Toda mi infancia y los inicios de la pubertad los viví en los últimos trece años de la dictadura de Franco. Fui un niño feliz. Hasta pasada la adolescencia no me enteré bien de las dificultades que pasa una familia de represaliados. Me crié entre abuelas valientes, cultas y republicanas de puertas adentro. Justo al lado vivía Policarpo, falangista y divisionario azul de adulto joven. Con sus nietos y otros chiquillos del barrio nos entreteníamos jugando a la guerra; casi siempre los sábados por la tarde, después de la película de indios, de soldados o de romanos que daban en la sobremesa en la televisión, la de la casa de Policarpo, claro.

Como era niño que corría poco -secuelas de la epidemia de polio de principios de los sesenta – y como a mis abuelas, que fuera a casa de Policarpo a ver la tele, tampoco les hacía gracia (aunque aquel hombre nunca tuvo un mal comportamiento hacia ellas y respetaba el luto de una y la resignación ante la ausencia de la otra), me compraban muchas historietas y tebeos, a los que me aficioné enseguida. Poco tiempo después también tuvimos televisor y ya no fui más los sábados a casa ajena. Policarpo, que ya rondaba los sesenta años, a veces se sentaba en el quicio de su puerta y contaba historias de los soldados españoles de Hitler, de la 250.ª división de infantería del Ejército de la Alemania nazi, conocida como División Azul (llamada así por los cuellos de las camisas falangistas que asomaban sobre el uniforme feldgrau alemán).

No recuerdo nada de las historias de aquel hombre. Investigando un poco para este artículo, sé que fueron adiestrados en el desprecio por la vida ajena en Grafenwöhr, cerca de Núremberg. Mataron y murieron en Smolensko, en el rio Voliov y en Leningrado, la mayoría, por lo que se sabe, de frio. En varios informes sobre los crímenes de guerra durante la operación Barbarroja en Rusia, los españoles fueron clasificados como violentos y ladrones, pero mucho más humanos con la población civil que los soldados alemanes. La predisposición psicológica de la oficialidad alemana, especialmente de las Waffen-SS, procedía de un laboratorio de adoctrinamiento e ingeniería social de estructuras perversas de formación de años atrás. De ello hablaré un poco más adelante.

Mi colección de libros, cuentos y cuadernos de aventuras llegó a ser importante. Conservo algunos aún. Durante esos primeros días de confinamiento forzoso debido a la pandemia de coronavirus que nos azota, me dediqué, probablemente como muchos de los que me leen en este momento, a revolver cajones, recolocar rincones y ordenar papeles. Entre mis Asterix, héroes Marvel, había varios de aquellos cuadernos de Hazañas Bélicas del 71 a seis pesetas el ejemplar. Sentado en el suelo de casa, como en aquel zaguán de mi infancia, ojeé y hojeé aquellos dibujos entintados de episodios de batallas durante la Segunda Guerra Mundial. El título de uno de ellos me situó en la casilla de salida para escribir este artículo. Ellos no fueron a Núremberg.

Ni arrepentimiento ni perdón

El uno de octubre de 1946 finalizó el juicio contra altos cargos de la Alemania nazi, acusados por los crímenes cometidos durante la Segunda Guerra Mundial. El juicio, celebrado en la sala seiscientos, el Palacio de Justicia de la ciudad de Núremberg, Años antes, en ese mismo lugar, se habían decretado las más infames y perversas leyes raciales y de segregación por las que tantos millones de personas sufrieron persecuciones, deportaciones y muerte. El juicio concluyó con diferentes sentencias contra los acusados.

Durante todo el proceso poco hubo de verdad y nada de arrepentimiento. Ochenta y cinco testigos directos y miles de pruebas documentales llevaron a la horca a doce de ellos, siete penados con prisión y tres absueltos. Uno fue juzgado en ausencia y otro declarado inimputable. No era posible perdón alguno. La humanidad exigía justicia.

Paralelamente al juicio, una investigación psicológica, que no influyó nada en el mismo, realizada por Leo Goldensohn (publicada en España en 2004) trató de determinar, en base a entrevistas y observaciones con veintiuno de los enjuiciados, las creencias y las motivaciones que los llevó a la «locura» sanguinaria en la que habían participado tan activamente. Goldensohn describió la aterradora falta de emociones de los acusados cuando se refieren a sus acciones y actuaciones relacionadas con los crímenes que planificaron, organizaron o participaron. Sus pensamientos aún infames en relación con la muerte ajena. Le desconcertaba como gente que hablaba con normalidad, incluso con cercanía y cariño de sus familias, podían tener una falta total de empatía y compasión hacia el gaseamiento de familias enteras y la muerte sistemática de millones de personas. Incluso en sus últimos momentos de vida, aquellos hombres se manifestaron con mensaje obtusos, repletos de ceguera y odio. Hubo quien enfrentó su propia muerte sin revelar una sola emoción.

