Los paisajes, sostiene Marc Augé (2014, p. 50), son culturales, siempre habitados y transformados por la presencia humana. Además, doblemente diversos: dependen tanto de su situación geográfica como de las sociedades humanas que los han modelado. El pequeño municipio de Portbou, situado en el extremo nororiental de Cataluña, se distingue del resto de los municipios de la Costa Brava, con los cuales comparte la belleza de su entorno, por lo que su posición de frontera le ha permitido: ser testigo de movimientos no solo migratorios sino, fundamentalmente, de exilio. Su propia fundación no responde —como ocurre con la mayoría de las ciudades— a un asentamiento social al que luego se le diera forma institucional, sino más bien a la necesidad de conectar por vía ferroviaria a España con la geografía que se extiende más allá de los Pirineos. Es un pueblo de frontera y su memoria social y política está marcada por las posibilidades de escape que esta condición otorgó tanto a quienes necesitaron abandonar España como arribar a ella. En otras palabras, se trata de una intersección histórico-geográfica donde se cruzan los caminos de aquellos que huyeron de Franco, primero, y de Hitler, después.

Al finalizar la Guerra Civil Española en abril de 1939, la por entonces destruida localidad de Portbou fue testigo del exilio de muchos españoles —catalanes o no— que se vieron forzados a huir hacia otros países de Europa ante el triunfo de Franco y el bando nacional. Así lo hizo, escasos meses antes, tras la caída de Barcelona, el poeta Antonio Machado quien, para poder llegar a Colliure, en el sur de Francia, cruza la localidad de Portbou camino del exilio en su propio intento de asentarse en otro país, intento que queda trunco al morir a las pocas semanas en un pequeño hotel de la localidad costera francesa. Poco tiempo después, y a medida que la ocupación nazi iba ganando terreno en los diferentes escenarios nacionales, esta pequeña localidad catalana vuelve a ser escenario del exilio de centenares de europeos que cruzaron la frontera franco-española en sentido contrario: de norte a sur. En este grupo se sitúa la figura de Walter Benjamin, uno de los pensadores más lúcidos y decisivos del siglo XX, para quien la marcha que lo llevaría al exilio en Estados Unidos se detiene en la primera parada cuando, custodiado por guardias nacionales, «decide» suicidarse en la habitación número 4 del Hotel Francia donde se alojaba, dejando solo una pequeña carta de cinco líneas de la cual se conoce el contenido, pero cuya existencia material no consta en ningún sitio. Según se pudo reconstruir, estaba dirigida a Henry Gurland —con quien cruzaba la frontera— y su mensaje debía ser transmitido a Theodor W. Adorno, uno de los amigos más cercanos de Benjamin y, por entonces, su único discípulo. Allí habría expresado:

En una situación sin salida, no tengo más opción que ponerle fin. Será en un pequeño pueblo de los Pirineos en el que nadie me conoce donde mi vida se acabará.

En este 2020 se cumplen 80 años de la muerte de Benjamin y recordarlo en esta fecha constituye un ejercicio de memoria puesto que, como expresó su amigo Bertolt Brecht al recibir la noticia, esta fue la primera verdadera pérdida que Hitler causó a la literatura alemana. Por otra parte, y sin ignorar la polémica detrás de los acontecimientos que rodean a su muerte, revisar la coyuntura en la que esta se produjo supone también repensar el lugar del exiliado quien, en su intento por escapar de una dictadura o un campo de exterminio, pierde lo único que tiene: la vida.

En septiembre de 1940, un pequeño grupo de refugiados judío-alemanes decide atravesar la frontera que separa a Francia de España por un paso clandestino a través de los Pirineos con intenciones de cruzar España, llegar a Portugal y, desde Lisboa, embarcar hacia Estados Unidos, que prometía ser un hogar seguro. Entre ellos estaba Walter Benjamin, a quien las autoridades de la pequeña localidad de frontera española rebautizaron —según se lee en los documentos de la época— como Benjamín Walter. A excepción de una temporada en Ibiza, había pasado la mayor parte de su exilio en París hasta que, en el invierno de 1939 a 1940, el peligro de un posible bombardeo a la capital francesa lo llevó a tomar la decisión de abandonar la ciudad y emprender el viaje hacia los Estados Unidos. No sería un camino fácil, pero, luego de que el 14 de junio de 1940 las fuerzas de la Alemania nazi tomaran París, ya no había alternativas para un apátrida sin nacionalidad, judío y de inclinación marxista que, por entonces, acumulaba siete años en el exilio.

Pese a la difícil y truncada carrera profesional de Benjamin, sus contactos le sirvieron en las diferentes instancias implicadas en su necesidad de exilio. Según relata su amiga personal y otra de las pensadoras clave del siglo XX, Hannah Arendt, en su ensayo titulado «Walter Benjamin (1892-1940)», la traducción de Proust que Hofmannsthal le encargó a Benjamin y que no se publicó hasta después de la guerra, le valió para establecer contacto con Leger, poeta y diplomático francés quien, gracias a esta última condición, pudo persuadir al Gobierno de Francia para que le evitaran un segundo internamiento en el país durante la guerra, un privilegio poco común entre los refugiados. Asimismo, gracias a los esfuerzos del Instituto de Nueva York, estuvo entre los primeros en obtener un visado de emergencia en Marsella a través de los consulados estadounidenses en la Francia aún sin ocupar.

