El tiempo, tradicionalmente y en el ámbito de las ciencias «duras», siempre fue considerado bajo dos aspectos: o como fuente de repetición o como fuente de degradación. Como repetición es su negación. Como degradación, se ajusta a la idea de Clausius -pensada en 1865- de que el tiempo es decadencia.

Introducida la segunda ley de la Termodinámica todo parecía encajar: cualquier cosa abandonada a su deriva tiende a degradarse: un cadáver, un automóvil, una casa. Al tiempo, entre el «antes y el después» de Aristóteles, lo vemos fluyendo en una sola dirección: de lo organizado a lo desorganizado. Aristóteles también se preguntaba en su Física si ese tiempo le pertenece a las cosas o al sujeto que lo mide. Una interesante pregunta que se actualiza en la atmósfera de la mecánica cuántica: ¿es el tiempo una propiedad del Universo o es una ilusión del sujeto que mide?

Pero dejemos esto a los físicos (terreno que nos excede) y centrémonos en un hecho innegable: no podemos reducir al Hombre a ser sólo un proceso de degradación termodinámica. Un artista, un pensador, un místico, generan estados del pensamiento con anclaje -hasta donde sabemos- en el mundo material, y los procesos de una pila electroquímica como el cerebro están realmente complicando la realidad que observamos.

Pensemos, por ejemplo, en un conocido hecho que ocurrió junto al Castillo de Krongborg, en Elsinor, Dinamarca, que es donde Shakespeare dijo que había vivido Hamlet. Aunque de él apenas si sólo existe una crónica del s. XIII, lo que el dramaturgo hizo fue convertir a un montón orgánico de piedras y maderos en algo dotado de una realidad nueva e innegable, tan fuerte a la sensibilidad humana como lo son la refracción de la luz en el agua o el centelleo de una estrella como Betelgeuse que quizás ya haya explotado hace años.

En esos términos se refiere el Nobel de Química de 1977, Ilya Prigogine cuando refiere el encuentro entre dos eminencias de la mecánica cuántica como lo fueron Werner Heisenborg y Niels Bohr, mientras charlaban a la sombra del castillo de Krongborg:

Como científicos creemos que un castillo está formado sólo por piedras... Nada debería cambiar por el hecho de que Hamlet viviera en él, pero, de hecho, cambia completamente. Inesperadamente, las paredes y las murallas hablan un lenguaje diferente. El patio se transforma en todo un mundo, un rincón oscuro nos recuerda la oscuridad del alma...

había dicho Bohr...

Y eran científicos de las grandes universidades catedralicias quienes hablaban de las oscuridades del alma. ¿Qué les pasaba? ¿Era quizás que habían entrevisto la avanzada de una indeterminación fundamental del Universo? ¿Habían olido la emboscada de las anómicas huestes del entrelazamiento cuántico? La poética invadía un terreno que hacía siglos había sido militarizado absolutamente por la Ciencia... sola, sin armas y sin poder ser herida, y sin que le importe ni las duras leyes ni las afiladas flechas de la Física, la poética invadía el inesperado terreno mientras las saetas del conocimiento positivo la atraviesan sin causar ningún daño. El Universo disolvía su rigidez, y los muros del castillo y los del Universo comenzaron a convertirse en llanuras de una cierta fraternidad cuántica... una fraternidad allí donde los quarks son antojadizos retruécanos sin ciencia, inasibles renacuajos en indescifrables charcos de energía.

Y alguna vez fue así la Tierra: una arbitrariedad apenas desprendida del naciente cataclismo del sol. En plena formación, la Tierra comenzó a ir en contra del Segundo Principio de la Termodinámica. Más acá de los arqueos cósmicos indescifrables -aún hoy- de la entropía universal y su economía, la Tierra, en lugar de desorganizarse abandonada a sí misma -como un cadáver en su tumba-, comenzó a complejizarse. Y este proceso la llevó a una estabilidad como un conjunto de sistemas, integrando el balance total del sistema solar dentro de un gigantesco metasistema, del cual no se conocen sus eventuales límites.

Y luego se fue enfriando y complejizándose más hasta estabilizarse en tres estados de agregación: sólidos, líquidos y gases. Este proceso de estabilización no impidió, sin embargo, que la complejización de la materia continuara. Y un buen día, la materia del planeta empezó a autorreplicarse y a incorporar materia -y energía- de su entorno para perpetuar su existencia bajo esa condición... la Tierra había empezado a vivir. Ahora debería estabilizarse ante esta situación completamente inédita en su historial. Y así lo hizo.

