En el orden del mundo abundan escenas y objetos que cargan con una maravilla a la que es difícil no entregarse. La concha de un nautilo que viaja por los mares, las murmuraciones de los estorninos por los cielos o la figura esbelta de un lebrel que corre por los prados bajo el sol pueden llenarnos de sentimientos y abstracciones de todo tipo; según sean las inclinaciones de quien observa: precisión logarítmica, fluidez geométrica, aires de rebeldía y libertad. Que los jardines de la Naturaleza estén llenos de maravillas para ser contempladas es una idea de relativa novedad, la cual le debemos a los románticos, quienes, a finales del siglo XVIII, aprendieron a ver con nuevos ojos los paisajes silvestres. En tiempos pretéritos, la montaña, el bosque y el océano eran dominio de monstruos y dioses coléricos, o eran el mundo de demonios, criminales y gentuza de la peor clase. Los hechiceros y las brujas hacían sus casas en esos parajes, ahí los salteadores y asesinos se ocultaban de la justicia.

Allá en aquellos siglos, que hoy nos parecen más ingenuos, la rapidez con la que las revoluciones industriales y científicas cambiaron el rostro de la vida diaria llevó a la desilusión de ciertos sectores de la sociedad. Los artistas y los poetas, no del todo convencidos por las promesas de una nueva era tecnológica y racional, se lanzaron a las playas y a las sierras, a las cavernas, a las junglas y a los pantanos para encontrar una visión de la vida más auténtica, apoyada en la ciencia, pero no del todo divorciada de los misterios de la noche. Los panoramas salvajes de Friedrich, los estudios florales de Goethe, las prácticas rayanas en el espiritismo de Mesmer todos son el resultado de esta insatisfacción que derivó en una apreciación exaltada de lo bello a través de los paisajes y sus criaturas. Para los románticos, los estados mentales a los que conduce el contacto directo con la belleza desatada de la Naturaleza, lo sublime, rozaban las fuentes de lo numinoso, ese «misterio terrible y fascinante» del que hablan algunos teólogos y filósofos, y que sirve como uno de los pilares de la experiencia religiosa.

Para la mayoría de nosotros, el contacto con las cosas hermosas del mundo rara vez deriva en sentires de esa talla, pero de vez en cuando podemos toparnos con ellos. Encuentros breves que hacen intuir esas otras realidades y emociones profundas a las que puede acceder la experiencia humana. Para unos podrá ocurrir con la visión de un océano ártico lleno de cachalotes y belugas o durante el encuentro casual con un zorro o un petirrojo en la región más oscura de una montaña. Existen quienes contemplan un arreglo de rosas y magnolias bajo una luz nueva y extraordinaria, gracias a los efectos de poco menos de diez gramos de amanita muscaria, pero también están los que se deleitan en la sobriedad de comprender la armonía matemática que distribuye pétalos, hojas y semillas. Aunque la apreciación por lo natural es algo que hemos aprendido con el tiempo, el gusto por lo bello es parte integral de nuestro ser, incluso si la categoría es subjetiva. La basura de uno es el oro del otro y el mundillo contemporáneo de la arquitectura y las artes, con su abundancia de estilos y manifiestos, es un buen muestrario de esta subjetividad. También lo son la música que preferimos y los artistas que consideramos importantes, la manera en la que decoramos nuestras casas y sitios de trabajo o la predilección por la pareja.

El nuestro no es el único organismo en este planeta que posee un sentido del buen gusto. Entre las aves, las hembras se deciden por un macho luego de juzgar magníficas sus proezas en el canto y el baile. Algunos de ellos compiten por la atención de ellas pavoneando las plumas de sus alas, copetes o colas, ricas en diseños y colores. Otros, como el pergolero o el tejedor, presumen de su ingenio arquitectónico y uso del ornamento. Sus nidos —más que hogares cualquiera— están decorados con hojas y piedras brillantes, orugas sabrosas y lentejuelas chillonas adquiridas en la ciudad o el pueblo más cercano como litografías de tienda de museo; con ellas recubren las paredes de sus moradas, haciendo de ellas un sitio irresistible a sus posibles compañeras.

Detrás de estos actos hay razones biológicas y vulgares de pura supervivencia. Una pluma brillante, una canción alegre o un vuelo grácil dicen mucho a la hembra sobre el carácter del macho ante los peligros, la búsqueda de alimento o la protección del nido. En conjunto, la selección natural y sexual han observado el florecimiento de toda la diversidad de la vida y, aunque Sófocles y Homero se conmovieron con el canto del ruiseñor, ignoraban que se trata de un llamado a la guerra y la lujuria. Tal vez sería una majadería antropomórfica hablar de pájaros que practican la decoración de interiores o que se deciden por una pareja gracias a su atractivo y el buen estilo de su vestir, pero no se nos puede culpar por ver paralelos entre ellos y nosotros cuando ambos actuamos de la misma manera. Pero lo nuestro es más profundo, nos felicitamos; lo de ellos es mero instinto, les injuriamos, un mero automatismo. Esa es la postura oficial.