Las condiciones para marchar a Norteamérica parecían estar dadas: este último visado le permitiría transitar por España, camino hacia Lisboa, donde tomaría el buque que cruzaría el Atlántico. Sin embargo, con lo que no contaban Benjamin, su compañera de exilio, la fotógrafa Henry Gurland, y el hijo de esta era con el permiso de salida de Francia, por lo que no pudieron arribar a Portbou por los medios ferroviarios convencionales que facilita la estación de tren internacional que dio origen al pueblo, teniendo así que optar por alguno de los pasos clandestinos de montaña que conectan a Francia con Cataluña por medio de los Pirineos y que presentaban la ventaja de no estar vigilados por la policía francesa de frontera. De una u otra manera, era necesario salir de Francia para llegar a Portbou en España. Así lo hicieron personalidades como la intelectual Hannah Arendt, el científico Otto Meyerhof o el escritor Heinrich Mann y, según se calcula, otro medio millón de personas que precisaron huir del régimen nacionalsocialista.

Benjamin sufría del corazón e incluso una simple caminata suponía para él un gran esfuerzo. Aun así, emprende el exilio del exilio y se dispone a realizar a pie el cruce fronterizo por medio de los Pirineos. Basta con imaginar el estado de agotamiento extremo con el que habrá arribado el intelectual a Portbou para entender lo inevitable del destino que le hubiera deparado su permanencia en la Francia ocupada por los nazis, sobre todo, teniendo en cuenta que la Gestapo ya había confiscado su apartamento en París, donde se encontraban buena parte de sus manuscritos y su biblioteca personal.

El 26 de septiembre de 1940, Benjamin y las mujeres que lo acompañaban en la travesía llegan finalmente a Portbou y se encuentran con la peor de las noticias, el desencadenante directo de su suicidio y lo que Arendt (2019, p. 410) señala como «un inusual golpe de mala suerte»: ese mismo día España había cerrado sus fronteras y los oficiales bajo el mando franquista ya no reconocían los visados otorgados en Marsella para poder circular por territorio español. Ante esta situación, los refugiados debían regresar a Francia por el mismo camino al día siguiente, desde donde serían devueltos a Alemania. Durante la noche del 26 al 27 de septiembre, Walter Benjamin elude el inminente destino de un campo de concentración quitándose la vida con una sobredosis de morfina. Según cuenta Hannah Arendt, esto causó una gran impresión entre los guardias de frontera quienes, al día siguiente, permitieron a los refugiados continuar el camino hacia Portugal y, pocas semanas después, deciden levantar el embargo de los visados:

Un día antes y Benjamin hubiese pasado sin ningún problema; un día después la gente de Marsella habría sabido que en ese momento era imposible atravesar España. Solo aquel día en particular era posible la catástrofe. (Arendt, 2019, p. 410)

Para cuando Arendt emprende su propio camino hacia los Estados Unidos, en su paso por la localidad de Portbou, decide localizar los restos de quien fuera su amigo y compañero de exilio en Francia. Sin embargo, nadie supo decirle dónde se hallaba la tumba. Por entonces, Benjamin no gozaba del reconocimiento que tiene hoy en día y lo único que quedaba de su paso por la Costa Brava era una lápida sin nombre en el cementerio cristiano de la bahía. En 1979 comienza la recuperación de su memoria y de su tan breve como desafortunado paso por la localidad. Allí, desde el año 1999, se encuentra una escultura del artista israelí Dani Karavan denominada Passatges que constituye un memorial en homenaje al pensador. No obstante, a causa del difícil acceso a archivos, que quizás ya no existan por obra de la dictadura de Franco, lo que queda del paso de Benjamin por esta frontera es la historia oral conformada por los testimonios de los habitantes del pueblo y la necesidad, cada vez más aguda, de reconstruir lo que fue el desenlace de una vida capaz de pensar la modernidad con tanta brillantez.

Para Benjamin queda la fama póstuma o, como sostiene Arendt (2019, p. 391), «el resplandor de un nombre que perdura para siempre», una fama «menos arbitraria y a menudo más sólida que otros tipos, dado que solo rara vez se concede como mera mercancía». Para nosotros queda la reflexión de lo que —sin deslegitimar de antemano las hipótesis que dudan de su suicidio y apuntan, directamente, a un asesinato encargado por Stalin— constituye, de una u otra forma, su propia muerte: el fracaso histórico-cultural de la modernidad. Así, aquello que Walter Benjamin expresó en la novena de sus Tesis sobre el concepto de historia a propósito del Angelus Novus de Paul Klee parece ser dicho sobre sí mismo, sobre un destino que parece hacer imposible su propia supervivencia, no solo en un país como Estados Unidos, del cual nada lo atraía, sino también privado de su biblioteca y, por lo tanto, de la extensa colección de citas y fragmentos que daban forma a sus manuscritos y en los que se basaba buena parte de su trabajo intelectual:

[É]l no ve sino una sola y única catástrofe, que no deja de amontonar ruinas sobre ruinas y las arroja a sus pies. Querría demorarse, despertar a los muertos y reparar lo destruido. Pero desde el Paraíso sopla una tempestad que se ha aferrado a sus alas, tan fuerte que ya no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que frente a él las ruinas se acumulan hasta el cielo. Esa tempestad es lo que llamamos progreso. (Benjamin, 2008, p. 310)

Notas

Arendt, H. (2019). Walter Benjamin (1892-1940). En La pluralidad del mundo. Antología. España: Taurus.
Augé. M. (2014). Del paisaje cultural al paisaje sobremoderno. En El antropólogo y el mundo global. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
Benjamin, W. (2008). Sobre el concepto de historia. En Obra completa. Libro I Volumen II. Madrid: Abada.