros y el mundo -vinculados por el poema- tras la lectura.

En este sentido ¿qué quiere decir «iniciático»....? Que es un camino sin contexto.

Toda poesía es contextual: surge en determinado marco histórico social e individual y pertenece a una cierta arqueología personal -psicológica- y social. Pero esta visión de lo escrito no es una visión poemática. Así, en la experiencia poética -en el sentir poético- el contexto desaparece: nada nos distrae del camino que hemos iniciado. No hay laterales, ni un antes ni un después del poema. Viene del silencio para terminar en el silencio, y en sus laterales, sólo hay silencio, una no/escritura. El misterio de lo real incumbe únicamente al poema, porque la realidad está siendo creada en ese camino... el poema es -como dijimos- realidad creada en el poema mismo. Y por eso hay que desligarse de los condicionantes lingüísticos, lógicos o de cualquier fuente que sea («Quien escribe poesía debe olvidarse de la gramática», supo decirse).

El propio Pablo Neruda, por ejemplo, en su poemario Las uvas y el viento traiciona, precisamente, este principio: no crea realidad, la refleja como si se tratara de un cuadro o un espejo... o intenta hacerlo. Sus referencias a las bondades del comunismo arruinan la intencionalidad poética, porque producen una entidad sin identidad: quien ha visto a una chimenea las ha visto todas... así sean chimeneas comunistas o capitalistas... Y se entiende de paso, el porqué de su renegar contra Jorge L. Borges cuando afirmaba que «vivía fuera de la realidad». ¿Qué realidad? ¿La poética o la política y social?

No. La poesía no puede atarse a ninguna clase de legalidad ajena a sí misma, ajena a sus propias leyes intrínsecas. La poesía debe ser un azote para la realidad, no su amiga y menos su esclava. La realidad debe desvanecerse alrededor del poema y no inmiscuirse en lo que en ese camino de iniciación está ocurriendo.

Todo poema pertenece a una época, pero esa legalidad histórica es meramente casual, circunstancial, no determinante de lo que dentro de la realidad poética está ocurriendo. Los aspectos estilísticos, lo meramente formal, es un mero ajuste exterior, es el resultado de los movimientos propios de la realidad superficial... se aplica a una eventual definición de lo que es poesía. Y si del poema surgen nuevas vertientes literarias, será el resultado de su propia fuerza, de su propia y nueva humanidad a la cual ha accedido el poeta, pero no el resultado de una intencionalidad consciente exterior: primero se crea, luego sobreviene la revolución -o lo que sea- que la obra genere. Ningún artista se pone a trabajar para cambiar el mundo que lo rodea, sino que trabaja en su arte, y ese arte -su fuerza, su verdad, su realidad- comienza a generar los cambios externos... cambios que pueden ser profundos desde el punto de vista histórico y social, pero que, en definitiva, no son más trascendentes que la sonrisa o la lágrima que queda impresa en el rostro del poeta que se da por satisfecho tras haber dado fin a su poema.

El mundo interno de la poesía es tan poderoso -sus fuerzas son las del Universo todo-, que trabaja sobre nuestra realidad superficial, la de nuestra breve y corta capacidad intelectual consciente, imprimiéndole desvíos, orientaciones, vibraciones que se pueden asimilar a procesos históricos encarnados en el arte.

¿Qué es lo que hace el poeta cuando ve lo que va dejando sobre el papel o el monitor de la computadora, al escribir, al trabajar sobre, al leer su propia letra? Descubre lo que no sabía que podía llegar a suceder. El poema nunca estuvo escrito: aunque sigue formas rituales (rito, ruta, camino: son términos que se emparentan en todo proceso iniciático a toda institución secreta), su posibilidad se revela en el acto mismo de escribir, que es aquí también ver la letra, ver la tinta sobre el papel. La preocupación por la forma en que se escribe es, en esencia, falsear lo artístico de la poética, del arte. Lo que se ve surgir en la creación debe generar la forma y en eso consiste su sinceridad. Porque el arte siempre es sincero. No puede no serlo. Si la obra «se quiere mostrar», está mintiendo.

