Al subir la Sierra de Guadarrama, como uno más de los numerosos paseantes que reservan la tarde del domingo para salir a respirar aire puro al campo, fuera del estrés y la contaminación de la ciudad, divisamos a lo lejos, como escondido de las miradas curiosas, un edificio blanco medio en ruinas que desentona en el verdor de la naturaleza, llena de vida por todas partes, como si lo quisiera engullir entre sus fauces.

Regio y lúgubre se erige lo que en otro tiempo fuera un sanatorio para tuberculosos. El Sanatorio del Santo Ángel fue levantado en 1941, en el valle de La Barranca, en Navacerrada, como lugar de reposo y retiro para aquellos aquejados de la enfermedad de los pulmones, dado que el aire de la sierra era ideal para tratar este tipo de dolencias. El sanatorio se mantuvo en funcionamiento hasta que los avances de la ciencia permitieron que dejaran de acudir pacientes, por lo que se reinventó con el formato de hospital psiquiátrico hasta 1995, año en que cesó toda su actividad. Hoy solo acumula años de abandono, que dan pie a la invención de historias truculentas y prácticas temerarias. Y, si nada lo impide, seguirá observándonos, agazapado entre la maleza, por mucho más tiempo.

Hablar de tuberculosis, con frecuencia, implica la presencia de una especie de halo de romanticismo y de tristeza crónica que nos transporta sin remedio a ese otro lugar en el que habitan todos los personajes que perduran en el imaginario colectivo.

La literatura posee una inigualable capacidad para ahondar en lo más profundo del ser humano, en la vida y en la muerte, y en la transición entre ambas, la enfermedad. Han sido muchos los autores que nos ha ilustrado con valiosos ejemplos que detallan tanto el sufrimiento que la acompaña como la angustia del saber que el aliento se te escapa por la boca a borbotones.

Con La montaña mágica, Thomas Mann nos presenta un sanatorio que bien podría ser el de nuestra sierra, pero en Suiza, en el que se aloja la burguesía más selecta, que ve dilatarse los días, ausentes de la vida, mientras aguardan el funesto destino. Camilo José Cela, que en su juventud había sufrido de tuberculosis, no pierde ocasión para emplearlo como argumento para algunas de sus obras. Su segunda novela, Pabellón de reposo, recrea, en forma de diario, los últimos pensamientos de unas pobres almas que, desesperadas, se entregan con una confianza ciega a la curación que ofrece el aire de la montaña, pero que, con el paso de los días, semanas y meses, inexorablemente se irán desprendiendo de todo vínculo con el mundo de allí abajo, mientras abandonan toda esperanza de recuperación.

Una imagen diferente ofrece Frank McCourt en Las cenizas de Ángela, en la que dibuja una imagen dantesca del Limerick de los años 30 y 40, asolado por la pobreza y la suciedad, en donde sus gentes mueren con relativa regularidad víctimas de «una tisis galopante». Por último, no podía faltar el que, sin duda, debe ser el ejemplo más reseñable: La traviata. Una y otra vez Violetta muere ante los ojos desolados de los espectadores que con entusiasmo contemplan el dramático desenlace que Giuseppe Verdi recreara a partir de La dama de las camelias, de Alejandro Dumas, hijo. Al parecer, el personaje de Violetta está inspirado en una joven cortesana que hubiera sido amante del escritor que, al igual que esta, hubiera acabado malamente, pero cuyo relato habría sido considerablemente distinto, sin que esto le impidiera dar a luz a una de las obras más representativas del Romanticismo.

Por fortuna, la medicina hizo posible que la tuberculosis dejase de ser altamente mortal, al menos en el primer mundo, reduciendo así a cenizas la posibilidad de futuros argumentos en que páginas enteras estuvieran impregnadas con los tintes melodramáticos de esta enfermedad en un papel principal. La ciencia acabó con la imagen de la joven que se desvanece lánguida y con el romanticismo creado por tantas historias, que incluyen a sus propios autores, como a nuestro romántico por excelencia, Gustavo Adolfo Bécquer —cuyas poesías han iniciado a todos los jóvenes aprendices de poeta y enamorados del país— o a las malogradas inglesas, primero Jane Austen y, un poco más tarde, las hermanas Brönte, cuyo clan casi se extingue completo. Respecto a estos jóvenes, de orígenes humildes, con vidas difíciles, de gran talento, cuyos textos no vieron publicados, no sabría precisar si nos apasionan más sus obras o sus vidas.

Y es que la muerte lleva consigo un cierto atractivo que nos atrapa, sobre todo, si el que la sufre es joven y hermoso. Nos inunda el alma de tristeza, nos llena el espíritu de melancolía; tal vez sea eso lo que vende. Pero los tiempos modernos han cambiado las cosas: ahora ya no se muere por tuberculosis ni tampoco se suicida uno por amor (¿qué cabida tendría el pobre Werther en nuestros días?). Sin duda, con pesar, aunque con cierto alivio, podemos concluir que el posmodernismo ha acabado con los románticos.