2020 pasará a la historia como el año de la pandemia del Covid-19, pero probablemente no se quedará ahí. A los que apuntan un cambio en los hábitos y comportamientos sociales se suman los que, de una forma más radical, afirman que supondrá un cambio de paradigma social con sus consecuentes cambios estructurales que afectarán a la economía, a la política, a la forma de vivir de la sociedad civil, incluso, a la sustitución de unas élites por otras, unas instituciones caducas por otras y a un nuevo reparto de roles globales.

No queremos ser tan ambiciosos en este momento tan temprano. Sin duda que la crisis traerá muchos cambios y tendrá muchas consecuencias de calado, pero con toda prudencia, parece que aún queda camino por recorrer. Si bien algunos países ya han sido muy golpeados, aún queda saber si habrá rebrotes o mutaciones que afecten a la capacidad de contagio de la infección, de que haya alguna vacuna o antiviral que ayude a controlarla. De ahí que, siendo desconocido el futuro inmediato, hacer previsiones a largo plazo se antoja caprichoso y arbitrario. Lo que sí podemos asegurar es que el inicio de la pandemia, marcado por el confinamiento, de mayor o menor rigurosidad según países y Gobiernos, ha demostrado que hay elementos dentro de las actitudes y comportamiento humanos que sí muestran parte de lo que somos como individuos y como sociedad y de cómo varía nuestro comportamiento si el contexto cambia, hasta incluso producir un cambio de percepción o de mentalidad. Aunque de forma muy esquemática y a modo de pinceladas, ya que pocas afirmaciones universales pueden hacerse en un contexto tan volátil, de esto trataremos en este artículo.

La muerte como actor social

En la sociedad higiénica e inmunizada al dolor que hemos creado en los últimos decenios, no existía la muerte. O mejor, existía, pero no formaba parte tangible de la vida social. Se sabía que existía, que es el final de la vida y poco más.

Contrariamente a lo que existía en la sociedad rural de no hace mucho, donde se velaban los muertos en comunidad, en un contexto en el que todo el mundo, mayores y pequeños, sabían qué vecino, qué conocido estaba enfermo, moría… e incluso, la iglesia local tocaba a muerto y todo el pueblo participaba de ello. En este entorno, donde antes de la muerte, la comunidad sabía quién estaba enfermo, quien mejoraba, quien moría en su casa y los fatales accidentes podían acabar en fallecimiento. Hoy hemos generado una sociedad donde no se participa de todo esto, donde todo esto ha desaparecido.

Hoy en día todo es más higiénico. Los enfermos mueren en los hospitales, rodeados de maquinarias, tubos y fármacos que lo hacen todo más neutro. Los fallecidos son velados en unas construcciones impersonales llamadas tanatorios que incluso casi anonimizan a la persona que se fue. Ya no los acompaña la comunidad que les rodeaba, sino esos seres más queridos y cercanos y algunos, familiares y amigos, que vienen de fuera para participar del hecho de la muerte.

Una enfermedad y muerte blanca, neutra, impersonal… lejos de dolor, convulsiones, olores… una muerte que casi emula a una industrial producción en cadena.

De la misma forma, ya no participamos de la muerte de los animales que conviven con nosotros por una sencilla razón, no los hay. Los animales que «convivían» con el hombre y participaban de su vida, los caballos, bueyes, gallinas o cerdos, entre otros, que morían tras una vida de servicio o se sacrificaban para sustentar la continuidad de la vida humana, se han suprimido. Han sido sustituidos por unas mascotas que, más allá de haber sido humanizadas, no se contempla su muerte si no es por enfermedad o senectud.

Por tanto, en las sociedades postmodernas actuales, la muerte no es un actor principal, se esconde, existe, pero se obvia, tiene un tratamiento diferencial, como si no formase parte de la vida. También es cierto que el incremento de le esperanza de vida ha ayudado a que desaparezca esta tradicional idea de la muerte.

