Argentina es un país donde la población está acostumbrada a vivir en una crisis constante. Esta es una situación que se da con tanta frecuencia que no sé si es realmente una crisis o el estado natural del país. Por supuesto que algunas golpean más fuertes que otras y, este año, con cambio de gobierno y pandemia incluida, varios piensan en emigrar a países vecinos como Uruguay o a algunos mucho más lejanos como España o Australia.

La realidad es que se cree que al irse o escapar al fin del mundo encontraremos el paraíso o la panacea, donde abunda el trabajo, los sueldos son altos, los derechos laborales son muy atractivos y, principalmente, donde hay una estabilidad que permita proyectar; sin contar una disminución en la sensación de inseguridad. Muchos migrantes se chocan con otra realidad apenas pisan otro país. Se encuentran solos y a merced de un lugar donde no conocen cómo se maneja la burocracia ni tampoco tienen familiares para apoyarlos.

En muchos casos, varios se vuelven con una mano delante y otra atrás porque se dieron cuenta de que «el sueño americano» no existe y que, sin esfuerzo y trabajo —e incluso a veces ni con eso alcanza—, no se puede llevar un mejor estilo de vida. Está en la sangre de la población argentina quejarse y no valorar lo que se tiene en casa; esa mirada eurocentrista, de la que tanto se habla en la escuela, parece no superarse con el pasar de los años. Y siempre creemos que afuera se vive mejor. En muchos casos, es cierto. En canto a la seguridad creo que, por ejemplo, en España —donde vivo actualmente— mi sensación de inseguridad es menor que en Córdoba, donde nací.

Sin embargo, hay ciertos elementos que no tenemos en cuenta a la hora de dejar nuestro hogar, como el verde, los parques, la naturaleza que nos rodea, una casa con patio, que acá son lujos. Mudarse a un ático con una terraza de cemento es el sueño del argentino que viene a Barcelona a buscar una mejor vida. Los micro balcones tan pintorescos de esos pisos ni se llamarían balcones en Argentina; ni hablar del costo de los alquileres que superan en muchos casos el 70% de los sueldos y que, en la gran mayoría de los casos, se deben compartir para poder llegar a pagarlos.

Otro de los puntos que se deberían tener en cuenta a la hora de dejar el país son los afectos, la familia y los amigos. Si bien uno se termina haciendo un grupo de amigos y conociendo gente nueva, al principio no es nada fácil. Y, con el paso del tiempo, uno extraña a la familia y sus costumbres, como los asados de los domingos, los cumpleaños con amigas, los after office en cervecerías artesanales y, en mi caso, poder visitar a mi abuela cuando bajaba al centro.

Sí, son muchos los factores para tener en cuenta a la hora de irse del país y creo que lo más difícil es tener mitad del corazón en tu lugar natal y la otra mitad en donde estás ahora.

Así que, a la hora de armar las valijas y decir lo dejo todo, hay que poner en la balanza qué nos pesa más y a qué estamos dispuestos a renunciar y a cambio de qué. De todas formas, creo que siempre hay que intentarlo y vivirlo. Si se tiene curiosidad, hay que animarse. Siempre se puede volver.