Hace 20 años nos sentábamos en familia a ver El tiempo es oro. Hoy lo que nos ofrecen en su lugar es, sin duda, «para mayores y con reparo», que tantas veces escuchara a lo largo de mi infancia, incluso cuando no había rombos de por medio.

Pocos meses atrás encontrábamos en la parrilla televisiva la segunda edición de un reality que logró despertar el mismo entusiasmo que la temporada previa (de hecho, ya podemos disfrutar de la tercera). Esto es La isla de las tentaciones.

Se trata de cinco parejas, todos jóvenes y atractivos, que, a primera vista, no parecen compartir el candor que derrocharan los personajes de Dawson Creek en sus primeros episodios. Sin embargo, llevando por bandera la confianza y el respeto, voluntariamente deciden pasar unas «vacaciones» largas en un complejo de ensueño al que no accede la clase turista, que no van a compartir con su pareja, sino con un montón de guapazos del sexo contrario, con el único propósito poner a prueba la capacidad de ambas partes para no caer en la tentación. Tanto es así, que lo de Eva y la manzana parece una tontería sin importancia al lado de esto.

Aunque el objetivo principal (al menos el de las parejas) pudiera ser el de mantenerse imperturbables y, con ello, salir reforzada la relación, en verdad lo que el telespectador quiere es todo lo contrario. La infidelidad como espectáculo.

Desde hace siglos, los autores se han valido de este tema para sus obras, aunque, con frecuencia, uno no podía sino compadecerse de aquellos pobres que habían de portar la letra escarlata de la humillación por haberse entregado a los placeres más bajos. Quizás el más conocido sea el caso de Emma Bovary, tan perdida en la vida que primero se entrega al adulterio y después al suicidio.

No obstante, con el paso del tiempo, esta imagen se ha ido difuminando para ser contemplada desde otras perspectivas, hasta llegar, incluso, a parecernos que no tiene por qué ser tan malo. Si algo bueno, en este particular, nos ofrece la literatura es llevarnos de la mano para conocer la postura del infiel y sus motivos que, más allá de la traición, bien pueden verse como un acto de amor hacia uno mismo.

La infidelidad, tanto en literatura como en televisión, ha de ser entendida como recurso creativo, como forma de entretenimiento, sin que ello nos empuje a caer en los juicios morales que nada tienen que ver con el arte. La diferencia entre literatura y televisión es que la primera es ficción y la segunda, supuestamente, realidad.

La isla de las tentaciones, de algún modo, me transporta a la lectura de Las amistades peligrosas, cuyos ingredientes esenciales son el engaño, la lujuria, el ocultamiento, la carencia de escrúpulos y la frivolidad. Entiendo que pueda haber otras opiniones; a mí, a todas luces, se me antoja la mejor opción cuando lo que uno quiere en la vida es ser un degenerado por encima de todo.

En esta edición tienen mucho protagonismo los celos, la superficialidad, así como la falta de respeto, el mismo del que los concursantes tanto hacían alarde de llevar las maletas llenas a su llegada. El deseo por lo novedoso gana terreno sobre cualquier otro elemento en las relaciones amorosas. La sed de amar y de sentirse amado se antepone a la rutina; la búsqueda de nuevas emociones como forma de sobrevivir al hastío, hasta el punto de que las consecuencias carecen de importancia cuando lo que prevalece es disfrutar del momento.

Por un lado, hay una absurda entrega incondicional y, por otro, una absoluta falta de compromiso. En algún caso, parejas acabadas cuyos miembros, por no atreverse a enfrentar la situación, prefieren vivir en el permanente campo de minas en el que se ha convertido su relación; sujetos al refrán al que parece que hayan dado la vuelta para ahora decir «más vale mal acompañado que solo»; convertidos en seres infelices y dependientes.

El miedo a la soledad es algo que tendemos a ocultar; sin embargo, está tan presente que, a menudo, nos empuja no a escoger compañeros inapropiados, sino a permanecer con ellos, haciendo que nuestra vida se convierta para siempre en un erial.

Al hilo de estas reflexiones, recientemente he podido entregarme a la lectura de una obrita que llevaba tiempo persiguiendo, El placer de vivir sola. Aunque ya el título nos da alguna pista, su contenido no puede ser más esclarecedor. Lo más inquietante es que está escrito en los años 30 del siglo pasado y, pese a ello, a mí no me puede parecer más actual. Marjorie Hillis, que por entonces era redactora de Vogue, elabora una serie de consejos que toda mujer debería tener en consideración, partiendo de su propia experiencia. Haciendo gala de su posición, insta a otras iguales a no tenerle miedo a la soledad y a disfrutar sin recelos de su soltería.