Pues hete aquí que, de forma abrupta, aparece un virus al que no se esperaba y de repente nos desayunamos todos los días con cientos de muertos. Personas que estaban sanas hace pocas semanas y que, tras enfermar, dejan de estar en el mundo de los vivos. ¿Pero esto qué es? De repente, nuestras sociedades desarrolladas entregadas al progreso caen en la cuenta de que hay algo que puede paralizar planes, impedir sueños, suspender anhelos, etcétera, y esa muerte que se entendía como meta lejana, aparece como posibilidad real.

¿Ayudará esto a recolocar las prioridades de lo individual y modificar las actitudes y valores comúnmente aceptados en nuestras sociedades del progreso sin fin, el crecimiento infinito y el «si no lo consigues es porque no lo has intentado?». No lo sabemos, no vamos aquí a resolver ninguna duda, al revés, vamos a plantear cuestiones abiertas. Aunque quizá sí pueda decirse que al ser humano, la muerte, le produce miedo. ¿Sociedad inmadura?

Sociedad vs. Comunidad y la dualidad individualismo-comunitarismo

En 1887 el pensador alemán, Ferdinand Tönnies, publicó su obra, Gemeinschaft und Gesellschaft (Comunidad y sociedad), donde definía cada uno de los términos de su título para poder explicar la estructura social que estaba emergiendo a finales del siglo XIX.

El mundo que Tönnies describía como comunidad, era aquel que mayoritariamente fue decayendo a principios del siglo XX, el mundo que «superó» la industrialización, el mundo urbano que venía, el mundo que, salvo ciertas comunidades occidentales pequeñas o sociedades menos desarrolladas, fue quedando atrás. No estamos valorándolo, no es así, no existen estructuras sociales mejores o peores, simplemente estamos describiendo la sociedad, tal cual la entendemos hoy.

A partir del siglo XX pasamos de la «comunidad» a la «sociedad» (asociación, cabría mejor decir). De núcleos humanos más reducidos, basados en las relaciones de parentesco, donde primaban las relaciones entre personas en cuanto grupo y la estructura estatuaria se basaba en el prestigio o la herencia, se pasó a la «sociedad de masas».

En esta sociedad, evidentemente de tamaño mayor que la comunidad, donde el centro es la gran urbe, donde las relaciones son más, o casi totalmente, impersonales y formales, con unas relaciones segmentadas y pragmáticas (llamémosle, incluso, «interesadas»), donde la relación estatutaria se basa en el acuerdo, es decir, en el contrato, en esta sociedad individualista… sí, en esta «sociedad», con estos rasgos más marcados e incluso con algunos nuevos (no olvidemos que han pasado más de 130 años de la definición de Tönnies y varias revoluciones industriales, sociales y guerras globales), en esta sociedad, decimos, estamos sufriendo una pandemia que nos afecta a todos de manera global. Curioso y paradójico, en la sociedad más individualista de la historia nos ha hecho parar una enfermedad «comunitariamente» global.

¿Qué ha pasado pues? Muchas cosas quizás, unas ciertas y otras discutibles, pero lo que parece claro es que esta parada en seco del tren, nos ha dejado, de una forma u otra, noqueados. No vamos a dar recetas ni soluciones, sería no sólo pretencioso y errático, sino una imbecilidad. Además, ya hemos apuntado, pocas certezas existen aún en este momento y, salvo los que casi todo lo ignoran y no se cuestionan sus certezas, afirmar en estos momentos, es errar.

La «sociedad liberal postmoderna» en la que vivimos se ha encontrado teniendo que adaptarse a un modo de vida en el que no había sido entrenada. Hemos tenido que vivir más horas que nunca con nuestra familia nuclear. Hemos tenido que sustituir las intrascendentales conversaciones de ascensor con personas anónimas por conversaciones sobre nosotros, nuestras pasiones, opiniones e inclinaciones con nuestros convivientes. Hemos tenido que ir a comprar sólo lo necesario a la tienda más cercana, en vez de desplazarnos a algún superhipermercado o megacentro comercial, donde compramos lo necesario, lo prescindible, las ofertas… y si llevas tres, te regalo uno.

