Afirmar que la escritura tiene influencia sobre la sociedad puede ser considerado por muchos como una imperdonable exageración. Pero la escritura es nuestra memoria. Si pensamos en lo que llamamos historia, concluiremos que esta, la historia, existe como un tejido de hechos e interpretaciones en los libros que pueblan ese efímero universo, que denominamos el imaginario colectivo. Si después nos preguntamos en qué medida la historia escrita e interpretada nos condiciona, tenemos que afirmar que en realidad nuestras ideas y opiniones en gran parte provienen del pasado, que alguien las ha descrito y reescrito, no sólo una vez, sino cientos de veces y que estas ideas representan nuestra herencia cultural.

Somos parte de una narrativa que se reescribe constantemente y el contenido de nuestra memoria se entreteje con miles de historias que nos permiten pensar, comunicar, usar metáforas y reflexionar. Viviendo en otros países, con otras culturas, he descubierto a menudo que para entender lo que acontecía alrededor mío, tenía que sumergirme en una cultura que se había sedimentado en el tiempo y el espacio, determinando gestos, modos de ser, preferencias, costumbres y significados. Ser extranjero significa hablar otra lengua, pensar y ser definido por otros sentidos y significados, porque el mundo no es lo que ostensivamente indicamos, sino las asociaciones mentales que creamos ante un estímulo dado.

A menudo me sorprende la ingenuidad con que las personas perciben el mundo, imaginándose que este es el mismo para todos sin sospechar que cada uno observa el mundo desde su punto de vista, desde su historia personal, que es parte de una cultura y ojos que notan, connotan, denotan y aprecian diferentes matices y sugestiones. Lo que se percibe no es el estímulo físico que nos golpea, sino el modo especifico y concreto con que reaccionamos a partir de las connotaciones que damos a ésta influencia.

Lo que vemos no es la realidad en sí, como se dice en filosofía, sino una interpretación de esa realidad exterior y que se transforma imperceptiblemente en realidad interiorizada y es en este proceso que surgen las diferencias y la diversidad cultural y subjetiva. La pregunta que incumbe entonces es de dónde surge ese universo interno que representa un prisma de lo que sucede alrededor de nosotros y la respuesta es de los conceptos, ideas, valores y actitudes, que sin saber hemos heredado y que visten la realidad de esa dimensión tan íntima, que hace nuestra realidad.

La cultura vista desde una dimensión personal es una red de vivencias, recuerdos, imágenes y expectativas, que durante los años nos han forjado como personas y cada vez que intento reconstruir retrospectivamente este proceso, me encuentro con situaciones concretas, diálogos, imposiciones, largas horas de escuela, películas y libros. Tantos libros que han invadido nuestra fantasía, dado forma a nuestro pensamiento e influenciado como personas.

Si después pienso que esas personas que me han circundado cuando niño, adolescente y adulto, también han sido contaminadas por las mismas ideas, busco el origen de esa cadena, que se pierde y entrelaza en tantas otras cadenas, hasta llevar al punto de partida, la narración inicial, el cuento o drama, que hemos escuchando y recontando en miles de variantes y lo seguimos haciendo cada día.

Detrás de cada una de estas narraciones, existe un escritor, un narrador de historias, que nos ha envuelto en su tela, nos ha pintado con sus colores y nos ha dado los instrumentos para interpretar y vivir nuestra vida.

Sí, el agente en este proceso de construcción, reconsideración, interpretación y transformación del pasado, presente y futuro es el escritor y este, sintetiza ideas y conceptos que cambian el mundo. Es decir, nos pone los anteojos que usamos para ver y sentir, para pensar y vivir, para soñar, imaginar y cambiar. Escritores de libros, de teorías, de cuentos que han determinado nuestras vidas en un viaje sin fin, que se expande y regenera una historia infinita.

Si aceptamos que somos una narración que se escribe y lee a sí misma, la libertad, entonces, es poder ampliar y reescribir una vez más ese universo de cuentos, que da sentido y horizonte a nuestra vida.