Era frágil, muy frágil, flacucha y pálida. Estaba calladita, sus ojillos cafés no podían concebir lo que veían, era como si aquel mundo de fantasía donde cabían duendes, hadas y monstruos, cayera sobre su cabeza de niña.

En plena Navidad, la gente actuaba bulliciosa, las tiendas y las casas resplandecían con luces y colores brillantes, esos mismos colores que la impresionaron cuando vio por primera vez la Navidad en casa de un vecino, donde colgaban tiras brillantes y coloridas en las puertas. En aquella ocasión, quedó embelesada y fue creando en su mente todo un universo mágico alrededor de esas fechas.

Ella acostumbraba a hablar sola, creaba imágenes y situaciones en su mente cuando jugaba con sus muñecas y, al jugar con su hermana mayor, ella quería ser la que mandaba; es decir, la mamá a la que otorgaban la potestad de regañar y corregir a las demás muñecas. Se divertía mucho hablando sola. Desde aquella época, soñaba con tener un novio, igualito a los novios de sus hermanas adolescentes. Quería ser grande y solía poner a Barbie y a Kent a besarse cuando jugaba de casita. Más de una vez, con sus cinco años se puso los zapatos altos de sus hermanas, lo que hacía reír mucho a sus hermanos.

Sus padres, personas sencillas, criadas dentro de los valores y principios básicos del catolicismo, le crearon en su imaginación a la niña, que el 24 de diciembre por la noche debía acostarse temprano porque esa noche llegaba el Niñito Jesús a dejarle sus regalos de Navidad, que ella muy feliz abría el 25 de diciembre, apenas salía de la cama. Ella amaba al Niñito Jesús, imagínense le regalaba trastecitos y velocípedos. ¡Cómo no amarlo!

Beatri, su hermanita compañera de juegos, 3 años mayor que ella, le dijo: «Quédate levantada el 24 y verás, te llevarás una sorpresa».

Isabel pensó que sí, que lo haría, que quería conocer al Niñito Jesús y preguntarle algunas cosas y darle las gracias. Parada detrás de la puerta de la sala, ese día, a medianoche, pudo descubrir a su hermano Hermes poniendo los regalos en el árbol de Navidad. Su desilusión fue inmensa, se sintió engañada y lloró igual que una cachorrita con frío. Mamá se despertó y las pilló levantadas, Isabel lloraba. ¿Cómo explicarle a la pequeña que aquel personaje lo crearon en su imaginación para que ella acogiera las creencias y principios familiares? Ella no lo entendería, estaba en la edad de los por qué y cualquier respuesta apresurada podría confundirla más.

Pasaron los años y hoy todavía me da desánimo recordarlo. Luego me explicaron que el Niñito Jesús proveía dinero a Hermes y a los papás para comprar mis muñecas. Lo acepté a medias.

Hoy me pregunto: ¿es aconsejable engañar a los niños diciéndoles que vendrá Dios o Santa Claus a dejarles regalos en Navidad? Ello les crea ilusión y los hace creer en mundos mágicos, desarrollándoles la imaginación, ¿pero vale luego desilusionarlos?

Yo diría que no. Fui muy feliz mientras lo creí, pero luego me hice una preguntona incorregible e incrédula. Hoy puedo decir que a Dios lo hallo en aquellos que amo y me aman y en la naturaleza que nos brinda alimento y belleza.

Hablar de religión, hoy día, es crear discordia entre las personas. Yo solo me atrevo a decir que creo en Dios, aunque no el Dios institucionalizado, que me crea culpas sin razón y sin derecho.

Fui, con el tiempo, madurando y supe que el Dios institucionalizado es una creación interesada. Y forjé en mi mente el Dios que me acompaña y me cuida en los peligros. Con ello, salvé la Navidad en mi mente y volví a crear un Niño Jesús que luego fue un hombre maravilloso que nos dejó magníficas enseñanzas, Jesucristo.

Santa Claus y el advenimiento del consumismo

No debemos rechazar la Navidad; para mí es la época más bella del año. Me gusta el colorido y la alegría que la mayoría de la gente muestra. Sin embargo, un día, se expandieron las necesidades del sistema comercial del mundo y, con ello, el Niñito Jesús quedó como recuerdo de los años 60 del siglo XX, para sustituirlo por Santa Claus o San Nicolás, ese señor gordo y simpático que trae a los niños los regalos el 24 de diciembre. De nuevo el engaño.

El capitalismo venía evolucionando, creando nuevas formas de crecimiento económico y, con los medios de comunicación como cómplices, les resultó fácil hacer el cambio. Recordemos que fue en los años 60 cuando en Costa Rica y la mayoría de los países se iniciaba la presencia de la televisión en los hogares y, con ella, de la publicidad.

La gente a partir de ahí empezó a convertir el disfrute familiar de la Navidad en el disfrute de las cosas que cada familia podía comprar según su presupuesto. Para muchos, se convirtió en la fecha de los regalos. Tristemente para ellos la Navidad perdió sentido; se convirtió en un instrumento más del sistema para crecer independientemente de los valores que promoviera.

Del portal con la Sagrada Familia, que llamaba al recogimiento espiritual, se pasó a una suerte de psicosis universal por comprar. El sistema gritaba «es feliz quien compra», mientras que la vida iba mostrando, cada vez más, que muchos compraban con el dinero que no tenían, se endeudaban y luego pasaban trabajos pagando la deuda en su vida cotidiana.

Y es que la evolución del capitalismo es brillante: caminó con toda fuerza el sistema a convertirse en creador de necesidades y deseos, en medio para conseguir la creación de capital ficticio a través de las tarjetas de crédito. Hoy día, podríamos afirmar que el capitalismo es el sistema creador de riqueza ficticia, una riqueza que cada vez pone en manos de más personas y se va inflando, inflando, inflando, para llegar aún no sabemos dónde. Es posible que a la deflación, por la disminución de la demanda en la economía. Ahí, cuando ya no haya sujetos de crédito por no tener ya con qué responder. Y esto, cada vez es más visible.

Retornando al camino

Sin embargo, aún queda mucha gente que le da el verdadero sentido a la Navidad, con todas las tradiciones que yo adoro y que vienen a devolverle su razón de ser, esa razón inevitable de encuentro del ser humano con Dios, y para los niños, ese encuentro con lo invisible, con lo abstracto, aquello por lo cual un día preguntarán ¿por qué?

Y solo ellos en su intimidad, en la profundidad de su ser serán quienes tendrán que responderse a sí mismos, porque nadie lo responderá por ellos: ¿es Dios el camino? Al menos para mí lo es, aún en el siglo XXI.