El fino y hondo poeta —amigo entrañable da Terra Nai (Tierra Madre para los gallegos) o Walmapu para los mapuches— Xulio López Valcárcel, anduvo por este último reino del Finisterre Austral en marzo de 2004. Hace dieciséis años y así lo recuerda él en la introducción a esta antología bilingüe de cinco poetas mapuches —dos mujeres y tres hombres:

Viajé a Chile con la intención, entre otras, de cumplir un sueño adolescente: visitar la casa de Pablo Neruda frente al mar de Isla Negra. En el curso de una conversación con la pintora Marylin Marshall, en la que manifesté mi interés por figuras de la actual poesía chilena, me informó ella, al pasar, de la existencia de una cultura que no conocía: la mapuche.

Unos días después, comiendo con el escritor chileno de origen gallego, Edmundo Moure, me confirmó aquello, agregando que era amigo de Elicura Chihuailaf y de Leonel Lienlaf. Me dijo: «Leonel tradujo al mapudungun el famoso poema de Manuel Curros Enríquez, 'Do mar pola orela…', por encargo de Xesús Alonso Montero; esta gestión la concretaría mi alumna Paulina Valente Uribe, sobrina carnal de José Ángel Valente, nuestro gran poeta orensano, y de otro destacado poeta chileno, Armando Uribe».

Así nació esta notable iniciativa de Xulio, que contó con la colaboración atinada de Miguel Anxo Fernán Vello, poeta conocedor del universo cultural mapuche, que incluye textos de Elicura Chihuailaf, Graciela Huinao, César Millahueique, María Teresa Panchillo y Paulo Huirimilla. Hay más poetas de la etnia mapuche, sin duda, pero no fue posible obtener otros materiales para esta extraordinaria edición que, esperamos, no será la única.

La conquista de Chile por los españoles, iniciada en 1539 y concluida en las postrimerías del siglo XVII, dejó a los mapuches ocupando vastos territorios al sur del río Bío Bío. Esta etnia, representada por los pehuenches (gentes de la montaña), los picunches (gentes de la costa) y los hulliches (gentes del sur), es considerada como la única del continente americano que no fue derrotada militarmente por la entonces mayor potencia bélica del mundo, España. Los hijos de Arauco —los araucanos, como les llamó Alonso de Ercilla en el primer poema épico de América— constituyeron un pueblo indómito, cuya nación «no fue por rey jamás regida ni a extranjero dominio sometida».

Sin embargo, a partir de 1861, un general del ejército chileno, elogiado por sus pares y laureado en la mendaz historia oficial de los vencedores, inició la llamada «pacificación de la Araucanía», es decir, una cruenta guerra de exterminio y despojo que acorraló a los indígenas; privándoles de sus mejores tierras y bosques, propiedades que fueron entregadas, a vil precio, a criollos y mestizos adinerados, y a colonos alemanes, suizos, italianos y yugoslavos en los territorios de Temuco, Osorno, Valdivia y Chiloé.

Hoy, los mapuches oscilan entre 500 mil y 600 mil individuos; no hay datos precisos, porque la decadencia y abandono de su lengua nativa, el onomatopéyico y poético mapudungun, y de sus otros rasgos culturales, hace que muchos de ellos se declaren simplemente «chilenos», en una autonegación que mucho se parece a la padecida por los gallegos durante cuatro siglos. Y ya sabemos, a la luz de la penosa experiencia histórica de nuestra Amerindia, que el mestizo se erige siempre en el principal aniquilador de su ancestro indígena, por medio de esa actitud rastrera y servil ante el dominador que los mexicanos grafican en la figura elocuente del «hijo de la chingada».

Ni los gobiernos autoritarios de la derecha ni los republicanos del centro ni los representantes de la llamada «izquierda democrática», han hecho otra cosa que continuar con una política siniestra de destrucción paulatina de la cultura ancestral de los mapuches, bajo el demagógico expediente de «integrarlos», o sea, de asimilarlos para que se transformen en este indefinido producto étnico de doscientos años de edad que llamamos «chilenos»; para que den las espaldas a las culturas vernáculas, imitando puerilmente los modelos europeos, primero, y luego, abrazando el paradigma mostrenco de la Norteamérica del capitalismo salvaje. Entretanto, se ha venido acentuando el despojo de su territorio, la destrucción alevosa del bosque nativo y de su fauna para acrecentar el dominio avasallador de las empresas forestales sobre la tierra nutricia y sobre las salmoneras en lagos y mares interiores.

No obstante, los mapuches no han abandonado la lucha. Se agrupan en torno al walmapu, concejo unitario para la recuperación de sus tierras, y combaten, a través de manifestaciones callejeras en las ciudades de la Araucanía, especialmente en Temuco; realizan escaramuzas en campos y bosques, hoy propiedad de latifundistas foráneos con cédula de identidad chilena y de empresas forestales ligadas a las transnacionales. El Estado chileno los reprime, les aplica la llamada «ley antiterrorista», cuerpo legal contradictorio, manipulado a voluntad por sus propios tinterillos y funcionarios.

