¿Qué pasaría si el futuro de la humanidad estuviera en manos de lunáticos con mallas ajustadas y los calzoncillos de fuera? Si, en vísperas de la Tercera Guerra Mundial, los únicos seres con acción de cambio fueran un hombre que se cree Ramsés II, un metahumano que ha perdido interés por los hombres, o un trastornado mental que se alimenta de terrones de azúcar.

En Watchmen, la novela gráfica escrita por Alan Moore, ilustrada por Dave Gibbons y coloreada por John Higgins, el mundo de los superhéroes se nos presenta de una manera tan real que hasta preferimos que los justicieros no nos ayuden. No por nada la obra representó un parteaguas en el mundo del cómic y los héroes enmascarados nunca volvieron a ser las simples marionetas ideológicas que hasta entonces habían sido.

Watchmen atenta contra el arquetipo del superhéroe deconstruyéndolo en una especie de homenaje y parodia al género. Sus personajes, a diferencia del superhéroe por excelencia que simboliza el emblema del bien y la ética, se caracterizan por ser seres rotos y perdidos, con brújulas morales muy cuestionables.

Y es que ellos, a diferencia de sus predecesores, no viven en mundos de valores absolutos en lo que es fácil discernir entre lo que es bueno y lo que es malo (como Rorschach intenta ver el mundo). No son simples propagandas nacionalistas, como lo fueron Superman o Capitán América, y como lo intentan hacer con Dr. Manhattan en el mundo diegético del cómic. Son, más bien, personajes quijotescos que, inspirados por los comics de superhéroes y hastiados de la podredumbre social, salen a desfacer entuertos. Pero, al igual que el Quijote no es un caballero andante en un mundo de damiselas en peligro y gigantes terribles, ellos no son los estandartes de la justicia con poderes increíbles.

De hecho, sólo Dr. Manhattan tiene superpoderes, lo que, en lugar de convertirlo en el protector del planeta, ha ocasionado que se sienta cada vez menos humano y que pierda interés por lo que pueda pasar en la Tierra, y termina exiliándose en Marte. Ozymandias, el hombre más listo del mundo, se pierde en delirios de grandeza y parece que todas sus acciones, incluso la de “salvar al mundo matando a miles para salvar a billones”, son motivadas por egolatría más que por filantropía. Hasta se crea un imperio capitalista explotando no sólo su apariencia sino lucrando con el sufrimiento y las tragedias. Otros civiles enmascarados, como Dollar Bill o la primer Espectro de Seda, salen a patrullar las calles para ganar fama y publicidad. Unos más, como El Comediante, son simplemente sádicos amorales dejándose llevar, vendiéndose al mejor postor. Y bueno, Rorschach, esta especie de detective enmascarado que es el único que fervientemente cree que la lucha contra las injusticias no es un juego o pasatiempo, y por lo que el lector siente empatía por él; sin embargo, tampoco cumple con el estereotipo impuesto, ya que nuestro héroe no es más que un psicótico violento que ve la vida en blanco y negro, sin matices… y rompe muchos meñiques.

No es de extrañar entonces que la sociedad no los haya visto con buenos ojos y que, por ello, haya una pinta de grafiti, siempre inconclusa, en paredes, puertas y muros que se repite a lo largo de la historia: “Who Watches the Watchmen?”. La cita de la sátira VI del poeta Juvenal: quis custodiet ipsos custodes (¿quién vigila a los vigilantes?) cuestiona el poder que tiene la autoridad. Si ellos se encargan de regir nuestras acciones, ¿quién rige la de ellos?, ¿por qué están capacitados para hacerlo?, ¿quién juzga a los jueces? El cómic no sólo evidencia la incapacidad de los justicieros encapuchados, sino también la de los responsables de que ellos hayan tenido que salir a hacer lo que pueden: los criminales de cuello blanco, pues la historia narra cómo las hostilidades y amenazas entre dos países provocan el fin de una era; cómo las decisiones políticas tomadas sobre un tablero con fichas se traducen a miles de vidas humanas.

Who Watches the Watchmen? apela también al lector. Las múltiples referencias que se hacen sobre sentirse expuestos, vigilados; los personajes mirando directamente al espectador; los paratextos seleccionados “por alguien” que acompañan la obra con notas “para alguien”; el juego metatextual con el niño que lee Relatos del buque negro… Cuando Rorschach explica cómo deja de ser Kovacs, cuenta que una mujer fue violada, torturada y asesinada enfrente del edificio donde vivía, y que, aunque casi 40 vecinos escucharon, nadie llamó a la policía ni hizo nada. Incluso se quedaron mirando. Avergonzado de ser humano, se hace su máscara para poder verse en el espejo.

El grafiti está siempre incompleto para que el lector lo complete. De la misma manera que el cómic Relatos del buque negro se compagina con la historia de Watchmen, Watchmen lo hace con nuestra realidad, y nos parece decir que sí, el futuro de la humanidad está en manos de lunáticos, aunque con los calzoncillos por debajo de los pantalones, bronceados naranjas y corbatas finas, pero el espectador puede tener un papel más grande del que cree.