Por alguna razón, la humanidad siempre se ha sentido la única digna de portar la corona de la consciencia y el anillo del alma. Prerrequisitos para cualquier clase de apreciación filosófica o estética, pues necesitamos de esa interioridad misteriosa para vivir las diversas sensaciones que nos causa una música, una idea o el rostro de una persona. Una exclusividad de la que nos ufanamos, pero basada en supuestos y manías de la cultura. Ignorante de los estudios hechos a urracas, delfines, chimpancés y elefantes que no solo dan muestras de comprensión y empatía; también ellos son capaces de reconocerse en los espejos, por no decir nada de las íntimas relaciones entre mascotas y sus amos. Karl von Frisch —Nobel por su trabajo sobre la comunicación entre las abejas— opinaba que tras la actividad constructiva y ornamental de ciertas aves se encuentran los inicios de un auténtico placer estético, uno que no podría existir de no ser por un mínimo de presencia mental. Rudimentario, cierto, pero real y hace pensar en el humilde crepúsculo de nuestra consciencia en los bosques del tiempo.

Tal vez sea esta misma fanfarronería del centrismo humano la que ha llevado a muchos a enamorarse de los frutos de nuestro ingenio. La inteligencia artificial ha prometido toda suerte de maravillas y riquezas, algunas de las cuales ya ha cumplido; desde la automatización de procesos en la manufactura y optimización del trabajo, hasta descubrimientos de ancestros desconocidos en las grutas del historial genético. También ha ensanchado ciertas ambiciones de Prometeo y fantasías mefistofélicas. Hace años que el ajedrez dejó de ser parte de nuestro dominio y el Go —uno de los juegos de estrategia más complejos— pasó a las manos digitales de AlphaGo en 2015. El arte y la literatura, dos de las actividades que definen nuestro espíritu, pueden ser hoy replicadas por sistemas de cómputo. En 2012, Ranjit Bhatnagar desarrolló Pentametron, un sistema que construye poesía basada en mensajes de Twitter. Siete años más tarde, la galería HG Contemporary —en Chelsea— presentó Faceless Portraits Transcending Time, un muestrario de retratística abstracta a cargo de AICAN, una inteligencia artificial programada por Ahmed Elgammal. Estos y otros ejemplos han abierto el diálogo a la posibilidad de que las máquinas no solo nos roben los puestos de trabajo, sino también lo más íntimo: las maneras en las que expresamos nuestra humanidad.

No deja de sorprender lo prestos que algunas personas están en creerlo. Algunas incluso pregonan grandes escenarios llenos de catástrofe. Sorprende, pues —aunque son innegables los logros que la inteligencia artificial ha hecho en materias de creatividad— ahí no hay absolutamente nada que justifique los terrores que, por décadas, ha imaginado la ciencia ficción. Tan sensuales son estos hitos que se olvida que tales prodigios son resultado de algoritmos: matemáticas especializadas en la búsqueda de patrones en los bancos de información que los mismos programadores les proporcionan. Aquí no hay espontaneidad, mucho menos chispa de genio; sin datos no hay poemas ni retratos.

A diferencia de los seres biológicos, los electrónicos no aprenden una sola cosa a partir de una tabula rasa. Es necesario proporcionarles de conocimiento previo, compilado por el intelecto humano; incluso así, no llegan a ningún sitio de no ser programados para llevar a cabo una serie de tareas puntuales. ¿Son en realidad creativas las máquinas que producen obras de arte, música o literatura a partir de datos? El misterio de la creatividad es oceánico, pero la experiencia interior del creador y del espectador es relevante en el proceso. La escritora, el músico, quien quiera que se dedique a la pintura debe acumular conocimientos técnicos de la misma manera en que acumula los triunfos y decepciones de su vida. Neil Gaiman —autor fantástico donde los hay— recomienda a escritores aspirantes que, en lugar de escribir tanto, mejor salgan y se rompan el corazón. Visto en este contexto, la verdadera creatividad está en quienes diseñan los algoritmos que rigen a estas inteligencias artificiales. A fin de cuentas, no son más que herramientas del artista ingeniero que sufrió, en lo personal y profesional, para programarlas.

Hay mucho hibris estos días; sobran quienes están convencidos que «dentro de poco» nuestras tecnologías digitales serán una auténtica forma de vida, poseedora de una interioridad basada en el actual modelo. Esto es un tanto miope ya que pretende explicar la consciencia como una simple serie de cálculos; mientras esto ocurre, pocos parecen querer detenerse a considerar la realidad psíquica de algunos animales. AICAN no muestra conocimiento alguno, parece estar ciega a las pinturas de su propia autoría y lo único que prueba es que es una calculadora de lo más sofisticada. En cambio, una hembra de pájaro pergolero —pequeña y simple en su existir— muestra mayor apreciación por la belleza arquitectónica de la morada construida por su macho; quien a su vez es dueño de mayor espontaneidad, juicio e ingenio, que la mejor colección de algoritmos de Silicon Valley.

Tal vez los animales sean incapaces de conmoverse de la misma manera profunda como hacemos nosotros ante la presencia de algo hermoso. Tal vez tendrán que pasar millones de años antes de que lleguen a encontrarse cara a cara con lo sublime, como gustaban de presumir los románticos. Aun así, muchos se muestran poseedores de una chispa de mente —¿qué importa si es pequeña y sencilla?— más real que las pretensiones simuladas de una caja llena de circuitos.

Si vamos a jugar a los demiurgos, sería bueno someter a nuestras creaciones a los mismos criterios bajo los que nos regimos en las experiencias esporádicas de la vida y no a los controles lógicos del laboratorio. El día en que nuestros asistentes artificiales se detengan sobre sus pasos, nos tomen del hombro y expresen una gran admiración por el paisaje por el que los llevamos —seguido de un silencio cortado por expresiones sin mucho sentido sobre sus recuerdos— ese será el día en que tendremos que detenernos a pensar en lo que hemos hecho. Pero, por el momento, eso parece un poco lejano.