El acto de escribir -de crear poéticamente-, debe seguir la lógica iniciática. Debe seguir la máxima intimidad, tal cual es la intimidad del nacimiento: de esa mismidad surge un ‘yo’ en ciernes... y no una multitud curiosa. La mismidad del nacimiento, por lo tanto, se opone a la dualidad de la muerte: es uno el que muere -es un acto íntimo-, pero algo hay que hacer después con el cadáver... la muerte es también algo público. Y no es que desmerezca lo que ocurre con el lector del poema que puede muy bien no ser el autor, sino que apunto a destacar el acto creativo. La muerte no es un rito, el parto sí lo es: hay un camino que recorrer, es un hecho trascendental: se trasciende de un no-lugar a un lugar público, aunque sigue siendo otro no lugar poético. El muerto, en cambio, no trasciende: el reciente muerto ha participado de un hecho muy privado pero a la vez tan público, que estorba... y hay que enterrarlo, hacerlo desaparecer del plano visual. Del mismo modo, lo formal de un poema no puede estar presente en la hechura del mismo... será rubio o morocho, varón o nena, pero hay un centro de trascendencia que ha venido del campo no visual al visual: ha sido dado a la luz que lo ilumina por primera vez y “lo que sea” no importa: importa que es y no qué es. Es un saltar de la potencia al acto, y la forma es un accidente que viene con él. El poeta no debe ocuparse de la forma, de las formalidades, de lo formal en el poema. Si sigue o no una cierta métrica, una cierta rima, si es verso libre o no, si quiere escribir un haiku o un soneto... nada de eso debe ocupar el espacio real del poema: su existir auténtico, sincero, le es propio e indiferente a lo formal y, por eso, la sensibilidad poética debe ser también ajena a todo eso. Lo que el poeta debe ver en lo que escribe, es una realidad nueva.

Dijo Picasso: «Yo no busco, encuentro». Dijo Paul Valéry: «La estúpida costumbre de creer que una metonimia es un descubrimiento, una metáfora, una explicación, un monstruo verbal, expresión de conocimientos grandiosos y creerse a sí mismo un profeta: esto es un mal que ya sufrimos desde la cuna». Y de este mal es de lo que hay que librarse cuando uno pretende asistir a la realidad cerrada desde y sobre sí misma del poema.

El poema que se está escribiendo es un rito iniciático en proceso, y como tal, es inagotable. Fulano de Tal nace y luego muere... pero aun muerto, «Fulano de Tal» ya no desparecerá más de ningún registro, ya sea cósmico o abogadil. Con un poema que nace de sí mismo, pasa igual: lo que se diga de él -y aunque provenga del propio autor- ya nada puede con la trascendencia propia de lo escrito. Si, por el contrario, el poema envejece y muere, es que nunca hubo en él algo de vida: nunca tuvo la fuerza moral necesaria, inherente a toda obra de arte y que nace de su sinceridad, de su autenticidad... sinceridad y autenticidad en la obra escrita que lo serán también en el poeta. Y ver aquí a la madre del problema: lo que hemos destacado de un modo técnico como estrategia para des/velar lo velado, para quitarnos el lastre de la realidad prosaica por no poética (la de la lógica y la gramática, la de lo objetivo y lo concreto), se tiene que concebir uncida al yugo de la fortaleza moral. No hay artistas inmorales, ni obras inmorales: si es arte existe una fuerza moral que le da la matriz existencial en el mundo que se descubre en el poema. En efecto: si en el mundo llamado “real” las cosas caen, en la realidad de la poética esto no es necesario per se: no existe la ley de la gravedad dentro de un poema... El mundo que el poeta encuentra cuando escribe no es caótico, es altamente ordenado (y por eso se lo llama arte) y de una calidad de orden mucho más compleja y diversa que la calidad de orden del mundo “real”. Pero, ¿qué leyes encontramos? Por empezar, no las necesarias e inviolables como la mencionada ley de la gravedad y aquellas leyes de orden superior que permiten la existencia de los pájaros y los aviones. Se trata de un mundo donde las aves pueden volar bajo tierra, entre raíces y tumbas, y donde ángeles y moscas pueden compartir el Parnaso de las criaturas más bellas y fantásticas. Son leyes que, en lugar de acotar el comportamiento de lo real, lo generan de nuevo.

Leyes que no encarcelan sino que se dedican a liberar.