Tal vez primero tenga que dejar a un lado los prejuicios que emborronan la idea que una debe tener de sí misma, así como esas palabras despectivas y malsonantes con las que es habitual referirse a una mujer que no ha encontrado marido (o todavía). Con independencia de si tu estado es voluntario o no, en cualquier caso, el objetivo ha de ser siempre conseguir la felicidad. Todo es cuestión de actitud: la base para todo es la determinación, decidir qué clase de vida quieres y actuar en consecuencia.

Posiblemente, en algún momento necesites dedicarles algún tiempo a las lamentaciones, pero no te distraigas mucho en esto (no más de un mes) porque te vuelve (textualmente) débil y un fastidio. Es preciso invertir las energías en crear una imagen mental positiva de una misma, que es la que vamos a transmitir al mundo.

Son numerosas las alternativas de las que dispone una mujer para ocupar su tiempo, de modo que se acabó culpar a las circunstancias de llevar una vida aburrida: si mi vida es aburrida, solo yo seré la responsable. Identificar y cultivar inquietudes te ayudará a salir de casa y a ampliar tu círculo de amistades y, además, te servirá para mostrar más interés por la vida y para que los demás muestren más interés en ti. También mantenerse al día de lo que pasa en el mundo y, más allá de los gustos personales, conocer la actualidad cultural del momento.

No descuidar jamás la imagen de una ni escatimar en el presupuesto que se le concede al cuidado del aspecto, pues es nuestra carta de presentación al mundo.

Del mismo modo, cobra buena importancia el mantenimiento del hogar: ha de ser chic, cómodo y encantador, en ese orden. Una casa no solo es el reflejo de quien la habita, sino que es capaz de ejercer una buena influencia sobre su estado de ánimo y sobre su moral. Es fundamental estar también al tanto de algunos aspectos que nos conviertan en la anfitriona perfecta, que hagan de nuestras reuniones un éxito.

No deja de lado un aspecto de interés, como es el modo en el que una ha de llevar sus líos amorosos. Un tema que aborda directamente y sin ambigüedades, para mi sorpresa y supongo que revuelo de la sociedad en su momento.

En fin, estos son algunos de los temas que Marjorie Hillis aborda en su libro, sin perder nunca de vista varias cuestiones primordiales: no compadecerse jamás de una misma, no pretender o esperar que parientes se ocupen de distraernos, ser perfectamente independiente y autosuficiente, crearse una vida a nuestro gusto y medida, llenar la agenda con planes emocionantes.

En definitiva, estar plenamente satisfecha de la vida que se lleva, valorar las ventajas que proporciona la libertad y, por encima de todo, quererse mucho.

La autora quiso compartir con nosotras unas premisas que, aunque a veces se olvidan, nunca pasan de moda, condensadas en una sola: «cuanto más disfrutas de ti misma, más te conviertes en una persona real».

Hoy podemos encontrar todas las recomendaciones de Marjorie Hillis en una bonita y delicada edición en cartoné con simpáticas ilustraciones, aunque es preciso señalar que, en lo que respecta al contenido, no se ha puesto el mismo empeño, siendo así abundantes las erratas. De cualquier manera, se trata de una obra, además de interesante, muy amena y entretenida, escrita con una prosa cuidada, ironía y humor. Como anécdota, cabe comentar que, paradójicamente, la autora se retiró de las filas de la soltería varios años después de la publicación de su libro, que resultó desde el principio un éxito absoluto, a los cuarenta y nueve años.

A modo de conclusión y síntesis de todo lo expuesto en estas páginas, quisiera finalizar diciendo que no tiene por qué ser ilícito sentarse frente al televisor para contemplar, ávidos de carnaza, aquellos programas en los que los concursantes lo primero que pierden de todo es la integridad. Al final, no resulta tan diferente de otra práctica que gozaba de enorme popularidad en época de los romanos, cuando el pueblo se reunía para disfrutar del gran espectáculo que era el combate de gladiadores, una buena lucha a muerte entre el hombre y la fiera. Pero no nos limitemos solo a eso, dedicar un poco de tiempo a cultivar la mente con otros placeres algo más nobles también puede estar bien.