Al igual que millones de personas en el planeta, repudio con todas las fuerzas de mi ser el asesinato de George Floyd a manos del policía Derek Chauvin, un acto que representa la bajeza del ser humano, el execrable racismo detrás de un sector de la sociedad estadounidense (y de otros lugares del mundo, incluida nuestra América Latina) que nos recuerda que el Ku Klux Klan sigue vivo y las muchas vejaciones que el ser humano sigue ejerciendo contra sus congéneres. El día que observé el video del asesinato de Floyd sentí asco y vergüenza de la condición humana y pensé que la palabra «civilización» aún nos queda muy grande.

Sin embargo, también me opongo plenamente a que empecemos a censurar películas, libros y otras obras de arte, como decidió hacer Netflix con Lo que el viento se llevó, esa película que describe el mundo de las plantations sureñas en el siglo XIX. Me parece un acto de candidez, y un grave error. De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. Antes de que alguien se rasque las vestiduras, explico las dos razones:

La solución no es censurar, es educar. El arte de verdad jamás es puro ni es neutro. Siempre tiene una concepción particular y decantada del mundo. Tiene prejuicios, puntos de vista discutibles, incluso violentamente polémicos y justo en eso reside su riqueza. Una obra neutra y aséptica nunca será buen arte. Las grandes obras artísticas, las que hicieron crecer a la civilización, incluyen siempre la compleja gama de lo humano, sus prejuicios, pasiones y, generalmente, desatinos y patologías.

Si queremos ser políticamente correctos como pretende Netflix (y empezar a censurar y prohibir), entonces habría que empezar con censurar a los grandes clásicos griegos, al propio Eurípides, por promover el homicidio de una hija (Ifigenia) y también por instar al parricidio y a ser amante de la madre (Electra). A Sófocles y Esquilo les iría parecido.

Tendríamos que prohibir a Aristófanes por declarar la guerra de sexos y atacar al orden político establecido. Habría que sacar al Mío Cid por racista, toda vez de su persecución contra los moros, y también al Quijote, la ópera magna de Cervantes claramente antisemita. Habría que prohibir las dos Odiseas –la de Homero y el Ulises de Joyce– porque en ambas el papel de la mujer es de sumisa espera, y eso podría promover el machismo.

Habría que mandar al sótano a Hemingway, a Henry Miller y a Julio Cortázar, porque Por quién doblan las campanas, ambos Trópicos y la Rayuela, no favorecen el papel de igualdad de la mujer, sino todo lo contrario, lindan con la misoginia. Habría que prohibir Muerte en Venecia, de Thomas Mann, porque promueve la diversidad sexual. Lo mismo que al extraordinario portugués Fernando Pessoa y al gran poeta griego Constantino Cavafis. También habría que mandar al sótano a García Márquez, pues el coronel Aureliano Buendía tuvo cerca de 80 hijos en el largo mundo, de muchas mujeres, la mayoría no reconocidos, y eso promueve la promiscuidad sexual y la irresponsabilidad.

La lista es de nunca acabar, como imaginará el lector. Graham Greene debería ser erradicado, pues El poder y la gloria narra la historia de un sacerdote que sucumbe a los pecados de la carne. Habría que enviar al ostracismo a muchos Nobel. A Albert Camus, pues en El Extranjero no solo muestra la insensibilidad del protagonista ante la muerte de su madre, sino, además, abjura ante el crucifijo y el sacerdote ( a Camus, más bien habría que mandarlo al paredón, pues también promueve el suicidio en el El Mito de Sísifo). A Sartre también, pues A puerta cerrada constituye un catálogo de todas las razones de la autodestrucción humana. A Beckett, por hacer una apología de la soledad como condición connatural de nuestra especie.

Prohibamos a Bergman, a Pasolini y a Visconti. La propia Netflix tendría que sacar de su cartelera muchos de los grandes clásicos del cine: A El padrino 1, 2 y 3, de Francis Ford Coppola, habría que defenestrarlos pues representan la crudeza de la mafia siciliana y la matanza sin piedad de seres humanos. Al gran Ingmar Bergman también, pues en el Séptimo Sello se representa un diálogo descarnado con la muerte y en Fresas salvajes, el proceso final de degradación de un ser humano y su reflexión sobre la futilidad del tiempo. Al extraordinario Pier Paolo Pasolini por trasgresor, por incitador sexual y en ocasiones por lindar con la pedestaria. Todos los grandes directores de cine (Kurosawa, Fellini, Orson Wells, Sergei Eisenstein, Visconti, Buñuel) hicieron películas que podrían ser censuradas. Más aún: sus principales obras maestras fueron siempre trasgresoras.

Casi toda gran obra artísticas puede ser acusada de un ismo, de una desviación, de una particular ideología del mundo y de los seres que lo llenan. Y en eso constituye su gran riqueza. Apostar por un arte que no «transgreda ningún valor» es apostar a la mediocridad.

¿Cómo luchar contra el racismo? La clave para luchar contra el racismo y el monstruoso exterminio de seres humanos contra otros no es escondiendo ni censurando lo que la historia ha generado, sino educando, haciendo comprender a las personas qué significó esa película en su día, y por qué ello se verificó. No hacer lo que hizo Alemania después de la II Guerra Mundial: prácticamente dos generaciones de alemanes se les ocultó todo lo que había sucedido, literalmente se borró de los libros de historia en las escuelas y colegios. Como si nunca hubiese existido. Solo muy recientemente, el pueblo alemán está reconociendo su pasado y haciendo la catarsis que estaba pendiente.

La clave es que los ciudadanos, desde niños y adolescentes, empiecen a entender cualquier obra artística (incluida una película) en su contexto, en el complejo y terrible nudo humano que se revela en el arte. Lo que El viento se llevó debería servir para hacer entender a los niños y adolescentes de hoy día la trampa de una sociedad racista, segregacionista y de estancos separados. A lo que nunca deberíamos volver. La clave no es esconderla. Todo lo contrario: mostrarla, explicarla y crear pedagogía a partir de ella.