Hace dos años, el 14 de noviembre de 2018, fue asesinado por la espalda un joven comunero mapuche; la policía adujo un ataque armado en contra de los representantes de la ley, pero no se encontraron vestigios de armas ni de pólvora entre aquellos campesinos en rebeldía, que enfrentan, con palos y piedras, al aparato policiaco-militar del gobierno en turno. Se ha llegado a afirmar que hay «terroristas de la ETA asesorando a los mapuches». El montaje de la tramoya no pudo ser más grotesco, hasta que la opinión pública pudo constatar, merced a investigaciones de la policía civil, que se había tratado de un crimen aleve, uno más en una triste historia secular. Escuchemos la voz de Xulio López Valcárcel:

Los mapuches, más allá de una situación política que niega sus derechos, sufren un proceso de transculturización, un proceso transitivo de una cultura a otra, que no consiste sólo en adquirir una nueva —en este caso la chilena— sino que implica la pérdida y el desarraigo de su cultura precedente […] Esa preponderancia urbana olvida que la creatividad y originalidad literarias pueden surgir, tanto de las capitales, en contacto con las corrientes extranjeras, como de las periferias o regiones, que deben aportar su influjo en esa necesaria (e inevitable) dialéctica.

La marginalidad y persecución que padece el pueblo mapuche es comparada con la del pueblo palestino, por el documentalista y escritor Paulo Tótoro, quien señala que ambos pueblos sufren ocupación militar por parte de un invasor, y son dominados por medio de la creación de ghetos y eventuales campos de concentración […]

Hace escasos minutos, leí en Facebook una escueta felicitación de la escritora Pía Barros a Elicura Chihuailaf, por haber sido el feliz galardonado con el Premio Nacional de Literatura 2020, el primero que se otorga a un poeta mapuche que, además, escribe y poetiza y vive en su lengua vernácula; hecho que bien pudiera significar un avance entre las relaciones del pueblo mapuche con el Estado chileno y su sociedad mayoritariamente mestiza.

Sin embargo, a la luz de los sucesos violentos instigados por el proceso de asedio y militarización de la Araucanía, llevado a cabo por los gobiernos de hace cuatro décadas, exacerbado bajo el régimen de la ultraderecha y de su mandatario, Sebastián Piñera, esta importante decisión del más apetecido de nuestros premios aparece ensombrecida por un vaho de oportunismo que sopla desde las entrañas descompuestas del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio —con su largo nombre y una coma entremedio. Ministerio con una cartera ministerial tan alejada del concepto de cultura, amplia y participativa, que proponen y desarrollan numerosos gestores culturales, instituciones y artistas de las diversas expresiones creativas en Chile. Hay un sesgo imposible de soslayar, en este caso, que apunta a una resolución «políticamente correcta». Ya algunos voceros de la derecha se atribuyen el mérito de participar en «el primer gobierno que reconoce la calidad literaria de un escritor mapuche». Solo para la estadística, les vale y sirve, y van a sacarle provecho en los luctuosos estertores de su administración, de cara al Plebiscito de octubre de 2020.

Este hecho y sus connotaciones no desmerecen, ni en un ápice, la sólida y brillante trayectoria poética de Elikura Chihuailaf, ni sus merecimientos estéticos, ni menos su decidida lucha por la dignificación de su etnia originaria, tal como lo hemos afirmado y sostenemos en diversos escritos.

Estuvimos cerca del proceso selectivo apuntando por Hernán Miranda Casanova, ilustre veterano en estas lides y poeta de palabra, cuerpo y alma como pocos. Junto a él, aparecían como posibles galardonadas tres poetas connotadas: Carmen Berenguer, Elvira Hernández y Rosabetty Muñoz. Se especulaba que el premio recaería en una de ellas, dada una cierta paridad de méritos, bajo el expediente de que en casi ocho décadas solo una vez fue premiada una mujer en el género de poesía, Gabriela Mistral, a quien se «reconoció» después de seis años de haber recibido, en 1945, el Premio Nobel de Literatura. Es esta una felonía que manchará para siempre nuestro apetecido galardón, el más importante en nuestra «aldea letrada».

Ahora, expresamos nuestra alegría y total beneplácito por Elicura Chihuailaf compartiendo el sueño generoso y fraternal de su notable poema: «El sueño azul».