Una curiosidad: antes del confinamiento, ya éramos emocionales como consumidores, según los últimos estudios, más del 75% de las decisiones de compra que tomamos, son emocionales, no racionales. En nuestro encierro nos ha tocado ser más emocionales como personas, ¿puede ser? Antes queríamos comprar, ahora simplemente, queremos y sentimos.

Evidentemente, esta crisis no va a devolver una comunidad al modo de Tönnies. Cuando todo pase, o más correctamente, cuando todo mejore, la sociedad conceptualmente seguirá siendo igual, más allá de los cambios ¿de paradigma? que se produzcan. El hecho paradójico, de nuevo, que queremos resaltar aquí es que, en un mundo de relaciones impersonales, formales, dominado por un pensamiento débil e individualista, en un momento crítico, lo que les «sobra» y molesta a muchas personas cuando se han encontrado encerradas en casa es precisamente encontrarse cara a cara, a solas, con su individualidad.

Curioso que el hombre individualista, al final, necesite una referencia, una manada… y si no la tiene, se queja de falta de libertad. «Quiero hacer lo que me dé la gana», dice el hombre postmoderno, rodeado de referentes que le son indispensables, de spots publicitarios, de obligaciones sociales auto inducidas. Cuando mucho de esto ha desaparecido o, al menos, se ha convertido casi en latente, cuando ha podido ser «individual» y «libre» de verdad (entiéndase, sin ataduras a lo material), ha dicho: «Me han quitado la libertad, no puedo ir al bar, al centro comercial… no puedo, en realidad, ejercer libremente mi esclavitud».

Del individualismo a la búsqueda de la «manada»

Que la sociedad en la que vivimos es una sociedad individualista es una obviedad. Con mayor o menor grado, según países o Estados, o con mayor o menor demanda de ella por parte de los ciudadanos según cada concepción ideológica (del colaboracionismo comunitario al darwinismo social más acusado), pero que nuestras sociedades son individualistas es incuestionable.

Ahora bien, es una sociedad individualista que necesita referencias y sentirse inmersa en «grupos de reconocimiento» para que los conjuntos de individuos no se sientan «desvalidos» o «desconectados» del resto. Es decir, nuestro individualismo necesita una sensación de pertenencia.

Hasta aquí, nada nuevo, todo esto es evidente y lo es desde que el sapiens es sapiens.

Entonces, ¿por qué traemos hasta aquí esta idea? Porque esta paradoja evidente de que en el individualismo el hombre necesita seguir teniendo grupos de pertenencia, se ha mostrado de una forma más desgarradora en este periodo de confinamiento.

Vivimos en una sociedad en la que mayoritariamente nos consideramos libres, donde cada persona ejerce, en mayor o menor medida, su voluntad que únicamente se ve limitada por cuestiones económicas o sociales. En este contexto, cuando nos hemos visto obligados a quedarnos en casa, el ser humano ha ido buscando excusas para tener esas referencias sociales que necesita y esa vinculación social que lo hace sentirse parte del grupo, de la «manada».

¿No eran los aplausos a los sanitarios, además de un reconocimiento social a su labor, una forma de reconocerse socialmente en el vecino de bloque que también aplaudía, en los vecinos que sonreían, en el conciudadano que pasaba por la calle y asentía? ¿No eran una búsqueda del otro, del «sí estamos viviendo lo mismo y formamos un grupo en el que nos reconocemos»? Lo mismo que este ejemplo de los aplausos, puede decirse de otras acciones similares, cada una con su motivación; las caceroladas y las «manifestaciones» contra el Gobierno, los minutos de silencio en reconocimiento a las víctimas, etcétera. Todo ello parte, en realidad, de la necesidad de encauzar colectivamente una sensación individual de agradecimiento, de enfado, de rebeldía, de alegría, de odio…

Mención aparte merecen la generación de memes, noticias falsas, interpretaciones exageradas o deformadas de hechos, etcétera, que cumplen la misma función, son la argamasa que hace que algunas individualidades vean reforzada su condición de grupo, de referencia social y de pertenecía a un colectivo. Para que, además, cada grupo se sienta más fuerte, legitimado, con un mayor reforzamiento de los lazos que le unen, el ser humano desarrolla una acción mental curiosa, a saber, tiene una mayor tendencia a creer las ideas y noticias con las que se está de acuerdo y despreciar las de «los otros». ¿Sectarismo? No del todo, más que nada necesidad de referencia de grupo. Curioso que en la era del individualismo el individuo se sienta débil y busque la manada.