Goldensohn revela el paisaje mental de la pesadilla del Tercer Reich y su convicción de que cualquiera puede convertirse en colaborador de un sistema perverso. La mentira, como instrumento psicológico de condicionamiento, fue el recurso más utilizado en la Alemania nazi. Decía Josef Goebbels, sin duda el más fanático de los hitlerianos, que una mentira dicha mil veces termina convirtiéndose en una realidad. La propaganda del nazismo, desde el punto de vista de la psicología que se aplicaba, estaba diseñada para el autoengaño, para afincar un proceso de racionalización distorsionada de la realidad.

Este tipo de racionalizaciones o de mentiras inconscientes no solo es útil para esconder la ilegitimidad, sino también para justificarla. Las racionalizaciones ocultan trastornos del pensamiento como la confabulación, la mitomanía y la pseudología fantástica (continua fabricación de autoengaños y mentiras), característica de las que estaban sobrados los dirigentes nazis y por extensión, mucha de la población alemana de aquellos tiempos. Las falsedades fueron una gran parte de la metodología que creó verdaderos monstruos, especialmente entre los más jóvenes. Los Totenkopf (calaveras o cabezas de muerto), formados por muchachos de entre dieciséis y veintidós años, implicados en comandos de la muerte y en las matanzas en los campos de concentración, o los Werwolf (hombres lobo) que pasaron de pequeños exploradores a grandes asesinos capaces de inmolarse por el Führer hacia final de la guerra. Algunos de ellos pasaría por procesos de desnazificación, otros muchos siguieron viviendo con su mentalidad nazi toda la vida.

En 1947, también en Núremberg, se celebró el juicio contra oficiales de las Waffen-SS, responsables de los Einsatzgruppen, escuadrones móviles, acusados de la represión tras las líneas del frente de guerra. Se demostró su responsabilidad y participación en al menos un millón cuatrocientos mil asesinatos (1.400.000), mayoritariamente de población civil. Se trataba, en general, de hombres jóvenes educados en el racismo y la disciplina, muchos de ellos estudiantes fracasados, vehementes y neuróticos, hostiles y altamente paranoicos, rasgos que fueron manipulados por la psicología del Tercer Reich para crear verdugos sin escrúpulos ni empatía alguna. Entre los oficiales juzgados, también estaban los implicados directamente en el exterminio de discapacitados mentales y físicos alemanes. Casi todos fueron sentenciados a muerte y ejecutados. Algunos sufrieron cadena perpetua.

La crueldad desmesurada de los nazis no fue una práctica exclusiva del género masculino. Muchas mujeres tuvieron implicación directa en los crímenes y otras lo fueron a nivel intelectual. Irma Grese, fue una mujer sádica, su búsqueda de la humillación y el sufrimiento ajeno era patológico. Supervisora en Auschwitz, Ravensbrück, sus crímenes fueron de una brutalidad indescriptible. Fue sentenciada en el juicio de Bergen-Belsen y ejecutada en 1945. Ilse Köhler hacia objetos cotidianos, como lámparas, con la piel de prisioneros de Buchenwald. Condenada a cadena perpetua en los juicios de Dachau. Jamás mostró arrepentimiento, ni siquiera a petición de su hijo. Se suicidó ahorcándose con unas sábanas en 1967.

Pero tampoco todas las mujeres nazis que participaron en las actividades del estado en asesinatos, exterminio, deportación, traslados forzosos de población o torturas físicas y psicológicas, fueron juzgadas, incluso muchas ni tan siquiera detenidas, a pesar de que muchas de ellas fueron identificadas y señaladas por muchos supervivientes del genocidio. En su libro Las arpías de Hitler, la escritora Wendy Lower, analiza el papel de millones de maestras, enfermeras, secretarias, esposas alemanas de día y despiadadas asesinas de noche. Pocas de ellas se vieron implicadas en los juicios posteriores a la Segunda Guerra Mundial, por lo que su responsabilidad criminal ha quedado difuminada en la historia.

Algunos de los científicos responsables de los experimentos más inhumanos del nazismo, como el doctor Josef Mengele y sus asesinatos de gemelos, el coronel Herman Rauff, inventor de los camiones de la muerte, Alois Brunner, ideólogo de la solución final al problema judío u Otto Skorzeny, considerado el hombre más peligroso del mundo, consiguieron un retiro dorado en Argentina, Brasil, Chile o España, y jamás fueron juzgados por sus crímenes. Pero no fueron los únicos.

En 1993, en Barcelona, conocí Ralph Schwingel, un documentalista de Hamburgo, que había viajado por España siguiendo el rastro de pilotos nazis, muchos de ellos pertenecientes a la Legión Cóndor que arrasó Guernica y que durante la guerra mundial también habían participado en crímenes de guerra y lesa humanidad y se habían refugiado en varios lugares de la costa española con el beneplácito de las autoridades del régimen de Franco. De esa investigación nació su documental El cóndor no pasa. Ralph y yo seguimos siendo amigos hoy.