La casa azul en que nací está situada en una colina
rodeada de hualles, un sauce, castaños, nogales
un aromo primaveral en invierno
—un sol con dulzor a miel de ulmos—
chilcos rodeados a su vez de picaflores
que no sabíamos si eran realidad o visión ¡tan efímeros!
En invierno sentimos caer los robles partidos por los rayos
En los atardeceres salimos, bajo la lluvia o los arreboles, a buscar las ovejas
(a veces tuvimos que llorar la muerte de alguna de ellas, navegando sobre las aguas)
Por las noches oímos los cantos, cuentos y adivinanzas a orillas del fogón
respirando el aroma del pan horneado por mi abuela, mi madre, o la tía María
mientras mi padre y mi abuelo —Lonko de la
comunidad— observaban con atención y respeto.
Hablo de la memoria de mi niñez y no de una sociedad idílica
Allí, me parece, aprendí lo que era la poesía
las grandezas de la vida cotidiana, pero sobre todo sus detalles
el destello del fuego, de los ojos, de las manos.
Sentado en las rodillas de mi abuela oí las primeras historias de árboles
y piedras que dialogan entre sí, con los animales y con la gente.
Nada más, me decía, hay que aprender
a interpretar sus signos
y a percibir sus sonidos que suelen esconderse en el viento.
Tal como mi madre ahora, ella era silenciosa
y tenía una paciencia a toda prueba
Solía verla caminar de un lugar a otro, haciendo girar el huso, retorciendo la blancura de la lana
Hilos que en el telar de las noches se iban convirtiendo en hermosos tejidos
Como mis hermanos y hermanas
—más de una vez—
intenté aprender ese arte, sin éxito.
Pero guardé en mi memoria el contenido de los dibujos
que hablaban de la creación y resurgimiento del mundo mapuche
de fuerzas protectoras, de volcanes, de flores y aves
También con mi abuelo compartimos muchas noches a la intemperie
Largos silencios, largos relatos que nos hablaban del origen de la gente nuestra
del primer espíritu mapuche arrojado desde el Azul
De las almas que colgaban en el infinito como estrellas
Nos enseñaba los caminos del cielo, sus ríos sus señales
Cada primavera lo veía portando flores en sus
orejas y en la solapa de su vestón
o caminando descalzo sobre el rocío de la mañana
También lo recuerdo cabalgando bajo la lluvia
torrencial de un invierno entre bosques enormes
Era un hombre delgado y firme
Vagando entre riachuelos, bosques y nubes
veo pasar las estaciones:
Brotes de Luna fría (invierno), Luna del verdor (primavera)
Luna de los primeros frutos (fin de la primavera y comienzo del verano)
Luna de los frutos abundantes (verano)
y Luna de los brotes cenicientos (otoño)
Salgo con mi madre y mi padre a buscar
remedios y hongos
La menta para el estómago, el toronjil para la pena
el matico para el hígado y para las heridas
el coralillo para los riñones —iba diciendo ella.
Bailan, bailan, los remedios de la montaña
—agregaba él
haciendo que levantara las hierbas entre mis manos.
Aprendo entonces los nombres de las flores y de las plantas
Los insectos cumplen su función
Nada está de más en este mundo
El universo es una dualidad:
lo bueno no existe sin lo malo.
La Tierra no pertenece a la gente
Mapuche significa Gente de la Tierra
—me iban diciendo
En el otoño los esteros comenzaban a brillar
El espíritu del agua moviéndose sobre el lecho pedregoso
el agua emergiendo desde los ojos de la Tierra.
Cada año corría yo a la montaña para asistir
a la maravillosa ceremonia de la naturaleza
Luego llegaba el invierno a purificar la Tierra
para el inicio de los nuevos sueños y sembrados
A veces los guairaos pasaban anunciándonos
la enfermedad o la muerte
Sufría yo pensando que alguno de los
mayores que amaba
tendría que encaminarse hacia las orillas
del Río de las Lágrimas
a llamar al balsero de la muerte
para ir a encontrarse con los antepasados
y alegrarse en el País Azul
Una madrugada partió mi hermano Carlitos
Lloviznaba, era un día ceniciento
Salí a perderme en los bosques de la
imaginación (en eso ando aún)
El sonido de los esteros nos abraza en el otoño
Hoy, les digo a mis hermanas Rayén y América:
Creo que la poesía es sólo un respirar en paz
—como nos lo recuerda nuestro Jorge Teillier—
mientras como Avestruz del Cielo por todas
las tierras hago vagar mi pensamiento triste
Y a Gabi Caui Malen y Beti, les voy diciendo:
Ahora estoy en el Valle de la Luna, en Italia
junto al poeta Gabriele Milli
Ahora estoy en Francia, junto a mi hermano Arauco
Ahora estoy en Suecia junto a Juanito Cameron
y a Lasse Söderberg
Ahora estoy en Alemania, junto a mi querido
Santos Chávez y a Doris
Ahora estoy en Holanda, junto a Marga
a Gonzalo Millán y a Jimena, Jan y Aafke,
Juan y Kata
Llueve, llovizna, amarillea el viento en
Amsterdam
Brillan los canales en las antiguas lámparas
de hierro y en los puentes levadizos
Creo ver un tulipán azul, un molino cuyas
aspas giran y despegan
Tenemos deseos de volar: Vamos, que nada
turbe mis sueños —me digo
Y me dejo llevar por las nubes hacia lugares desconocidos por mi corazón.