Por eso no es extraño observar incluso en los grupos virtuales, como pueden ser las redes sociales o WhatsApp, que cuando varias personas opinan de similar manera y se reconocen, tienen cierta tendencia a crear sensación de manada, de tener actitudes que van desde el menosprecio hasta la falta al respeto hacia los individuos que aparecen en minoría.

Como hemos visto, el individuo necesita al grupo y dependiendo del cariz intelectual o la orientación de sus integrantes, de los elementos que ostenten el liderazgo o generen opinión, de su nivel de «nobleza» o «toxicidad», se orientará sobre los demás grupos de una forma u otra.

Otro claro comportamiento de manada es la necesidad que parece que había de ocupar las terrazas de los bares con amigos y conocidos. Un ejemplo más de que el ser humano necesita orientar su individualidad al otro, al grupo, de reflejarse en el espejo del grupo social.

Todo esto, unido a lo que se expuso antes sobre la necesidad de consumir, de «coleccionar» bienes materiales, nos demuestra que, a lo largo de la historia, aunque han ido cambiando y evolucionando, se mantienen los dos elementos más importantes que caracterizan a nuestra especie. Somos sapiens, es decir, somos animales recolectores que necesitan vivir en manada.

¿Quedamos para ir de compras y luego nos tomamos algo en una terracita? No, que tenemos que estar confinados y a las ocho tengo que aplaudir a los sanitarios. Ah, es verdad, yo luego a las 9 participaré en la cacerolada. Mañana te llamo…

La necesidad de obscenidad

Todas estas ideas que ayudan a amalgamar al grupo, a identificarlo, a orientarlo y a hacerlo más o menos homogéneo, no pueden ser excesivamente elaboradas. Necesitan únicamente de los siguientes ingredientes: que sean fácilmente identificables, básicas a la comprensión, mejor aún si básicamente son emocionales. Que sean o se basen en verdades universales o, cuando menos, comúnmente aceptadas, aunque partan de falacias o sean indemostrables. Que las personas o grupos a las que van a ser orientadas o sometidas se adscriban a ellas sin plantearse cuestiones de su origen, fuente, construcción, etcétera. Y, por último, que esa ausencia de elaboración o elaboración básica, las haga planas, con pocos matices y, por tanto, en un sentido u otro o de una forma u otra, sean obscenas.

¿Qué es algo obsceno? Es algo basto, algo extremo, digamos radical, que puede ofender a los demás por impudicia. El frío polar o el calor sofocante son tan obscenos como una escena de sexo explícito en comparación a una insinuación sensual. Así deben ser las ideas que homogeneizan a los individuos para conseguir adscripción. Así se consiguen las mayorías inquebrantables. Así se justifica que el éxito más vendido es el mejor del mundo mundial, sin medias tintas, sin matices, como verdad universal indubitable.

Y, ¿qué tiene esto que ver con el confinamiento al que nos hemos visto sometidos por la pandemia del Covid-19? Pues tiene bastante que ver, nos hemos visto aislados en nuestras casas, con necesidad de tener referencias de grupo, como se vio antes, y según ha ido creciendo el hartazgo y la ansiedad de los individuos al estar sometidos a esta situación inevitable, según han ido posicionándose en unas posturas simplificadoras, de manada y de petición de cuentas para justificar soluciones rápidas y a medida de cada cual, las ideas a las que se han entregado progresivamente han ido siendo cada vez más obscenas, más radicales.

El mecanismo es simple, estoy harto, sé que tengo razón porque cientos de referencias me refuerzan, hay que cambiar la situación ya (el confinamiento, la pandemia, los contagios, las medidas… aquí cada cual según le guste) y la solución es fácil, inmediata, drástica y con efectos a corto plazo, es decir obscena.

