Así, por cada instante
De goce, el precio está pagado:
Este infierno de angustia y de deseo.

(Luis Cernuda, «Precio de un cuerpo»)

Permanecer en el deseo y aun más allá de él. Tal parece la divisa de Louis Claude de Saint-Martin, el «Filósofo Desconocido», autor de El hombre de deseo (1790), toda una declaración revolucionaria del Iluminismo según Philippe Sollers, quien, en Désir (2020), reivindica su figura como la expresión más completa y acabada de esa corriente filosófica en años decisivos de la historia europea.

La primera duda, sin embargo, que me asalta como lector de la prosa de Sollers (una escritura incisiva, irónica, de una rara erudición en nuestros días) es la siguiente: ¿Qué ocurre con el deseo cuando este roza esa noche oscura del alma en que su objeto deviene torva o turbia mirada, propósito avieso o impulso cruel?

Un psicoanalista nos diría que, en tales casos, no hay más remedio que «sublimar», verbo esencial a la hora de conjugar el deseo. Sublimar, en efecto, para evitar un pasaje al acto que podría acarrearnos no pocos duelos y quebrantos. Aunque siempre hay quien prefiere el goce que procura una violencia extrema y cuyo fin no es otro que el de someter a su capricho —por lo demás, inútilmente— el objeto de sus anhelos.

Ante estas y otras cuestiones relativas al tema que nos ocupa, la primera frase del libro de Sollers al tratar la obra de Louis Claude de Saint-Martin resulta esclarecedora y, casi casi, providencial: «La confianza es la llave» (2020). Confianza que, en el párrafo siguiente, es y resulta «el camino seguro» (Sollers, 2020). La llave, pues, que nos abre el camino seguro para abordar el deseo en tanto que anhelo de libertad y que no puede desembocar sino en el océano de la verdad.

Mas, ¿qué verdad es esa cuya naturaleza participa de una «luz brillante, esplendor visible de la luz eterna»? (Sollers, 2020) Esa luz, desde luego, no puede ser otra que la que nos brinda la llama del amor, verdad sublime que alumbra el mundo a pesar de la oscura materia que lo ahoga en la tiniebla. Amor, pues, que no puede sino ser semilla de libertad.

Libre te quiero, como arroyo que brinca de peña en peña.
Pero no mía.

Así nos lo dice Agustín García Calvo en una de sus Canciones y soliloquios. Pero cuando esa libertad, radical en el ser humano, torna su objeto de amor en goce siniestro de «otro» (un otro desconocido), el deseo se convierte en un infierno de angustia, y el canto se transforma en otra clase de melodía: moneda de plata que chocara contra una roca. Tal vez algún destello de esa moneda, o un eco lejano de esa melodía, hable en estos versos de Luis Cernuda...

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso
en alguien
Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío...

¿Es este el infierno tan temido que nos acecha desde una región ignota y que mora en nosotros mismos?

Se comprende entonces el éxito espontáneo de ese mundo «nuevo» al que Sollers caracteriza (siguiendo el pensamiento del «Filósofo Desconocido») de «contradeseo» (2020). Porque cuando el deseo está hecho con la trama ambigua de un tejido «brutal y absurdo» el «contradeseo»1 nos ofrece seguridad. Desde luego, la seguridad propia de una erección correosa.

Mas el común de las gentes se conforma con lo que sea con tal de evitar los muchos riesgos y peligros que arrostra el deseo. Es entonces cuando «el hombre corriente deviene hombre-átomo, a la búsqueda de sus identidades perdidas», precisamente porque toda identidad —por imaginaria que resulte— promete estabilidad.

¿Y qué mejor identidad que aquella que nos propone el Mercado? Identidad representada por los mil y un objetos que nos vende con tal de apagar la sed que desata la lengua del deseo. Porque esa sed, aunque parcialmente se satisfaga, nunca se sacia. Castañuela 70, aquel grupo crítico y radical que surgiera de la universidad española durante esa década nada maravillosa, lo glosó perfectamente en esta su canción:

Rezan las leyes mágicas
de una curiosa ética
que el hombre es una máquina
consumidora intrépida.

Compre electrodomésticos
rezan los nuevos místicos
es el gran signo de éxito
del homo sapientísimo.

Jacques Lacan nos ha dicho que el amor hace signo al deseo. Es decir, le indica un camino, una senda sólida, un tránsito ordenado y pacífico hacia un fin idealizado. De ahí el éxito de la promesa amorosa, el aplauso que suscita su objeto seductor y edulcorado. Mas luego la pulsión —de la que el deseo se nutre— viene a complicarlo todo porque (profetas tiene la Ciencia, doctores la Iglesia) no tiene objeto, y su energía salvaje (la misma que hace estallar el volcán, el huracán o el terremoto) es capaz de trastocarlo todo. Nada es seguro entonces, y cualquier cosa puede suceder. De ahí la angustia que, por sorpresa, nos toma para inundar nuestra existencia. Con una particularidad inquietante: que, al igual que la pulsión, la angustia carece de objeto. Lo que quiere decir que no podemos nombrar la «cosa», esa masa informe que constituye el foco del malestar, infierno de cuyas llamas emerge la incertidumbre.

La experiencia nos dice que la vida es breve, que de nuestro paso por el mar de los sentidos apenas si quedará la débil impresión de un recuerdo, la huella de un cuerpo o el rastro de un perfume. Sin embargo, y volviendo al principio de este texto, solo podemos tener confianza, desplegarla como la única brújula capaz de indicarnos el camino hacia nosotros mismos, al núcleo de las fuerzas que nos libran a lo desconocido.

Para evitar el infierno de la angustia y permanecer en el deseo solo disponemos de nuestro instinto. Confiar en él y en la ética que lo guía; sublimarlo si nuestro propio mal nos acecha en un recodo del río que nos lleva; e invocar el ritmo oculto de Orfeo. Porque quizá todo se resuelva en un misterio que el poeta trasciende en su canto. Canto que es, al fin, suma de sangre, jazmín y veneno.

Nota

1 Entrecomillado en el texto por Philippe Sollers.

Nota

Sollers, P. (2020.) Désir. Francia: Gallimard.