Macondo del colombiano García Márquez o Santa María del uruguayo Onetti son lugares y ciudades que, inexistentes en la geografía, independientes de la fisicidad del espacio (donde las cosas y las casas tienen un peso), paridas y construidas desde la palabra, se proyectan y se sobreponen a la ciudad real. Sobreponiéndose, se hacen reales. Se funden, se fusionan con la vida.

He sabido de algún viajero distraído que querría conocerlas o de alguna agencia turística que ha pensado organizar visitas con dépliant a todo color, como algo ¡que no hay que perderse!

En oposición, encontramos las tantas versiones de la «Ciudad de los Césares» que, aunque profusamente narrada y dibujada, no se interesa por establecer una relación con el mundo, porque en ese mismo acto dejaría de existir. Haciéndose real, desaparece.

Se sabe que existen planimetrías «exactas», detalladas, el modo de llegar... solo que ninguna lleva a ninguna parte. Mapas inventados o de lugares inexistentes, como el del compostelano Francisco Menéndez, que en 1794 buscó la «Ciudad de los Césares» en las cercanías de Aysén, en el sur de Chile. Menéndez exhibió planos equivocados para que nadie más pudiera llegar: obviamente.

Desde entonces, otros viajeros han llegado buscando la «Ciudad de los Césares», por supuesto llena de oro y riquezas. Los que juraban haberla encontrado, dibujaron y publicaron planos indicando su precisa ubicación con todas sus calles y cómo llegar. Se conocen seis o siete versiones distintas. Ninguna corresponde a la realidad. Todas conducen a ciudades y lugares inexistentes.

Ese Aysén antes se llamó Trapananda, una vasta extensión de tierra y mar que le daba una imagen al sur del mundo. Cordilleras que caían al mar habitadas fundamentalmente por bosques húmedos y glaciares, frío y lluvia. Los demás habitantes, las mujeres y los hombres, nunca se detuvieron en un solo lugar, siempre transhumaron. Un escenario que, desde sus orígenes, se había conservado inalterado. Los primeros españoles que lo vieron hace 500 años lo quisieron mantener invisible a los ojos del mundo, como un lugar sin descubrir. Aysén es la vecina «latitudinal» de la Pampa argentina. Dos territorios «separados en casa» por la Cordillera de los Andes.

El primer soldado que mandó Pedro de Valdivia a reconocer la zona la describió habitada por seres muy feos, hediondos y deformes. Tan deformes que se cubrían el cuerpo con sus propias orejas. Valdivia nunca volvió a ver al soldado que se quedó ahí, maravillado. Aquel soldado, el lugar, no lo quiso compartir con nadie. Trapananda no ha cambiado, lo único que ha cambiado ha sido el modo de mantenerla invisible, partiendo por Aysén, su actual nombre.

Sin embargo, al pensar en la ciudad real, aquella que no nace de la palabra, sino de una traza y de una «fábrica» que se validan en el tiempo y en el espacio frente a quienes la habitan, llego a aquella consistencia urbana que el tango ha otorgado a la ciudad de Buenos Aires. Tanto, que se podría sugerir una arquitectura de tango. «San Juan y Boedo antiguo», «En un viejo almacén del Paseo Colón», «rondando siempre tu esquina», «Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese... qué se yo ¿viste?», «Mi Buenos Aires querido", «Buenos Aires, donde el tango nació»...

¿Y Valparaíso o Salvador de Bahía: filmados, cantados y poetizados?: «el viejo puerto vigiló mi infancia», «la Plaza de la Victoria es un centro social», «tú, Valparaíso, Puerto principal».

Demasiado fácil detenerse ahí. Sería dejar afuera aquellos lugares en que la palabra no solo se deposita y otorga consistencia a una preexistencia, sino que donde la palabra en contacto con un territorio, sin ser ficción, se hace fundante, como la Patagonia, territorio narrado de América. Ahí se han perpetuado solo las ciudades y los lugares que han sabido sacar bien sus cuentas con el viento.