Hoy no hay proceso geoquímico que no sea biogeoquímico. La fotosíntesis liberó en grandes cantidades un gas altamente corrosivo como lo es el oxígeno... pero la Tierra era un planeta astuto y consiguió que los organismos usaran ese oxígeno para respirar, mientras, en las alturas, el oxígeno bimolecular se hizo trimolecular (ozono), frenando la entrada de la destructiva luz ultravioleta al mismo tiempo que el campo magnético del planeta frenaba los embates del sol y... ¡voilá! la Tierra consiguió que su materia ocupara las tierras emergidas de su gigantesco mar salado. El sistema planeta Tierra había alcanzado una nueva estabilidad que le duraría otros miles de millones de años. Y transformándose, experimentando consigo misma, la Tierra vivió sin mayores alteraciones por mucho tiempo. Por primera y quizás única vez en el sistema solar, un planeta sentía el frío, el calor, oía los sonidos, olía sus moléculas volátiles y veía su superficie, sus abismos marinos, y veía la luz de la estrella alrededor de la cual giraba e, incluso, el Universo mismo se veía a sí mismo... Realmente un planeta muy interesante: un planeta que vivía, que se rascaba, que gruñía, que devoraba su propia materia para renovarse en cadenas cada vez más intrincadas de materia y energía...

Pero todo estaba muy lejos de terminar allí.

Un buen día, la Tierra empezó a hacer cosas absolutamente originales en el ámbito de su autoorganización... El planeta comenzó no sólo a sentir sino a entender lo que sentía. Este «entender» requería, sin embargo, de cierto sacrificio. En efecto: el entender implicaba la aparición en el sistema nervioso de ciertos antropoides, de una función nueva: la autoconciencia... función que llevaría a la disociación total respecto de lo «total». En efecto: el «yo» requiere de «lo demás» y «lo demás» debe quedar transformado en «cosas» que tendrán su status lógico al mismo nivel del yo, un nivel lógico menos abstracto que lo total. De modo que el nuevo homínido perdió, con su cosa yo, información acerca de sus conexiones lógicas más abstractas dentro del sistema que integraba. Éste es el problema que tiene la Tierra ahora: es capaz de sentir y también de decir yo, de sentirse y saberse, pero es incapaz de saberse absolutamente (el yo lo impide porque sin él no habría un lo demás).

Pero el desafío adaptativo que enfrenta este curioso planeta en cuanto a su estructura lógica, lo ha puesto en un predicamento sistémico completamente inédito para él... y con dos inconvenientes que se autopromueven: el proceso se ha iniciado hace muy poco (en términos geobiológicos) y se acelera exponencialmente. La Tierra no dispone de los tiempos dilatados que tenía antes. El control que este planeta desarrolla sobre ciertas porciones de su materia, sin poder tener en cuenta el nivel lógico sistémico integral, desencadena efectos que le son invisibles y por ello ha gatillado graves desajustes sobre sí misma. No obstante, todo parece seguir oponiéndose a los principios maltusianos: ni la población aumenta geométricamente ni las fuentes de alimentación se reducen como se predecía. ¿Será cierto que todo depende de la organización social? ¿Tienen razón moral las izquierdas? ¿La tienen los de las derechas? Los serios problemas a los que nos sometió la vida que nos vive, los cambios impredecibles en las condiciones ambientales, las hambrunas consecuentes o las pestes -como la que estamos padeciendo con el Covid-19 al momento de esto escribir- parecieran confirmar el control maltusiano, pero las componentes religiosas y filosóficas orientan la barca hacia la orilla contraria... Nuestras lógicas no abarcan la lógica total del planeta y hasta son incapaces de entenderse a sí mismas, entremezclando factores lógicos e irracionales en proporciones parecidas llevando al conjunto a una deriva cognitiva: no sabemos para qué lado ir... y no lo podemos saber.

La Tierra en ésta, su última etapa evolutiva, ha demostrado estar bastante descontrolada: con bombas atómicas ha vaporizado a personas, y sus guerras, ecocidios y sistemas despóticos de “gobierno” han mostrado que está sumida en un preocupante desnorte respecto de lo ético, si es que lo ético es un valor adaptativo... pero también viene desarrollando estrategias de control sistémico en operaciones lógicas sin asidero en la conflictiva división «yo» y «lo demás». Las artes, muchas religiones y misticismos y también desde la ciencia (castillo de Krongborg de por medio) proveen herramientas para que la función consciente ceda terreno a su desborde descontrolado y reciba la mesura de un evangelio: la buena nueva de un orden absoluto y perfecto más allá de su comprensión consciente. Tirarse de espaldas y confiar ciegamente en el ecosistema: no otra parece ser la salida más que alguna forma de confianza ciega.

No sabemos cuánto tiempo le queda al planeta hasta que sus procesos superiores de ajuste «decidan» concertarse nuevamente y reducir a la especie humana a una variable más controlable para el conjunto metasistémico, aquel supermundo que, por razones lógicas, no podemos conocer... Situación que puede significar nuestra extinción. Esperemos entender alguna vez que es la Tierra el planeta azul que canta y ríe... el planeta azul que vive, razona, destruye, ama, odia y poetiza... y que nuestros yoes son accidentes de una totalidad a la cual sólo se le puede dar la humilde ofrenda de nuestra Fe sin desbaratar el cósmico regalo de tener una consciencia.