Cuando un alma se desnuda y se entrega, para sacar su mejor luz y la del otro, entra en escena una de las palabras más importantes de las relaciones humanas: el amor, concepto universal que se ve reflejado en cada cultura, pues todos necesitamos de él para nuestra realización.

Esto aplica para los artistas, ya que al ser el amor uno de sus misterios preferidos, tras un desesperado deseo de encontrar la definición más acertada, se expresan desde su propia sensibilidad y dan lecciones de cómo se manifiesta de diversas formas: escritores y palabras, bailarines y movimientos, músicos y tonadas, actores y personajes.

Sin embargo, si nos referimos a una descripción más teórica en cuanto al tema amoroso intrahumano, en El laberinto de la soledad, el mexicano Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura, aportó una gran explicación:

El amor es una tentativa de penetrar en otro ser, pero sólo puede realizarse a condición de que la entrega sea mutua. En todas partes es difícil este abandono de sí mismo; pocos coinciden en la entrega y más pocos aún logran trascender esa etapa posesiva y gozar del amor como lo que realmente es: un perpetuo descubrimiento, una inmersión en las aguas de la realidad y una recreación constante... (1950: 26).

Lamentablemente, en la actualidad, esta concepción del amor es una de las menos asimiladas y consumadas por muchos. Así, queda en el olvido una de sus características por excelencia: la inmortalidad; el individuo se empeña en sabotearse, negándose la oportunidad de amar y ser amado como se debe, y reduciéndose a la condición de un instintivo animal; y cada vez más personas comienzan a formar parte de un oscuro y colosal sistema que las arrastra por los caminos de la automaticidad de sentimientos y espíritu.

Ahora bien, dado que toda sociedad debe estar al servicio del sujeto y ayudarle a alcanzar su plenitud, valdría suponer que de la comunidad también depende, en parte, que la persona experimente este afecto de la forma más pura y genuina posible, de tal manera que construya un marco de referencia para quererse a sí. Sin embargo, lo espeluznante de esta interdependencia entre el hombre y el colectivo es que, incluso, el amor propio se ve amenazado, puesto que cada quien toma como punto de partida, de cierta forma, lo que recibe y luego lo pone en práctica consigo mismo y los demás. Esto aplica para los hacedores de arte y sus trabajos, por lo que estaríamos prestos a suponer que, aun en este ámbito tan específico y propenso a la introspección, el entorno juega un papel crucial para la viabilidad y la entrega creativa.

Si todos los seres humanos se dejan arrastrar por los caminos de la automaticidad sentimental y espiritual, se apagará la luz que hace la diferencia. No obstante y contrapuestamente, una pequeña chispa siempre podrá encender una flamante llama: la sonrisa de un autor con su primera novela en manos, el cansancio de una danzarina al culminar su coreografía, la suerte de enajenación del director de orquestas cuando marca la última nota, el momento en el que el intérprete se pone los zapatos de un ser ficcional para darle voz.

En un contexto de desinterés y desprendimiento emocional como el que se puede llegar a ver, hoy por hoy, es toda una bendición descubrir a alguien que se alegre por la existencia del otro, lo celebre y lo afirme, pues, sea en un sentido paternal, filial o romántico, el hecho de amar amerita una entrega, para ayudar a que la otra persona logre ser la mejor versión de sí misma y alcance su realización. Del mismo modo, son ejemplos extraordinarios de ver los de quienes se dedican al arte, comprometidos más allá de cualquier adversidad, y comparten su mundo interior venciendo barreras, ya que las maravillas artísticas, también, enriquecen al ser humano, al tiempo que demanda de él esa constante reinvención y descubrimiento que mencionó Octavio Paz y que, en estos casos, derivan, igualmente, en una muestra de amor propio y al prójimo.