¿Queremos flores que conversen entre ellas y con nosotros mientras paseamos al aire libre? El convocado, el ad vocare: el abogado, el llamado para ese propósito, el poeta, en pocas palabras, puede apelar a esas leyes tan especiales y conseguir que las flores hablen y razonen mejor que un lógico de academia. Pero, de vuelta: ¿qué leyes son esas?

Son las leyes que acompañan al espíritu en su funcionamiento. ¿A la mente? Sí, también a la mente, en tanto que son leyes que consiguen -como dijimos- liberar a la mente y no encarcelarla.

Aprender los trucos de escribir poesía es relativamente sencillo: basta con leer diversos poetas e ir progresivamente centrándose en algunos de ellos donde nos sentimos más cómodos, donde sentimos que vibramos más o menos al unísono, donde la empatía reina. Por supuesto que no debemos tratar de imitarlos, sino sentir que desarrollamos cierta sensibilidad poética con ellos, que hemos captado “algo” de su forma de vivir la palabra... y de leerlos, solos van a ir surgiendo nuestros trucos, nuestros ‘tics’, nuestros sitios y posiciones cómodas desde donde escribir... pero desarrollar el misticismo interno del poema no es automático ni es buscable (los artistas hacen arte, no buscan, decía el director de cine Andrei Tarkovski). Surge o no. Si no surge, conviene abandonar la empresa o dejarla para otra época de la vida, ya que la poética es una expresión directa de nuestra experiencia vital. Delicados filamentos vivos unen nuestra vida vivida con la tinta en el papel: sin experiencia -sin vida vivida- no hay buena poesía posible... por eso los jóvenes y los poetas inmaduros escriben preferentemente acerca del amor, ya que el amor es la primera experiencia que roza nuestra alma. Nuestros primeros recuerdos, nuestras primeras experiencias valdrán con la distancia, pero en la inmediatez de la juventud, todavía el amor sigue ocupando gran parte de nuestro mundo, de modo que cuando las experiencias se acumulan y enriquecen nuestras vidas, los recuerdos, las diferentes vivencias y aun los primeros amores, van tomando una dimensión de integralidad que se puede expresar a través de la poética y que abrirán la puerta a la sensibilidad poética... y si esa sensibilidad está esperando, entrará. Si la sensibilidad poética surge, si nuestros escritos generan en nosotros, sus primeros lectores-escritores, una sensación de belleza análoga a la que despertaran nuestros poetas preferidos, estaremos ya rumbeados hacia nuestro camino personal... hacia nuestro propio parto... nuestra propia iniciación.

Estaremos entrando en el ámbito de la creación.

Durante la creación ya no quedan trucos que aprender. Los recursos aprendidos y los nuevos que descubramos en antiguas o nuevas lecturas, seguirán fogoneando nuestra creatividad, pero no serán creatividad. Compraremos un nuevo auto que hará más fácil nuestra llegada a aquel paisaje mental -mindscape los llamó Magoroh Maruyama-, pero lo que acontezca durante esa visita no necesita del auto... Es más: muchas veces nos veremos obligados a llegar de a pie, porque aun el auto nuevo no arranca, porque nada funciona. Nos veremos llegando a nuestro mindscape, nuestro propio paisaje mental bajo la lluvia, muertos de frío, desfallecientes... El poema es entonces, sufrido más que escrito. Es abandonado como un archivo inerte e irritante de Word o una cuartilla borroneada en un cajón. El poema puede ser una dura lucha... y hasta puede ser una lucha que a veces haya que saber dar por perdida...

Pero siempre hay que insistir. No hay que asustarse con la decepción, ya que la misma decepción puede terminar siendo el misterioso crisol de donde nacerá alguna nueva inspiración. El auto nuevo arrancará dentro del mecanismo del auto viejo. El cielo y la atmósfera estarán como más nos gusta y una nueva obra habrá visto la luz sin mayores esfuerzos...

Y es en esos casos cuando el poeta siente la incondicionalidad de lo creado: la poesía surgirá ya vestida de fiesta, resplandeciente y sólo se ha necesitado que nos sentemos frente a la computadora o hayamos tomado la lapicera... esa lapicera brillante que nos regaló algún amigo «para que escribiéramos mejor».