Sí, todo lo obsceno tiene connotaciones negativas, tiene que ver con lo aborrecible, lo que repugna a la mayoría. Esto más su sentido exagerado, radical y extremo da como resultado la aparición de comportamientos tóxicos. En definitiva, si observamos ciertos comportamientos simples que están llevando a cabo algunas personas en esta crisis, concluiremos que son irreflexivos, emocionales y extremos, es decir, obscenos.

La pandemia está teniendo unas consecuencias devastadoras y trágicas, ¿verdad?

Esto lo arreglaba yo en un plis plas, hay que hacer test a todo el mundo, comprar mascarillas, pero de las buenas, para repartirlas en todos los sitios, mantener la distancia social, construir más hospitales, poner más médicos, darles dinero a las personas que lo están pasando mal y no tienen que comer, dejar abrir a todas las empresas y comercios, crear más empleo y, por supuesto, quitar a todos los políticos...

Es fácil, ¿verdad? Eso lo dice el «Sr. Cuñadísimo», prestigiado epidemiólogo-economista. ¡Malos tiempos para las posiciones moderadas!

Falta de afán (intereses y pasiones)

Pero no debemos caer en la caricatura, ésta es útil para poner el foco en las principales ideas que se quieren transmitir, pero no debe usarse como base argumentativa porque estaríamos cayendo en los mismos defectos que estamos describiendo y, por tanto, las consecuencias serían las mismas. Volvamos, en consecuencia, a reenfocar la situación.

No cabe duda de que la mayoría de la gente es sensata, es decir, las deformaciones y exageraciones por los extremos suelen ser excepcionales. Aunque en momentos de crisis, esa gran mayoría que precisa de referentes y del cobijo de la manada, puede/suele entregarse acríticamente a estas ideas. ¿No es cierto que en momentos de crisis las sociedades viran de forma irracional a movimientos populistas? Eso parece que muestra la historia contemporánea desde que apareció la masa como actor social.

No es este el momento en el que vamos a describir como se articula una sociedad alrededor de ideas populistas hasta que se configura en un todo orgánico, donde no tiene lugar la disensión minoritaria, pero sirva esto como base de nuestra siguiente idea: además de la necesidad de pertenencia a una manada, en momentos como este de confinamiento, la gente se aburre.

Ya hemos vuelto a caer en la simplificación. Corrijamos. Los seres humanos cuando están en su casa, sin poder salir a relacionarse socialmente, no pueden ejercer libremente su esclavitud de ir de compras o a tomar una copa; no pueden ejercer, por tanto, de sapiens recolectores, más allá de que tengan referencias a las que entregarse para sentir que están en la manada, si no tienen algún afán, se aburren.

Es decir, si no poseemos el deseo intenso de hacer una cosa, la que sea, la consecuencia inevitable será el aburrimiento. Quien más y quien menos posee lógicamente deseos, pero, hay que hacer notar que únicamente evitarán ese aburrimiento aquellos deseos basados en las pasiones y los afectos, en las aficiones y las acciones introspectivas.

El deseo de poseer ciertos objetos (un modelo de coche, una prenda de cierta marca, un número de bienes…) acaba justamente en el momento que se consigue, no son un alimento que sacie el deseo, sencillamente, vuelven a generar un deseo análogo. El deseo que alimenta el ser de la persona y le aleja del aburrimiento, del tedio, es el deseo basado en las pasiones y los afectos.

¿Quiénes, por tanto, se han aburrido estando encerrados en «su» hogar? Pues aquellos seres que no tienen pasiones o afectos reales. Si alguien tiene verdadera pasión por la creación, del tipo que sea, escritura, pintura, gastronomía… si tiene pasión por una afición real, literatura, cine, música, introducción de barcos en botellas tras su construcción… si tiene pasión de verdad por algo o alguien, sus convivientes, la lectura de sainetes, la colección de sellos... Ese, probablemente, no se ha aburrido, y puede que hasta se haya entregado de una forma más limitada, o no se haya entregado, a la simplificación de la situación de crisis para abrazar sentencias obscenas y drásticas de la manada.