El viento, permitiendo o borrando la existencia ha ido de la mano con la narración. La Patagonia ha sobrevivido en el imaginario de los habitantes del planeta fundamentalmente a través de los textos que sobre ella se han escrito. Las fotos o cualquier representación gráfica muestran sólo imágenes desenfocadas:

¿Cuán grande es la Patagonia?

¿Cuáles son sus límites?

¿Tiene una capital?

¿Dónde está, exactamente?

¿Es verdad que ahí se encuentra «la Ciudad de los Césares»?

Entre los grandes lugares del planeta, aquellos donde se coagulan las diferentes y más potentes energías de la tierra; aquellos que solo se parecen a sí mismos y, por lo tanto, son únicos, de entre estos lugares, la Patagonia se distingue, porque no presenta una sola imagen. Pienso en la potencia de imagen de la Amazonia, del Polo Sur, del desierto del Sahara, de la cadena del Himalaya. La Patagonia no se sabe cómo es... ¿cómo representarla?

El ojo del hombre no la ha podido o no la ha querido distinguir ni identificar (las fotos de Bruce Chatwin no alcanzan a darle la consistencia que logra en sus textos). La Patagonia se desdibuja, se resiste a representarse al ojo. Cambia. Se hace pampa, se hace cordillera, se hace glaciar, se hace archipiélago cada vez que se la quiere representar. Sólo se deja recorrer por el ojo, pero el ojo no puede contarla ... basta preguntarle a la fotografía.

¿Cómo mostrar que «las calles de Punta Arenas están trazadas para interactuar con el viento»? ¿No es redundante mostrar en imágenes lugares como Bahía Decepción, Puerto Inútil, Isla Desolación, Puerto del Hambre, Brazo Poca Esperanza, Caleta La Paciencia, a los cuales solo basta nombrarlos? La Patagonia ¿sólo se ha concedido a la palabra?

Territorio narrado no quiere decir territorio literario. No nace de la palabra, como Macondo o Santa María, pues la precede... un territorio narrado es un territorio abierto a las contaminaciones, disponible a múltiples lecturas. Un territorio que se «cuenta», que se «narra», no es un territorio que se «explica», fijo y determinado para siempre. Su paisaje se construye cada vez que se cuenta y cambia tantas veces como interpretaciones haya en su transmitirse, tal como ha sucedido con los mitos y con las culturas orales del planeta.

La Patagonia es un lugar siempre por conquistar y nunca conquistado... un lugar no representable al ojo, no medible ni abarcable; un lugar siempre por conocer, donde no se va a buscar la tradición ni la traza, sino la fractura, el límite... las transformaciones que valen como fundaciones. Es un lugar en que, precisamente, la ausencia de una imagen lo transforma en algo presente, en donde la única tradición consiste en estar continuamente reinventándose.

La Patagonia, «espacio abierto» del planeta, es territorio y espacio americano. Es la narración, como elemento fundante, de un espacio en que la imagen ofrecida por su historia lo ha logrado restituir al planeta. Es un modo de existir, un modo posible para ocupar aquellas «páginas arrancadas» de América desde que fue nombrada. Porque página arrancada no quiere decir espacio vacío. Es exactamente lo opuesto. Aquí, visados por lo extenso y por el viento, los modelos europeos y las propuestas que llegan desde Hollywood o Coney Island, deben sacar cuentas con la «pertinencia» para establecerse y perpetuarse. Narración y pertinencia son fundantes en la Patagonia y en el espacio americano.

Recuerdo una Bienal de Arquitectura en Venecia. El pabellón japonés estaba vacío. Los arquitectos quisieron expresar a través del vacío la incapacidad de identificar un «cuento» para reconstruir la ciudad de Kobe, destruida por un terremoto. Kobe, después de la catástrofe, podrá ser reconstruida si los arquitectos japoneses encuentran «algo interesante» para hacerlo bajo el signo de la continuidad. El espacio americano, en cambio, discontinuo desde su catástrofe original, cada vez que se construye o se reconstruye necesita ser reinventado con un amasijo de palabras: fascinantes en Macondo y Santa María, engañadoras en la «Ciudad de los Césares», rimadas, tangueadas en Buenos Aires... con la palabra frágil que el viento se debe poder llevar en la Patagonia.