La psicología en la Alemania de Hitler

Los juicios de Núremberg, los que se produjeron en otros lugares de Alemania y en otros países contra los que cometieron crímenes bajo la sombra de la svastica, sacaron a la luz el perverso sistema de destrucción de la conciencia social alemana. Desde que Adolf Hitler llegó a la Cancillería de Alemania en 1933 y hasta finales de la guerra en 1945, la ética, en todas las facetas de las relaciones humanas, quedó sometida a la complicidad con el régimen nacionalsocialista. Eliminada toda oposición o condenada al exilio, el colectivo sanitario, desde los profesionales médicos y psiquiátricos, hasta los enfermeros y la industria farmacéutica, se sumó activa y comprometidamente a los objetivos nazis de segregación racial y protección de la pureza y superioridad de la raza aria.

La psicología, considerada como una ciencia judía, sufrió grandes purgas, especialmente desde mediados a finales de la década de los treinta. Finalizada la dictadura nazi, la psicóloga polaco-suiza Franziska Baumgarten Tramer publicó un opúsculo titulado Los psicólogos alemanes y los sucesos de la época, en el cual relataba los despojos de las cátedras, la expulsión de las universidades y los colegios, las prohibiciones para ejercer la psicología, la expropiación de bienes materiales y propiedades intelectuales y, finalmente el exilio voluntario o forzoso, la deportación y las ejecuciones de muchos psicólogos de origen judío o comunistas. Algunos de los psicólogos más importantes de la época, como Sigmund Freud, Fritz Heider o Karl Bühler, emigraron pronto de Alemania, Wolfgang Kohler tuvo que huir después de que se enfrentara e incluso desafiara al gobierno nazi.

Pero al ideario eugenésico de la política hitleriana se acomodaron muchos otros que trabajaban en salud mental. La emigración y la expropiación dejaron muchas oportunidades de trabajo y facilidades de promoción para los psicólogos afines o con membresía al partido nazi. Durante esta etapa se desarrolló enormemente la psicometría, ya muy entroncada en la psicología alemana conectada a la tradición de la Universidad de Leipzig desde 1911. Aunque sus objetivos y procedimientos estaban corrompidos por los intereses de reclutamiento del régimen, de su necesidad de individuos afectos a la ideología y, quizá aún más importante, de identificación de los que mostrasen algún tipo de desafección, a través de las pruebas de evaluación para las diferentes actividades profesionales, prácticamente controladas todas por el partido hacia 1938. La psicología racial de Gerhard Pfahler, psicólogo y pedagogo, impregnó todo el panorama laboral, educacional, científico y cultural de la Alemania nazi. Pfahler, era un matón de la SA con rango paramilitar «líder de la tormenta», con mando operativo sobre un grupo de matones. Detenido tras la guerra, fue puesto en libertad sin juicio por el gobierno militar francés ese mismo año. Continuó enseñando en Tübigen y sus publicaciones están descartadas para la enseñanza en la actual Alemania.

El rearme de la Wehrmacht (fuerzas armadas unificadas en la Alemania nazi) favoreció el empleo público de psicólogos y los estudios de personalidad y de carácter implementados por Philipp Lersch conformaron, a partir de su teoría de los estratos y la definición de los rasgos temperamentales y caracterológicos, la guía del perfecto oficial alemán. Resulta tremendamente difícil tener en cuenta las teorías de este psicólogo, por otro lado, con gran proyección mundial después de la guerra, con su libro Estructura de la Personalidad, después de comprobar cómo se comportaban con los vencidos los oficiales nazis y las unidades a su mando durante la ocupación de pueblos y ciudades. Lersch fue un referente de cabecera para los estudiosos de la mente españoles desde la posguerra hasta los años setenta.

Las investigaciones judiciales de la República Federal de Alemania de los años cincuenta aún estaban cargadas de prejuicios raciales. Esta fue la causa, según el prestigioso estudioso de los crímenes del nazismo Gilad Margalit, que motivó la exoneración de responsabilidades penales a Robert Ritter, psicólogo, y Eva Justin, antropóloga y ayudante de Ritter. Los estudios raciales de gitanos, eslavos y judíos llevados a cabo por Ritter condujeron a una política muy agresiva de genocidio contra los gitanos de Alemania, Austria, Italia y todos aquellos que habitaran en el este europeo, aunque su conocimiento haya quedado oscurecido por la Shoah (holocausto judío). Los estudios sobre «elementos primitivos indignos» realizados por Eva Justin con niños judíos de Europa Central y Francia, condujo a la deportación de muchos niños a Auschwitz, algunos de ellos fueron objeto de los espeluznantes experimentos de Josef Mengele.

Aunque la implicación de la psicología en todas las esferas del mundo nazi fue menor que otras ciencias y disciplinas, como la medicina o el derecho, su responsabilidad histórica es ineludible al haberse institucionalizado al servicio del sistema más inhumano que se ha conocido en la historia de la humanidad. Es, en mi opinión, una época de gran fracaso para las ciencias y de derrota y pérdida de los valores humanos imprescindibles para el desarrollo de la ciencia psicológica.

Casi todos los que estuvieron en Núremberg y en otros juicios fueron responsables de las atrocidades cometidas por el régimen de Hitler, pero no todos los que fueron responsables de colaborar de alguna manera en las atrocidades estuvieron en Núremberg.