Cabe también destacar, irónicamente, cómo puede ser que una persona llegue a estar «molesto» en su hogar, cuando es precisamente, «su hogar». Nótese que no decimos su casa, ¿será que la mayoría de las personas tienen casa, pero no hogar? Los «con afán», entenderán.

Para los «sin afán» también tenemos buenas noticias. Si la referencia a un grupo no es suficiente, si las posiciones simplificadas y obscenas no cubren las expectativas y si no es suficiente «entregar» el individualismo a los centros de ocio, tenemos unas herramientas que no pueden fallar: las redes sociales, el WhatsApp y los denostados memes. Evidentemente, todo esto ya existía antes en nuestra sociedad (adocenada que era) pero durante este confinamiento, su uso se ha elevado a la enésima potencia (más incluso que la curva de contagiados en las primeras semanas de contagio), ¿verdad?

Quizá se está tangibilizando un efecto que ya venía produciéndose desde hace tiempo, se está incrementado la brecha ideológico-intelectual. Y esto no tiene que ver con los individuos con más y mejor formación, con las personas mejor o peor posicionadas, en su rol en las empresas o en el contexto general, no. Esa brecha tiene que ver con los que tienen «afán» y los que no lo poseen.

Dice el clásico de Luis Landero, Juegos de la edad tardía:

El afán es el deseo de ser un gran hombre y de hacer grandes cosas, y la pena y la gloria que todo eso produce. Eso es el afán..

¿Sociedad bipolar?

¿Puede estarse generando una sociedad bipolar? Si uno hace un análisis grueso de la situación parece que ante una pasión la única alternativa es la contraria. Sólo hay dos posturas, dos ideas, dos concepciones de la sociedad, una, la que sea, y la diametralmente contraria. Salvando las evidentes distancias, muchas personas están asumiendo roles que suelen aparecer en los grandes conflictos y en las guerras.

Respetables ciudadanos, honrados funcionarios, prestigiosos letrados, técnicos –de lo que sea- de referencia… cuando llegan conflictos bélicos o crisis violentas, se suelen transmutar en dos tipos de individuos, los que asumen su rol «buenista», hasta llegar a la irreflexiva inmolación si es preciso, y los que se tornan en abanderados de las posiciones violentas y ofensivas, que pueden llegar a convertirlos en, incluso, asesinos y genocidas.

El odio extremo y la bondad exagerada se suelen dar en las guerras y conflictos análogos. ¿No da la sensación de que algunas personas, y grupos de personas, están operando de la misma forma? No es una afirmación, es sólo una hipótesis para poder argumentar que, quizás el ser humano cuando es expuesto a situaciones extremas, puede llegar a dar lo más irracional de lo negativo y de lo positivo. Evidentemente es esta una pincelada sin ninguna pretensión sin más, ya sería una osadía, pero quizá sirva como corolario al modesto conjunto de ideas que aquí se han ido exponiendo.

Quizá esta crisis del Covid-19 nos ha hecho comprobar de manera manifiesta que la vida inexorablemente acaba con la muerte que ha aparecido en primer plano de la vida social. Que nuestro individualismo necesita de referencias sociales que nos hagan sentir dentro de una manada que le sirva de abrigo. Que estas referencias tendrán más o menos éxito en función de su simplicidad de formulación, lo que las puede hacer más planas y digeribles, pero más obscenas. Que la tabla de salvación en momentos de «desesperación social» es el afán individual, que se manifiesta en pasiones y afectos. Y que, si finalmente aceptamos todo esto, quizás concluyamos que está naciendo, ya comenzó a hacerlo hace años, una sociedad con una brecha cultural cada vez mayor.

En estos momentos tenemos pocas certezas y muchas incertidumbres. A pesar de eso hay quienes se aventuran a decir que el resultado será uno u otro, que saldremos reforzados o debilitados como personas, como sociedad... Desde estas líneas no nos aventuramos a compartir nada de esto y sólo tenemos una única conclusión: más allá de que salgamos mejores o peores, lo único cierto indubitablemente es que saldremos menos.